Spizona es naturalista, no considera lo que el hombre debe ser sino lo que es. Para Deleuze, las tesis de Spinoza están inscriptas bajo el modo de tres denuncias: la de la “conciencia”, la de los “valores” y la de las “pasiones tristes”. Estas provocaron que fuera acusado de materialista, inmoralista y ateo. Al quedar eliminadas las ideas de una voluntad divina y un orden moral, el mundo resulta despojado, rotundamente inocente y situado más allá del bien y del mal.
Habría en el pensamiento spinoziano una suspensión del juicio, incluso un anti-juicio. El sujeto no se pregunta si una acción fue buena o mala sino ¿cómo hay que ser para decir eso, para hacer eso? El ideal no tiene lugar en esta ética cuyo alarido, ¿qué es lo que puede un cuerpo?, retumbó en los muros del cuarto de estudiante de Jacques Lacan.
Parece que Spinoza había grabado en su escudo las palabras: ¡caute quia spinoza!, ¡cuidado que tengo espinas! Y, realmente, Spinoza incomoda.
Hay un texto excepcional, Las cartas del mal[1], que es un intercambio de ocho cartas de Spinoza con un joven llamado Blyenbergh sobre el tema del mal.
En las cartas XIX y XXI Spinoza expone una doctrina sorprendente de la falta. El ser y la perfección son lo mismo, ya que la falta o la privación no tienen carácter positivo, por lo que no se podría decir de un ser que carezca de algo o que esté privado de algo. La consecuencia moral es extrema: no hay imperfección posible en ningún acto humano.
Las dos tesis centrales son, uno, que el mal no existe, en todo caso existe lo malo para mí y, dos, y como consecuencia, el mal debe expresarse en términos de conveniencia o inconveniencia, utilidad o inutilidad o, mejor aún, en términos de mayor o menor alegría. Si el mal no es nada, no es porque el Bien es, sino, al contrario, porque el bien no es más que el mal, y el Ser está más allá del bien y del mal.
El quid de la cuestión radicaría en que la idea de privación surge de la comparación. Si alguien es llamado malo o desgraciado no es en función de un estado que tiene sino de un estado que no tiene o que ya no tiene.
En consecuencia, en la ética de Spinoza no hay lugar para la queja ya que todo es perfecto. Si se admite que la falta no es nada, que es una idea “inadecuada” que uno se hace, a un ciego entonces no le faltaría nada, su ceguera no tendría más realidad que la ceguera de una piedra. Quejarse de que Dios no le dio una voluntad más perfecta a Adán o que le quitó la vista a alguien, es como quejarse de que dos más dos son cuatro.
Sostener en el siglo XVII que el pecado no existe y, por lo tanto, tampoco su castigo, fue una operación extraordinaria. Esta teoría de la falta se sostiene en su idea de ordenar el mundo more geometrico.
En última instancia, más allá de los actos de cada hombre lo que está en juego es la voluntad de Dios, que en realidad sería la única, pues el hombre estaría totalmente determinado por esta Voluntad con mayúsculas. No es casual, entonces, que aparezca en esas cartas sobre el mal el tema de la libertad.
Para el hombre spinoziano la libertad se sostiene en relación al saber, como “un modo de afirmar o negar algo”, pero sería una elección forzada –aunque para Spinoza no se pierde nada-, como la que se obtiene en las demostraciones matemáticas; es un saber expresado en términos matemáticos y en el que se busca la satisfacción.
Spinoza reduce el dominio de Dios al universo significante, define al deseo como la esencia del hombre y ubica a la satisfacción –llamada por él beatitud– en el amor intelectualis Dei que se logra adoptando el punto de vista de Dios, la causa divina, así el filósofo puede llegar a confundirse con un amor trascendente: “Para nosotros es una posición insostenible”, sostiene Lacan al renunciar a Spinoza. “La experiencia muestra que Kant es más certero”.
Tanto Spinoza como Nietzsche se plantearon de un modo extravagante el problema del mal y de la culpa. Ambos se enfrentaron a la dificultad de fundar una ética más allá del dualismo bien/mal. El haber ido más allá de cualquier eco platónico convierte al pensamiento de Spinoza en insólito y, por qué no, salvaje.
Habría en el pensamiento spinoziano una suspensión del juicio, incluso un anti-juicio. El sujeto no se pregunta si una acción fue buena o mala sino ¿cómo hay que ser para decir eso, para hacer eso? El ideal no tiene lugar en esta ética cuyo alarido, ¿qué es lo que puede un cuerpo?, retumbó en los muros del cuarto de estudiante de Jacques Lacan.
Parece que Spinoza había grabado en su escudo las palabras: ¡caute quia spinoza!, ¡cuidado que tengo espinas! Y, realmente, Spinoza incomoda.
Hay un texto excepcional, Las cartas del mal[1], que es un intercambio de ocho cartas de Spinoza con un joven llamado Blyenbergh sobre el tema del mal.
En las cartas XIX y XXI Spinoza expone una doctrina sorprendente de la falta. El ser y la perfección son lo mismo, ya que la falta o la privación no tienen carácter positivo, por lo que no se podría decir de un ser que carezca de algo o que esté privado de algo. La consecuencia moral es extrema: no hay imperfección posible en ningún acto humano.
Las dos tesis centrales son, uno, que el mal no existe, en todo caso existe lo malo para mí y, dos, y como consecuencia, el mal debe expresarse en términos de conveniencia o inconveniencia, utilidad o inutilidad o, mejor aún, en términos de mayor o menor alegría. Si el mal no es nada, no es porque el Bien es, sino, al contrario, porque el bien no es más que el mal, y el Ser está más allá del bien y del mal.
El quid de la cuestión radicaría en que la idea de privación surge de la comparación. Si alguien es llamado malo o desgraciado no es en función de un estado que tiene sino de un estado que no tiene o que ya no tiene.
En consecuencia, en la ética de Spinoza no hay lugar para la queja ya que todo es perfecto. Si se admite que la falta no es nada, que es una idea “inadecuada” que uno se hace, a un ciego entonces no le faltaría nada, su ceguera no tendría más realidad que la ceguera de una piedra. Quejarse de que Dios no le dio una voluntad más perfecta a Adán o que le quitó la vista a alguien, es como quejarse de que dos más dos son cuatro.
Sostener en el siglo XVII que el pecado no existe y, por lo tanto, tampoco su castigo, fue una operación extraordinaria. Esta teoría de la falta se sostiene en su idea de ordenar el mundo more geometrico.
En última instancia, más allá de los actos de cada hombre lo que está en juego es la voluntad de Dios, que en realidad sería la única, pues el hombre estaría totalmente determinado por esta Voluntad con mayúsculas. No es casual, entonces, que aparezca en esas cartas sobre el mal el tema de la libertad.
Para el hombre spinoziano la libertad se sostiene en relación al saber, como “un modo de afirmar o negar algo”, pero sería una elección forzada –aunque para Spinoza no se pierde nada-, como la que se obtiene en las demostraciones matemáticas; es un saber expresado en términos matemáticos y en el que se busca la satisfacción.
Spinoza reduce el dominio de Dios al universo significante, define al deseo como la esencia del hombre y ubica a la satisfacción –llamada por él beatitud– en el amor intelectualis Dei que se logra adoptando el punto de vista de Dios, la causa divina, así el filósofo puede llegar a confundirse con un amor trascendente: “Para nosotros es una posición insostenible”, sostiene Lacan al renunciar a Spinoza. “La experiencia muestra que Kant es más certero”.
Tanto Spinoza como Nietzsche se plantearon de un modo extravagante el problema del mal y de la culpa. Ambos se enfrentaron a la dificultad de fundar una ética más allá del dualismo bien/mal. El haber ido más allá de cualquier eco platónico convierte al pensamiento de Spinoza en insólito y, por qué no, salvaje.
Graciela do Pico
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