BREVES. LECTURAS COMENTADAS - Nro. 21 - Mayo de 2019 - Biblioteca del Centro Descartes




Número 21
Mayo de 2019





En este número:

MIGUEL VITAGLIANO
GRACIELA MUSACHI
CAROLINA SAYLANCIOGLU
MAXIMILIANO FABI
JULIO RIVEROS


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LAS FRONTERAS DEL DISCURSO, Mijaíl Bajtín, Editorial Las Cuarenta, Buenos Aires, 2011. Trad. Luisa Borovsky.

Por MIGUEL VITAGLIANO (Escritor, crítico y profesor)


LECTURAS CRÍTICAS
abril de 2019


Cada lector de Bajtín guarda, y acaso atesore, ciertos episodios de la vida del autor ruso como si se trataran de acontecimientos que dialogan con sus escritos. En su mayoría son sucesos inusuales, cuando no extraordinarios, como el que asegura que Bajtín, detenido por las primeras purgas stalinistas, estuvo frente a un pelotón de fusilamiento en 1929 y a último momento quedó a salvo porque el jefe militar se enteró de que había escrito un gran libro sobre Dostoievski.
Lo extraordinario del suceso quizá resida en la casualidad de que Dostoievski también se salvó de ser fusilado poco antes de que el pelotón cargara sus armas. O tal vez lo extraordinario esté en otra parte, en que en Problemas de la poética de Dostoievski, Bajtín tomaba de modelo al autor de Crimen y castigo para demostrar cómo un autor no estaba obligado a ser el ventrílocuo de sus personajes, podía ser una voz más entre las voces que discutían, ser un otro igual y distinto a la vez dirimiendo las posiciones sobre el mundo que les estaba abriendo por delante. Desde luego, referirse al autor y sus personajes era para Bajtín un modo de hablar de cada individuo y los otros más allá de las novelas. Es decir, fuera del campo literario, no del lenguaje que recorría cada una de las actividades de los individuos en una sociedad. El lenguaje, de ningún modo, podía ser una idea que existía en un Uno, Autor o Yo, el lenguaje era una práctica social que se construía con el Otro y los Otros.
A ese episodio de la vida de Bajtín podríamos incorporarle otro que pertenece a los años de la Segunda Guerra Mundial, lejos de la cárcel pero aislado de los centros universitarios más importantes, cosa que se extendió hasta sus setenta años. Aun en esa mezquina visibilidad no dejó de trabajar. En los tiempos más desoladores del avance nazi sobre la URSS, Bajtín terminó de escribir uno de sus extensos trabajos sobre la novela. Envió el original al Instituto Gorki y guardó una copia. Cada mañana comenzaba con noticias terribles y con carencias insoportablemente generosas. Leía, estudiaba y fumaba. Bajtín sólo dejaba de fumar cuando dormía, y dormía muy poco. Se armaba cigarrillos delgados para aprovechar mejor el tabaco. Un día encontró que la previsión había sido efectiva, tenía tabaco, aunque nada de papel. Decidió utilizar las páginas de la copia del libro en su reemplazo. Se fumó buena parte del escrito, convencido de que el original iba a persistir, en vez de perderse en el fuego como la mitad del otro.
Una ironía vital para un intelectual que creía que la investigación teórica y crítica se realizaba en situación –como diría Sartre-, entre los lenguajes que pugnaban en una comunidad, y que elegía a la novela como un espacio perfecto donde examinarlos. ¿En qué otro lugar podía oírse la mayor multiplicidad de voces, esas lenguas que circulaban en una comunidad? La risa sabia de una ironía, además; porque meses después de terminada la guerra, Bajtín defendió su tesis doctoral, sobre Rabelais y la cultura popular, que terminó en escándalo. En ciertas fuentes leemos que fue reprobado, en otras que solo lo intentaron. Recordemos que esas investigaciones sobre Rabelais, que recién se conocieron fuera de la URSS a partir de mediados de los 60, marcaron un antes y un después en los estudios sobre la cultura popular, como afirma el historiador italiano Carlo Ginzburg.
Ahora bien, es preciso que nos preguntemos por qué esos episodios de la vida de Bajtín adquieren un tono legendario. ¿Deberíamos adjudicarlo a la geopolítica, a la URSS y la guerra fría? ¿O podríamos pensar que ese tono legendario es constitutivo del fervor del siglo XX por la construcción de mitologías? Las preguntas tienen respuestas, los enigmas reclamaban resoluciones y los interrogantes incitan a las conjeturas. Tengo para mí que estas pertenecen a las últimas y que hoy no podríamos abordarlas. Pero lo que sí podemos hacer es quitarle el velo legendario a Bajtín para leerlo de acuerdo a sus teorías y no volcarlo hacia el mundo de la fabulación que pertenece a las novelas que indaga.
Precisar las circunstancias de producción de cada una de sus trabajos, reconocer con quiénes dirime posiciones y hacia dónde se conduce resultan tareas fundamentales. Entre los años los 20 y los 30 Bajtín planteaba sus diferencias radicales con los lingüistas de entonces para proponer lo que llamó una translingüística. Esa nueva orientación de la disciplina se basaba en una concepción de la lengua completamente diferente a la que entonces era dominante. Concebía a la lengua como una práctica social que se realizaba en el contacto entre el Yo y el otro. Una práctica, no una idea; un hecho social, no una posesión privada. Cada hablante era el oyente de lo que había escuchado en el momento que hablaba, y el oyente en ese instante era a su vez un hablante. En el acto de hablar estaba incorporado, necesariamente, el hecho de escuchar y responder a lo escuchado con anterioridad. Bajtín, por eso mismo, sostenía que ningún hombre era Adán, nadie podía jactarse ni pretender ser ese supuesto primer hombre que habría interrumpido el silencio del universo. Hablamos para responder a lo que los otros han dicho, hablamos para afirmar, negar, vacilar sobre eso, aun cuando no tengamos consciencia que lo hacemos.
Las palabras son Caballos de Troya cargados de palabras que contienen los mundos de esas realidades. Cuando Bajtín sostiene que en una misma sociedad hay una multiplicidad de lenguajes, se refiere justamente a eso, a cada una de las posiciones que se entrecruzan en la sociedad. Pensar en un autor ante sus personajes –recordemos lo que decíamos del análisis de Bajtín sobre Dostoievski- es darnos la posibilidad de observar lo que sucede con la lengua de un autor y las lenguas de sus personajes. ¿Las hará callar el autor para que solo se haga audible la suya o se enfrentará al encuentro de esa heteroglosia?
El ejemplo nos permite comprender por qué Bajtín se ocupa de las novelas. Como la lengua es una práctica social presente en todas las actividades que realizan los individuos, la multiplicidad de voces que se entrecruzan en una sociedad encuentran en la novela una oportunidad privilegiada para poder ser estudiadas. Si la sociedad es una asamblea permanente donde tienen lugar esas voces, la novela es la transposición en el papel de esa misma situación.
En “El problema de los géneros discursivos”, uno de los trabajos más difundidos de Bajtín en nuestro medio, pueden reconocerse al menos dos aspectos relevantes que a menudo no son tenidos en cuenta. Uno de ellos es que se trata de un texto que se conoció en forma póstuma y al que Bajtín no llegó a corregir por completo. Lo escribió entre 1952 y 1953, años después de sus trabajos sobre Rabelais y la mayor parte de los estudios sobre la novela. Por eso el texto destaca esa insistencia de poner en relación la translingüística –que podríamos redefinir como pragmática- con los estudios de la novela, y a la vez percibimos ciertas repeticiones en las frases –por ejemplo, la repetición de “Ningún hombre es Adán…”- como si Bajtín aún quisiera buscar o corregir más.
Bajtín escribe ese artículo enfrentando a la estilística, que era dominante en la escena de la crítica literaria de esos días, y propone otra visión del vínculo entre la novela con la sociedad. Si puede concebir una novela como una Weltanschauung es porque primero entiende al lenguaje como una práctica inseparable de la realidad social. Esos son los puntos cardinales que orientan sus cuatro principales trabajos sobre la novela, escritos todos ellos durante la década del treinta y principios de los cuarenta. Sin duda que La palabra en la novela, compuesto entre 1937 y 1938, es uno de los más significativos. Reúne cinco estudios que mantienen una estrecha continuidad en el análisis, uno de ellos, el cuarto, es “El hablante en la novela”, y acompaña a “El problema de los géneros discursivos” en la edición realizada hace pocos años en Buenos Aires.
Atendiendo a la potencia que Bajtín le reconoce a la novela, sería difícil esperar que la reconozca como un simple género literario. Es más, los géneros literarios en Bajtín tienden a recortarse en más de una superficie. Al mismo tiempo que les reconoce la pertinencia de ciertas características consabidas, las transgrede en el pliegue de esa misma superficie. La novela es, por antonomasia, el género que no admite, para Bajtín, ni el rincón de una especie, ni que se presente cerrado y terminado como forma, ni que ajuste su surgimiento a lo que el mundo europeo moderno prefirió adjudicarle. La novela es una fuerza, el novelar, por eso puede encontrarla en los diálogos platónicos y reconocer en Sócrates a su primer héroe, y acaso también –lo que no deja de ser fascinantemente complejo- a su primer autor. ¿Por qué? Porque en Sócrates están las marcas que Bajtín distingue fundamentales en las novelas. Rompe y enfrenta el saber establecido con el “Solo sé que no sé nada”. Se abre camino como forma abierta, lanzándose a su suerte. Desacomoda lo fijo y busca desplazar lo confortable mediante la incorporación de lo popular. Y es, a diferencia de todas las demás formas literarias, la única que recurre a “lo no artístico” –dice Bajtín- para crear el arte.
La novela no es solo el privilegiado objeto de estudio de Bajtín, es el héroe que ha elegido para su teoría que tiene su centro en todas las partes de la esfera del mundo social, es decir en el lenguaje. Por eso resulta imprescindible reconocer a qué situación pertenecen cada una de sus investigaciones; en primer lugar, para saber qué aspecto resaltar en la superficie. Y también para que la vida legendaria del héroe no le reste verdad a la novela, esa asamblea de lenguas que vive cuando es escuchada.


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LACAN ENTRE LAS FEMINISTAS. LA OBJECIÓN DE LA MUJER, Gabriela Rodríguez, Ed. Tres Haches, 2019.

Por GRACIELA MUSACHI (Miembro del Centro Descartes).


SEPARAR LAS AGUAS (Prólogo de Lacan entre las feministas. La objeción de la mujer)


Cuando Freud conoció la mar” es el bello título de un libro al borde del delirio (tonto) que retoma la insistente metáfora del lenguaje como un mar. Lacan habló de océanos de falsa ciencia. En consecuencia, es necesario separar las aguas para no delirar tontamente y no hacer falsa ciencia pero, ¿es el psicoanálisis una ciencia? Delirio menos tonto, dijo, y dio su fundamento.
Lejos de las exaltaciones despertadas por el movimiento metoo, las cuales se esparcen por el mundo y lejos de las diferencias políticas a las que diera lugar dentro de los feminismos (vg la diatriba anticolonialista de la francesa Marie Bardet contra su compatriota y líder del movimiento moinonplus, Catherine Millet en su visita a la Argentina) este libro se propone el ineludible y constante trabajo de producir el límite del psicoanálisis cuando éste se intersecta con otros campos, especialmente cuando es usado para pensar contra.
Y también es necesario porque esa exaltación llega a tocar a practicantes del psicoanálisis que, desorientados, han llegado a embanderarse con la consigna “El psicoanálisis será feminista o no será”.
Se puede apreciar en concreto la afirmación de Lacan de que lo único serio es la serie. Se encontrará aquí una serie de nombres del feminismo de la Academia con una bibliografía poco transitada por los psicoanalistas y muy actualizada en sus debates; pero lo más interesante es el seguimiento que hace la autora de los cambios de posición teórica de algunas de ellas, pertenecientes al canon feminista como Butler, de Lauretis, etc., en sus relaciones con el psicoanálisis; también se podrá captar en filigrana lo que estos feminismos hacen con su teoría, es decir, su uso político. La calle según la cuentan los medios no falta y es con delicadeza que la autora aborda el punto más álgido y actual de las consecuencias de una “emancipación femenina” a la que han dado lugar tanto los feminismos como el psicoanálisis: el llamado “femicidio”, síntoma de la cultura.
Pero cuando son las teorías las que bajan a la calle (también sucedió con el estructuralismo) la cosa toma ribetes asombrosos, por decir lo menos; por eso, que este libro comience con un texto que está fuera de la serie numerada, muestra bien la posición de la autora respecto de los usos de la palabra, poéticos en el caso del psicoanálisis ya que la instancia de la letra en el inconciente está hecha de la integral de equívocos que ha sido para cada uno su baño en el lenguaje y los efectos nominativos de una palabra (Lacan lo llama troumatisme), que dice sus experiencias del cuerpo. Esto para hacer notar que, si el libro se abre con un texto sobre las preciosas es que, por ridículas que fueran para Moliere y por criticables que sean algunas de sus peticiones de principio como muestra Gabriela Rodríguez, no alcanzan nunca las del lenguaje inclusivo promovido por cierto feminismo que ha optado por participar de las luchas por el poder.
Por otra parte, es un trabajo infructuoso demostrado hace ya demasiados años por los filósofos del lenguaje (el ejemplo de Ogden y Richards queriendo eliminar los equívocos por voluntad académica es paradigmático). Es que “inclusivo” y lenguaje son antinómicos porque el lenguaje discrimina por naturaleza, separa y esto al punto que el trabajo del analista consiste en pasar aquella integral de equívocos inconcientes a la palabra hasta que se convierta en letra de síntoma sin sentido, gozado.
Y unas cuantas cosas más.
Formada en el estilo de transmisión del psicoanálisis inaugurado por Oscar Masotta que Germán García supo reinventar, Gabriela Rodríguez, practicante del psicoanálisis, muestra aquí su gusto por el detalle significativo, sus singulares lecturas y cierto retorno, a su modo, a un debate cortés (de ideas, como quería Masotta); todo ello, necesario equipaje para quien practica el psicoanálisis.


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FORNICAR Y MATAR, Laura Klein, ed. Planeta, Buenos Aires, 2005.

Por CAROLINA SAYLANCIOGLU (Miembro del Centro Descartes)


Abortar es una decisión trágica, una experiencia compleja cuyo sentido es ambivalente incluso para quien lo decide. Por más fronterizo que resulte pensarlo y aunque se desconozcan las razones históricas que fundan las posiciones, hoy parece imposible no formarse una opinión sobre el aborto y nadie, por otra parte, puede ignorar que conoce a alguien que abortó. El debate acierta en que el aborto decide sobre una vida posible, pero deja de lado a la mujer embarazada en su conflicto.
Laura Klein va de la experiencia a la investigación. En un prefacio que advierte la complejidad con que tratará al asunto, anuncia que, como defensa de la legalización del aborto, este libro es una calamidad: “desactiva los argumentos para legalizar el aborto como derecho humano, y repudia –no desautoriza- sus razones.” A lo largo del libro demuestra cómo las mismas consignas o argumentos se utilizan para distintas luchas cuyos objetivos trascienden el del aborto en la ley, y cómo posiciones contrarias pueden sostenerse con idénticas preposiciones. “No entiendo de qué están hablando”, decía una mujer invitada a un canal de televisión para testimoniar sobre lo que había hecho. Los intereses políticos y las definiciones de la ciencia quedan eclipsados a la hora de decidir, y también a la hora de contemplar cada caso. “La experiencia de abortar está tan lejos del debate de ideas, que las mujeres que abortan no se reconocen en los términos de esa controversia donde unos las amonestan por criminales y otros las perdonan por ignorantes”… o las piensan víctimas. La mujer que aborta es la experta en el asunto, aunque no sea reconocida así por nadie, ni por ella misma. Ella se encuentra ante una elección forzada cuya trama es más compleja que la que supone el planteo de la libre elección. La libertad de elegir de la mujer que aborta se vio coartada antes del momento de abortar, cuando hubo de quedar embarazada a su pesar, encontrándose en una circunstancia en la que no quería estar.
Una experiencia trágica se juega siempre entre dos muertes. Una es la propia, la otra viene a representarla. Para concebir al aborto como una experiencia trágica hizo falta que la filosofía se viera afectada por la ciencia moderna, que descubrió vida en el embrión. En el aborto no son dos vidas, como arguyen algunos, las que entran en valoración. Que el aborto se realice desde épocas inmemoriales, quiere ahora remendarse con intenciones más o menos benévolas de salvar vidas, la vida por nacer, o la vida de las mujeres que abortan. El argumento “salvar vidas” se muestra ingenuo cuando prima el desplazamiento de una vida a la otra –de la de zigoto a la de la mujer-, e hipócrita cuando pretende salvar las dos vidas, ya que encubre no solo un ideal de dominación de los cuerpos (de las mujeres) sino también una realidad: hay mujeres que abortan. Salvar vidas se convierte en un slogan que esconde el poder en juego, cuando lo evidente es que el problema del aborto no se dirime entre dos vidas sino entre dos muertes.
El cariz testimonial del libro se conjuga con un tono crítico con que la autora analiza una cuantiosa bibliografía. Vierte el mismo tono crítico sobre su propio lenguaje, al tiempo que cuestiona ideales e ideas juiciosas. El resultado es un trabajo exhaustivo sobre el problema del aborto, escrito con cuidado de poeta. Es entendible que en esta época en que la virtud suele medirse por el éxito mediático, la sala del congreso haya estado escasamente poblada cuando Laura Klein hablara sus siete minutos, y abarrotada cuando alguna actriz mediática pudiera tomar la palabra. Es probable que ni periodistas, ni diputados, ni algunas feministas supieran de la investigación que versaban las palabras de Klein, y que incluso no conocieran su libro.
El apartado El aborto y el Código Civil empieza esclareciendo que “ningún código penal equipara aborto y homicidio porque ningún código civil equipara embarazo y parto, personas no nacidas con nacidas”. La transcripción de los artículos de la ley en el libro deja ver cómo cada artículo resignifica al anterior y cómo, respecto de la vida intrauterina, la ley se ampara en un “como si” que anuda el fenómeno del embarazo al derecho individual –como si ya hubiese nacido; como si nunca hubiese existido-. El Código Civil plantea una dificultad lógica: pretende incluir en determinados conjuntos (los nacidos por un lado, los que nunca existieron por el otro) a una persona – Zigoto- que no está en ellos. Cinco artículos subrayan la importancia del nacimiento. La ficción de la ley urde lo humano y llama a ser “concientes”. El hipotético “como si” del Código Civil parece tramar un pacto perverso entre la defensa y la condena del aborto legal.
¿Por qué tanta insistencia en negar el embarazo? A esta pregunta acerca de por qué en el debate sobre el aborto la mujer embarazada queda soslayada, la autora arriesga una hipótesis: el embarazo pone en riesgo la categoría de individuo. Pensarlo implicaría una crítica a este concepto –individuo- básico del liberalismo en el que vivimos inmersos.
El enunciado la vida es sagrada disimula un condicional: la vida debería ser sagrada. Muestra cuán frágil es la vida para que se plantee un enunciado que se demuestra más como un precepto que como una realidad natural. El enunciado apela al principio o dogma de la sacralidad de la vida ante los atropellos e injusticias que la vida sufre por los desatinos de la humanidad. La frase puede ser leída a la luz del apartado siguiente, El órgano de la ética, donde la cuestión pasa a ser qué se entiende por vida. La ley actual condena la vida de las mujeres que abortan, por sobreponer a ellas el valor de la vida potencial. Y es un error, sostiene Klein, convertir la discusión sobre la libertad de las mujeres en una discusión sobre la sacralidad de la vida potencial. El error, esa conversión, condena la libertad individual de la mujer (embarazada). Y agrega que es en cuanto a la libertad de las mujeres que “el feminismo ha cambiado el mapa político-social y la existencia concreta de millones de mujeres (…) Él no exige nada que no pudiera aceptar un (honesto) liberal”.
¿Es libre quien habla un discurso, aun si éste proclama libertad? ¿Es libre quien habla? Ciertas derrotas son tan fuertes que no dejan pensar en las entrelíneas más o menos evidentes que podrían llevar a una dimensión crítica, tal vez la única manera de salir de la impotencia. Klein refiere lo antedicho con una cita a Tununa Mercado en el apartado El aborto y el Código Penal. En una sociedad en la que la primera defensa parece ser el “derecho a”, quizás sería preferible hablar de derechos contrareproductivos o contraceptivos. Si la facultad de procrear es una cuestión de Estado, y el control del Estado sobre la reproducción inhibe ciertas intervenciones sobre el propio cuerpo, ¿por qué no ver que ese poder, en nuestra democracia capitalista, implica para algunos un negocio (es claro en el caso de la reproducción asistida) que es, entre otras cosas, lo que torna al aborto una pieza clave del ajedrez político de muchas naciones?
Simone de Beauvoir es citada como la iniciadora del fuego que años más tarde tirara abajo “el mito de las barreras naturales”. Valiosa en su equivocidad, la frase “la libertad de las mujeres comienza por el vientre” (El segundo sexo) le hace decir a la autora que más profundo que el impedimento de elegir libremente es la dificultad de saber qué elegir, o incluso cómo llegar a ser lo bastante libre como para planteárselo.
En el plano de los derechos humanos, el libro recuerda que la entrada de la Vida entre los derechos humanos no fue un triunfo sino un mea culpa; luego de la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas declararon que la vida también es un derecho humano. Así, el individuo quedaría amparado de los abusos del Estado, en el mismo momento en que la aparición del derecho humano a la vida delataba el fracaso de la democracia. Los derechos humanos nacen como el último bastión de los perseguidos e inferiorizados por la ley. Por esto Klein dice que la doctrina de los derechos humanos es la ficción ciega de la modernidad. Hoy, es la doctrina que se hace extensiva a cualquier situación: se clama por el derecho a decidir, el derecho a opinar, el derecho a pensar, etc. El ‘derecho a decidir’ no existe, sentencia Klein. Se decide, se actúa, y eso implica un compromiso y la responsabilidad de quien ha actuado. Una decisión no necesariamente es producto de un razonamiento, pero siempre implica una encrucijada ética. “El deseo no se parece a la voluntad, pero la voluntad que se juega en el aborto tiene más que ver con el deseo que con la racionalidad invocada como fundamento para el aborto legal”. Habiendo mujeres que deciden abortar, la cuestión que se plantea no es la del derecho a hacerlo, sino la de la posibilidad de legalizar esa acción, de circunscribir esa voluntad en la ley que hoy tiene al asunto entre líneas.
El extenso capítulo El aborto y la Iglesia Católica se inicia planteando una verdad: la cuestión del aborto parece haberse convertido para la Iglesia Católica en un asunto de supervivencia institucional. Fornicar y matar son dos verbos que acompañan la historia del aborto. Es cierto que la Iglesia siempre prohibió el aborto, pero hasta 1869 no lo prohibió en consideración de la Vida –embrionaria- sino como pecado sexual. Fornicar, “tener comercio carnal con prostituta” (Corominas) o “tener alguien trato sexual con persona con la que no está casado” (María Moliner) es introducido en la moral cristiana por San Pablo. Como pecado, era un elemento ajeno tanto al antiguo Testamento como a las enseñanzas de Jesús. Las prácticas sexuales irregulares como pecados contra el propio cuerpo y contra Dios, y el sexo extramarital como nuevo pecado, son remediados por Pablo con la instauración del matrimonio, recomendado como mal menor ante el pecado de la fornicación. Mejor casarse que quemarse (I Corintios 7:9)… Porque es mucho más tolerable ser bígama que ramera, dice en su diálogo con Jerónimo en la Carta a Geruquia. Como el matrimonio disminuye la atención a Dios, antes que casarse es preferible servir completamente a Dios, pero antes que fornicar es preferible tener sexo conyugal. De aquí surgió un nuevo valor, la virginidad (ausente en el mundo antiguo y también en el de Jesús), que se convirtió en ideal supremo e influyó en la moral. La autora comprueba que es imposible hallar en las Sagradas Escrituras una frase que condene el aborto. “Mientras la Biblia hebrea no hace del aborto un problema moral y lo pone como preferible a vivir mal, la Biblia cristiana ni lo menciona, no corrige el Viejo Testamento.” Hasta los descubrimientos embriológicos del siglo XVIII primaba la tesis griega de la “animación retardada”, según la cual la infusión del alma en el cuerpo sucede en algún momento entre la concepción y el nacimiento. Entre griegos y romanos, ni siquiera los hijos nacidos tenían derecho a la vida, estaban a merced de la voluntad del pater familiae (padre de familia; etimología de familia: conjunto de esclavos). Limitar la población y regular la demografía eran dos ideales sostenidos tanto por Platón como por Aristóteles, que los llevaron no solo a admitir sino a recomendar el aborto. Fue recién en 1869 cuando la Iglesia –con Pío XI- aceptó las verdades de la ciencia, otorgando un alma al embrión en su propio germen. Hasta ese momento el aborto no fue condenado, a menos que acusara de otro pecado (peor que el homicidio): la fornicación.
De lo anterior se deduce que la condena del aborto por parte de la Iglesia de hoy no es una condena religiosa. El “derecho a la vida” que invoca a favor del embrión se sustenta en los principios científicos de la biología y en los principios democráticos de la política, y precisamente porque así se apela a problemas que quieren desentenderse de prejuicios o creencias religiosas… “lo único que queda claro es que Dios (allí) está ausente.”
Respecto al Código Penal, sabemos que la reciente modificación sigue condenando a prisión a quien causare un aborto en una mujer y a la mujer que lo consienta –aunque el Art. 88 aclare que la tentativa de la mujer no es punible-. Sin embargo, queda claro en el Código que abortar no es matar a otro, y si bien es considerado un delito contra la vida, el aborto se aleja del homicidio. Para el Código, entonces, el embrión es persona pero no es otro, y abortar no es matar. El Código Penal parece servirse de la Ley del Talión, la primera forma de Justicia fundada en la venganza pública, cuya alusión al aborto en el Antiguo Testamento es la siguiente: al que causare (en una riña de hombres) un golpe a la mujer encinta y provocare la expulsión de la criatura, se le multará conforme a lo que imponga el marido de la mujer. Pero si causare desastre –herida o muerte de la mujer- el castigo consistirá en sufrir el mismo daño que causó: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, etc. Como en la riña de hombres del Antiguo Testamento en que se pasa por alto que un aborto implica un traumatismo físico para ella, hoy también la mujer es eclipsada en su ocasional voluntad. “La mujer que aborta es tan fantasma en la visión bíblica como en la contemporánea. La diferencia es que en la primera el damnificado era el padre, y ahora es el hijo. Las mujeres siguen quedando excluidas.”


Laura Klein esgrime, en un párrafo escueto y final, los motivos que hacen valer la lucha por la legalización del aborto: las mujeres ejercen un poder al que no tienen derecho; tienen el poder de infringir la ley. La garantía de la ley para el ejercicio de las libertades individuales no existe más que por un contenido concreto que no proviene de la ley sino de las costumbres. Quienes rechazan la fuerza de las mujeres en la lucha niegan la parte que ellas tienen en la experiencia, desconocen ese poder como si fuera peligroso. Y lo es.
Este libro es una referencia fundamental en el tema, un ensayo que indaga fundamentos. Además de experta, Laura Klein es una voz imprescindible. La seriedad, compromiso y lucidez que demuestra en su trabajo hacen de este libro uno que hay que leer si se quiere saber algo más sobre el problema del aborto, más allá de portar el pañuelo.


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LA SOLEDAD DEL LECTOR, David Markson, ed. La bestia equilátera, Buenos Aires, 2018. Trad. Laura Wittner.

Por MAXIMILIANO FABI (Miembro del Centro Descartes)


El analizante habla, hace poesía, mientras que el analista corta".
Jacques-Alain Miller, Momento de concluir.

Como diría Kant, el hombre de genio inventa, y el hombre de gusto es el que entiende las reglas del invento del otro".
Germán García, Palabras de ocasión.

La costumbre -largo ha suspendida- de invitar amigos y amigas a ver películas a mi casa, me ha enseñado que a pesar de haber recibido el V premio Barcelona de Cine a la mejor dirección novel y mejor película en catalán, Honor de cavalleria, de Albert Serra, suele provocar urticaria en sus espectadores. Se trata de una versión libre del Quijote que hace a muchos preguntarse, irritados, dónde está ahí El Quijote; dónde la historia -algo-, la narración de Cervantes... más allá de la evidente fisonomía quijotesca que reconocemos en Lluís Carbó.
Sin embargo (no pido a nadie que me crea), puedo asegurar que si uno se abandona realmente a las casi dos horas de Honor de cavalleria (esto quiere decir: si uno se entrega al extraño placer de aburrirse), verá de pronto ocurrir algo llamativo: en algún momento, sin que pueda decirse bien cuándo, comenzará a ver allí ya no un sinsentido sino la Mancha; la Mancha, pero sin la locura del Quijote (sin sus ojos), y entonces no podrá saber ya si es que realmente no hay nada ahí de Cervantes, o si es que se trata más bien de la materia prima con la que trabajó un día Cervantes: eso que se sustrae a nuestra mirada en la propia mirada del Quijote, y que Cervantes -con gesto magistral, como Velázquez en Las meninas- supo incitarnos a en-vidiar.
En La soledad del lector, de David Markson, vuelve a acontecer ese arte: ¿Una novela de referencias y alusiones intelectuales -pregunta Markson-, pero sin casi nada de novela?"1 ¿Una novela without novela, entonces? ¿Un acontecimiento del lenguaje? Si pensamos en que ya Heidegger nos ha mandado a buscar la jarra a la nada de jarra -es decir: al agujero; ahí donde hay una jarra sin casi nada de ella-, entonces parecería que sí: un acontecimiento del lenguaje... Una historia cuya trama sólo puede leerse en los espacios vacíos del entramado, tal y como se imagina la piel entre las transparencias del encaje, o bien un paisaje, más allá de los húmedos brillos que la madrugada refleja en una telaraña.
Hay que ser realmente insomne para imaginar en la ciudad de orígenes algo por el estilo, sin pensar en una araña como autora del texto..."2, escribía Germán García en Perdido, quizás en 1985. Varios años antes, Jacques Lacan había afirmado que el aparato del lenguaje está en alguna parte sobre el cerebro como una araña."3
You are no a de wrider -leemos en una de las páginas de Markson-, you are de espider, and we shoota de spiders in Mejico" (p 74). Pero no sólo en Mejico... sino ahí mismo en todo lugar donde el ingenio del inconsciente inventa algo, y no encuentra a nadie capaz -ni deseoso- de gustarlo.


(La soledad del lector, de David Markson, fue presentado el martes 26 de marzo de 2019 en el espacio de “Lecturas críticas" del CENTRO DESCARTES.)
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1 David Markson, La soledad del lector, ed. La bestia equilátera, Bs. As., 2018. Trad. Laura Wittner, p. 88. La cursiva es mía.
2 Germán García, Perdido, ed. Montesinos, Barcelona, 1987, p. 236.
3 Jacques Lacan, Mi enseñanza, ed. Paidós, Bs. As., 2006. Trad. Nora A. González, p. 49.


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CARTA DE LECTORES

Por JULIO RIVEROS (Alumno del Programa Estudios Analíticos Integrales del Centro Descartes)


¿QUÉ LEE UN ANALISTA?


Un rancho para leer en el medio de la llanura. A solas. Suena más drástico que la biblioteca borgeana.
En el desierto, del otro lado de la frontera, entre los indios, un lector […] lee el Facundo y revive en ese libro, quizá, la experiencia y el sentido del mundo que ha dejado.”
Ricardo Piglia

Lacan inventa los 4 discursos al ras de la experiencia analítica. Ninguna trascendencia en juego. Sigue la huella de Freud, lo anticipa en su escrito De nuestros antecedentes, donde indica que la operación freudiana retomada en el retorno a Freud se ubica en el futuro anterior, es decir, Freud se habrá adelantado, dice Lacan, a la inserción del inconsciente en el lenguaje. Ahí Lacan habla del psicoanálisis al revés. A propósito remito al artículo de Miller en Dispar11, El Menón y el anticipo de la última enseñanza de Lacan donde sitúa como imposible la aitías logismos, el razonamiento que explicaría la eficacia de la interpretación analítica. Esta tesis está en Lacan en el Seminario II y según Miller se desarrolla en la última enseñanza. Esa eficacia, infundada en una razón última, platónica o kantiana, se sigue por vía de una orthodoxia, como sostiene Miller. El saber amortigua la verdad que irrumpe al modo de un flash. El saber ortodoxo vela la irrupción de la verdad al modo del error. Y eso es lo que conforma el Kern de la experiencia analítica, ese encuentro contingente con el error, trae un Drang que excede el lenguaje. “La fuente del saber no está en el saber" (Miller). La verdad está por fuera, hay que mantener esta distancia. La verdad no se deriva del saber y el saber no explica la interpretación.
Cómo dilucidar la eficacia de la interpretación desde una lógica binaria. Conjeturo una causa: la misma es que ese logismós, está en la lengua misma, una lógica no derivada de ninguna trascendencia, su fundamento es práctico. En la experiencia analítica no se trata de ninguna trascendencia ni doctrina del ser. Un análisis es lo que se dice en un psicoanálisis.
El saber es preexistente pero no está en un mundo de ideas platónico, es un saber sedimentado, que funciona como marcas de un legado visto y oído. El S1 opera como una inserción. Clínicamente esto es muy preciso. El S1 es una función que va siendo recortada, delimitada, cada vez en el curso de un análisis. Si el Saber en juego en el discurso del Amo [S1->S2] es previo, ¿qué tiene que ver la repetición en este esquema? La repetición de la que habla Freud no en Recordar, repetir y reelaborar sino en Más allá del principio del placer, cuando ya estableció la pulsión de muerte.
Cuando decimos que un analista sitúa lo que se repite, ¿cómo entendemos eso? ¿Qué lee un analista? Lo que se repite son posiciones de goce, marcas donde se juega algo del orden de una satisfacción ignorada. Por tanto, el índice clínico para situar un S1 es la repetición. Esto diferencia la experiencia analítica de las neurociencias, psicoterapias o cualquier otra corriente que se arrogue la “nueva razón del mundo”.
Nuestra operación va orientada hacia lo real de la satisfacción pulsional y como dice Miller en Sutilezas, extrayendo placer del sinthome. En consecuencia y para concluir, un analista es el lector de la letra del síntoma de cada Uno.


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