BREVES 25-LECTURAS COMENTADAS-NOVIEMBRE 2019-BIBLIOTECA DEL CENTRO DESCARTES








                                                                                                                                                                                                   

BREVES 25
                                                                                                 


Noviembre 2019
                                                                                                 

En este número:
Irene Agoff
Luis Diego Fernández
Leonor Curti
Julio Riveros
Beatriz Gez
                                                                                                 




Nota editorial

En este número publicamos una versión del texto que Irene Agoff expusiera en la Fundación Descartes en junio, cuando se presentó Elogio de la traducción de Barbara Cassin. Agoff da algunas precisiones sobre la traducción de este libro, que estuvo a su cargo. También brinda pasajes sobre el oficio de la traducción en sí mismo y sobre la particularidad del arte de traducir cuando se trata con autores como Jacques Lacan.
Publicamos, también, el texto breve de Luis Diego Fernández sobre La máscara Foucault, que en ocasión de la presentación del libro de Tomás Abraham se acompañara de una conversación acerca de las posiciones de Foucault respecto al psicoanálisis, o más bien, acerca de las interpretaciones que han suscitado los pasajes en que Foucault menciona al psicoanálisis.
Del ciclo Lecturas Críticas también hay fragmentos de la presentación que hiciera Leonor Curti de Mona, la novela de Pola Oloixarac.
Además, hay un texto de Julio Riveros sobre la 28 ͣ Conferencia de introducción al psicoanálisis de Freud, La terapia analítica, de acuerdo a su intervención en una de las clases que Elena Levy Yeyati diera este año para el programa Lacan-Freud, Idas y vueltas.
Próximos a la segunda edición de Para otra cosa. El psicoanálisis entre las vanguardias, contamos también con una reseña que Beatriz Gez hiciera del libro en 2012, año siguiente al de su primera edición.


Carolina Saylancioglu





















Consideraciones sobre Elogio de la traducción, de Barbara Cassin

por Irene Agoff (traductora, escritora).


En el año 2017 tuve la oportunidad de traducir algunas entradas del monumental Diccionario de los intraducibles, tarea que me enfrentó con un abordaje de la traducción que me resultó al principio poco más o menos que incomprensible. Resultaba muy difícil desentrañar su “lógica”. ¿Qué tipo de “orden” había regido la elección de sus contenidos? El elemento que los reunía, ¿iba más allá de su preestablecida “intraducibilidad”? Tras décadas de traducir libros de lengua francesa y de enfrentarme con esa especie de agujero negro que representaba el concepto de “lo intraducible”, el trabajo sobre el Diccionario parecía no hacer otra cosa que complejizar hasta el infinito su propia definición.
Todo ello hasta que, en 2018, se me encargó la traducción de Elogio de la traducción, de Barbara Cassin.

Las teorizaciones innovadoras sobre la práctica de la traducción atribuidas clásicamente a Freiedrich Schleiermacher, Walter Benjamin, Umberto Eco, Henri Meschonic, Antoine Berman y seguramente otros, aun reivindicadas puntualmente por Barbara Cassin, venían a mostrarse insuficientes por el simple hecho de que, con su libro, se insinuaba tras ellas una cara oculta cuya existencia ellas mismas, y otro tanto sus lectores, ignoraban. Es verdad que nunca habían aspirado a la condición de verdad última –salvo, quizás, la postulación de un lenguaje puro universal por parte de Benjamin-, sólo que ahora dejaban ver un carácter precario, lateral. Me atrevo a insinuar: les faltaba más filosofía.
A los autores que mencioné les faltaba más filosofía para conseguir, gracias a Derrida, por ejemplo, saltar la barrera de la comprensión lineal e ingresar en una distinta galaxia de lectura en la cual, con la deconstrucción, el continente conocido de las palabras se agrieta abriéndose a derivas inesperadas y extrañas. Se trata del mismo Derrida cuyo “más de una lengua” pasa a ser, para Barbara Cassin, “condición trascendental de la humanidad del hombre”. Posición opuesta a la de los griegos, para quienes, logos mediante, lo que hablaban los bárbaros era puro bla-bla-bla inentendible. No obstante, Cassin coincide con Heidegger en resaltar el hecho extraordinario de que la lengua griega “filosofa” ella misma.
En otro aspecto, pese a reprocharle su “nacionalismo lingüístico”, esto no es óbice para que tenga a Heidegger por “uno de los más grandes filósofos de su siglo”, agradeciéndole haber enseñado que traducir “es ‘desplegar la propia lengua haciéndola dialogar con la lengua extranjera’”. Sobre este fondo, Cassin introduce a su vez otro tipo de nacionalismo que ella llama “ontológico”, referido al griego y el alemán (y eventualmente a otras lenguas). Esta referencia al “nacionalismo ontológico” involucra a cuantos traductores y pensadores sobre la traducción ha dado la historia de la cultura. Empezando por los griegos y su logos, que, nos precisa Barbara Cassin, los latinos tradujeron por dos términos: “razón y discurso”. Logos, razón y discurso siempre anhelantes de una inalcanzable aproximación al “ser”. La lengua como herramienta, como medio de comunicación, como transmisora de verdades en sí. “De los presocráticos a Heidegger –dice Cassin la gran tradición filosófica, para la que yo retengo el nombre de ontología, tiene al Ser por punto de partida.”

En términos generales, la traducción de Elogio de la traducción no me opuso mayores dificultades. La escritura de Barbara Cassin es llana, por momentos coloquial. Desprovista de artificios retóricos o de subordinadas infinitas. Ahora bien, hubo dos casos de su libro que me colocaron ante algunos de los peores intraducibles con que puede toparse un traductor.
El primero refiere a aquellas formulaciones en las que la autora hace valer de manera patente la fuerza de la gramática sobre la semántica. No se trata de una situación habitual en la práctica del traductor pero, cuando aparece, el ánimo de éste pasa a estar dominado por la desesperación, palabra que también utiliza Cassin al tratar este punto. El libro despliega extensamente un caso en el que la autora pone explícitamente en juego la potencia significante de la gramática. Se trata de un sintagma griego contenido en el Tratado del no ser, de Gorgias, uno de los mayores sofistas que dio la historia de la filosofía. Se trata de: To mê on esti mê on. Barbara Cassin la vierte al francés por “Le non-étant est non-étant”. De manera necesariamente literal, nosotros traducimos, en castellano: “El no-siendo es no-siendo”.
La autora despliega a continuación un minucioso análisis gramatical del que destacaremos sólo un punto: cuando un participio griego (o francés) va precedido por un artículo, en este caso el griego to y el francés le, dicho participio se transforma en sustantivo.[1] Cassin va a demostrar entonces que el “no-siendo” del sujeto gramatical es un sustantivo pues va precedido por un artículo (“to mê on”), y en cambio el “no-siendo” (“mê on”) del objeto es un participio. Pese al “es”, griego “esti”, de la fórmula de Gorgias, el sujeto gramatical de la frase no es idéntico al predicado.
Debo decir que todo este extenso y denso desarrollo en la obra se justifica no sólo por poner de manifiesto la acción de la gramática sobre la semántica, sino también por la siguiente conclusión de Barbara Cassin a su respecto: “Es harto evidente que textos de este tipo son la cruz del traductor.” Más adelante, dice incluso que proseguirá con este ejemplo “llorando como un traductor”.
El caso de “to mê on esti mê on no sólo es importante por evidenciar la potencia significante de la gramática. Para Barbara Cassin es también una desmentida del principio de identidad. Éste es uno de los muchos lugares del libro en los que la crítica al aristotelismo se muestra implacable. Justamente, “principio de identidad” y “principio de no contradicción”, tan caros al pensamiento aristotélico, son blancos predilectos del sofista.[2] No es verdad que las lenguas se rijan por estos principios, diría éste, sino al revés. Las lenguas son precisamente “integral de equívocos”,[3] como dice Lacan en L’étourdit. La existencia de la homonimia, mal radical del lenguaje para Aristóteles, no puede sino espantar a los traductores. Cabe recordar los no pocos errores a que dieron lugar las “homonimias” entre lenguas -que no son pocas entre el francés y el español- en quienes, con experiencia insuficiente, aceptábamos el desafío de traducir a Lacan. Peor aún era el caso de los equívocos, cuya existencia en la definición misma de una lengua nos ofrece Barbara Cassin: “Una lengua difiere de otra y se singulariza por sus equívocos.” Para añadir luego: “La diversidad de las lenguas se deja aprehender por esos síntomas que son las homonimias semánticas y sintácticas.”
A las homonimias y los equívocos agrego por mi parte otra, contenida nada menos que en la magistral definición de los intraducibles por parte de la autora: “Los intraducibles son síntomas, semánticos y/o sintácticos, de la diferencia entre las lenguas, no lo que no se traduce, sino lo que no cesa de (no) traducirse.”[4]
El segundo caso de intraducibilidad que debí afrontar en mi trabajo con este libro se resume nada menos que en su subtítulo: “Complicar el universal”, sintagma que adquiere, con el correr del texto, una importancia central. En un principio escribí “lo” universal, en vez de “el”. Casi necesité leer la obra hasta el final para apreciar el alcance del error, pues ponía en juego una cuestión gramatical y conceptual que no debía soslayarse, sobre todo porque la lengua francesa no posee el artículo neutro “lo”. En español, el empleo de uno u otro artículo ante un sustantivo modifica el sentido de éste, ejemplo notable del mencionado poder de la gramática sobre la semántica.

El deseo de llevar las teorizaciones de Barbara Cassin al terreno de una práctica específica que concierne a los psicoanalistas, vale decir, la traducción de los Escritos y Seminarios de Lacan, me recuerda algunos interrogantes que me planteé en su momento y que considero oportuno reproducir ahora.
Me preguntaba, por ejemplo, cuántas palabras del castellano se necesitarían para traducir manque-à-être sujet-supposé-savoir. Asimismo, ¿cómo dar cuenta de Je sin agregarlo entre corchetes después de «yo», en los casos en que se corresponden? ¿Qué quiere decir exactamente pousse-à-la-femme? ¿Cómo decirlo en castellano? ¿Cómo admitir la imposibilidad de asignar para trait unaire una expresión única? Trait es un término que posee bastantes más elementos sémicos que en castellano, y no se presta a la inmovilidad de una fórmula. ¿Y qué hacer con plus-de-jouir? ¿Cómo traducirlo, exactamente? Porque plus-de-jouir quiere decir también, y yo diría que sobre todo, «basta de gozar», «punto al goce», «no hay más goce», y en esto la medida fálica, adueñándose de la escena, viene a aliviar la tensión insostenible: para el traductor, es cuestión de saber que trabaja a pura pérdida, que la distancia entre el original y su texto es insalvable. Lo mismo en cuanto al rapport de il n’y a pas de rapport sexuel, para el que se han propuesto distintas soluciones en español. En cuanto a los neologismos y juegos de palabras de Lacan, ¿son todos del mismo orden? Sin ir más lejos, los títulos de algunos seminarios: Encore, Les non-dupes errent, Le sinthome, L’insu que sait… ¿Estamos frente a “intraducibles”? ¿En todos los casos?

Para concluir, me referiré a una cita fallida del Elogio, anónima, que se incluyó on line con motivo de una actividad llevada a cabo en la última Feria del Libro de Buenos Aires y referida a la versión española del Diccionario de los intraducibles. Se vierte allí del siguiente modo la definición de los intraducibles transcripta párrafos atrás: “Los intraducibles son síntomas, semánticos y/o sintácticos, de la diferencia entre las lenguas, no lo que no se traduce, sino lo que no deja de traducirse.” Es manifiesto que la fórmula de Barbara Cassin está tomada de la teorización lacaniana de lo imposible, referida a lo que “no cesa de no escribirse”. En vez de lo que “no cesa”, el texto al que aludo dice “no deja”, y agrega, para colmo, “no deja de traducirse”. Se introducen así dos cambios: del verbo “cesar” por “dejar” y la omisión del segundo “no”. Puede conjeturarse que el cambio de verbo respondió a la intención de acudir a un uso más coloquial de la lengua española, donde “dejar de” vendría a suavizar la afirmación de Lacan inyectándole un matiz quizá empático o sentimental, pero imprimiéndole una ambigüedad que no tiene: no es lo mismo “no ‘dejar’ de no traducirse que “no ‘cesar’” de no hacerlo. El verbo “cesar” pone de manifiesto esa insistencia de lo real que constituye una de sus características implacables. Barbara Cassin, quien supo leer a Lacan como pocos, utiliza el apotegma a su modo en relación con la traducción. A su modo, pues escribe el último “no” entre paréntesis, deslizando así el equívoco en la definición de lo intraducible: habría entonces casos en los que sí se traduce, circunstancia que pone en extraordinaria evidencia aquella “vacilante equivocidad del mundo” que Barbara Cassin toma de Hanna Arendt,[5] “vacilante equivocidad” en la que las lenguas viven, padecen y gozan.


La máscara Foucault, Tomás Abraham, Paidós, 2019.

Histerias y placeres

por Luis Diego Fernández (Doctor en filosofía, docente en la Universidad Torcuato Di Tella e investigador del ineo).

En La máscara Foucault Tomás Abraham realiza una reconstrucción de la figura de Michel Foucault desde cuatro perspectivas: su intimidad, su modo de ejercer la filosofía, sus batallas y su recepción en la Argentina. Estas miradas comparten el atributo que define que “Foucault no es un filósofo crepuscular y sombrío como muchos de sus adherentes”.
   En su recorrido por las anécdotas biográficas y al interior de su departamento de la calle Vaugirard Abraham confronta cinco testimonios: James Miller, David Halperin, Hervé Guibert, Mathieu Lindon y Thierry Voeltzel. El autor desmenuza sus vínculos amistosos, sus placeres sexuales (homoeróticos, sadomasoquistas), gastronómicos, su experimentación con drogas, sus viajes a California, su infancia en Poitiers, dando cuenta de la integridad del filósofo francés, de la discreción al mismo tiempo que la honestidad en sus búsquedas epistémicas consistente con su estilo de existencia. Para Abraham, Foucault es un filósofo motivado por el placer e incluso un filósofo histérico, calificación que el pensador asumía. Podríamos decir que la hipótesis de lectura de Abraham se asienta en este distanciamiento “histérico” que a Foucault “le permite congelar la brecha que lo mantiene intacto, hará lo imposible para no ser identificado. Pondrá todo su arsenal para combatir la presión de las autoridades, que le reclaman que diga quién es y cuál es la verdad de su quehacer”.
   La definición de intelectual específico en Foucault aparece en la lectura de Abraham de la mano del ejemplo del físico atómico Robert Oppenheimer, también en las querellas con los historiadores y filósofos de la historia, como Carlo Ginzburg, Reinhart Koselleck y en especial en el caso de Paul Veyne, amigo de Foucault e investigador especializado en filosofía estoica a quién Abraham aprecia de modo significativo. Del mismo modo, la inserción entre lacanianos y antipsiquiatras ocupa un espacio importante en el recorrido de Abraham quién no deja de ser crítico con el filósofo francés al tratar su debate con antipsiquiatras ingleses en relación al tema de la pedofilia.
   En las aproximaciones biopolíticas que cierran el libro con una lectura de estos conceptos aplicados a la historia y actualidad argentina, Abraham fija su posición crítica de los intérpretes de Foucault que reducen al concepto de biopolítica a la tanapolítica y los genocidios, al plantear que “Foucault habla de un hacer vivir y dejar morir. Si hubiera querido remitir sus estudios de biopolítica únicamente a la función soberana de ejercer el derecho de matar a todo aquel que desafíe o desobedezca el poder regente, era suficiente con el hacer morir”. De este modo, Abraham se desmarca de las lecturas de Giorgio Agamben y otros intérpretes argentinos de Foucault (como el caso de Luis García Fanlo, que toma de ejemplo) que solo consideran negativamente la acción biopolítica y no en tanto estrategia de administración de la población que no tiene en sí misma un elemento valorativo en clave negativa.
   De acuerdo a Abraham la filosofía de Foucault es una escritura. No hay ideas ni conceptos foucaultianos, no hay militantismo ni ideología, se trata de un filósofo escéptico nihilista de temple libertario, guerrero e hiperactivo, un escultor de verdades plurinominales. El Foucault de Tomás Abraham no es tanático, ni paranoide, ni un obseso del poder, por el contrario, se trata de un filósofo íntegro y riguroso, al mismo tiempo que ligero y hedonista.
  

Mona, Pola Oloixarac, Random House, 2019.

por Leonor Curti (Miembro del Centro Descartes)

Me puso muy contenta recibir la invitación para participar en el ciclo de Lecturas Críticas. Es un ámbito de discurso dentro del Centro Descartes que amo especialmente.
No pierdo de vista que es la primera vez que hablo en calidad de presentadora desde fines de diciembre del año pasado. Todos podemos situarnos en la coyuntura de aquel momento sin más palabras. De modo que es insoslayable comentar que leí por primera vez a Pola Oloixarac por sugerencia de Germán García, que sabía de mi amor y mi pasión por la escritura y la lectura. En ese caso fue Las teorías salvajes la recomendación en cuestión.
(…) Leí Las Teorías Salvajes con interés y disfruté de una prosa diferente, incisiva, polémica, atrevida, que se metía con el universo intelectual de la ciudad de Buenos Aires, a través de un manejo literario de la ironía que me llamó la atención.
Fui hacia Mona, entonces, con el recuerdo de Germán y de su recomendación primera y con la confianza anticipada de que podría volver a encontrarme con una lectura interesante. (…)

congratulations! the world is yours, your body is not. ¡felicitaciones! el mundo es tuyo, tu cuerpo no

¿Qué es Mona?
Mona es una crítica despiadada al universo de la literatura y de los premios literarios, a los usos de goce del lenguaje, a las universidades norteamericanas y a las democracias light de Occidente, principalmente amenazadas por las migraciones desde el mundo árabe pero por encima de todo, por la falsedad de su impulso integrador de la diferencia por medio del cálculo, de un algoritmo.

El marketing y el branding están a punto de fagocitarse las voces de la producción literaria en todo el mundo: los candidatos a ganar el prestigioso Premio Basske-Wortz, en Suecia, son invitados a reunirse con alguna anticipación a la entrega del premio, en una suerte de outing pseudo- amistoso, para confraternizar. Entre los finalistas está Mona, joven y exitosa debutante en el arte de la novela, con un primer éxito editorial y una segunda novela que se resiste a ser terminada.  Querría obtener el cuantioso premio de 200 mil dólares para irse a vivir al Amazonas, gastando por el resto de sus días, pocos dólares por año.
Emulando los mega encuentros de CEOs de grandes empresas multinacionales, los días transcurrirán en un paisaje bucólico y muy nórdico, entre neurolépticos, alcohol, baños en aguas heladas sin más abrigo que la piel, sesiones de caza, de karaoke, de sexo circunstancial; cundirán el aburrimiento y el agotamiento por el enorme esfuerzo de los participantes invitados y los organizadores para que todo esté perfecto, y por encima de todo, por el esfuerzo de que no se note cuánto esfuerzo les demanda a la mayoría de los asistentes, sostener y sostenerse en la escena del éxito y del reconocimiento.
A su vez, la tecnología de los múltiples gadgets estará omnipresente en misteriosos mensajes de un tal Antonio que Mona ignorará con determinación; en modos audiovisuales de mantener sexo sin ningún otro cuerpo más que el propio; en la amenaza de la creación de una inteligencia artificial literaria; en el networking como sinónimo de socialización. Google será postulado por uno de los participantes como la contranovela de la novela humana que puede visualizar la vida entera de los usuarios así como configurar sus deseos y sus limitaciones a futuro. Nuevo modelo narrativo cuyo poder inmenso, en el fondo, busca el control y la vigilancia. Todos sin excepción reducidos a ser niños estupefactos ante la seducción de las máquinas.
Mona viaja a Estocolmo, con su glamour de “animalito en extinción”; como una sirena que no se halla en las aguas en las que está sumergida pero que no encuentra las suyas. El mundo occidental, las universidades americanas y el outing son expresiones diversas  de un mismo modelo: el de los zoológicos clásicos, valorados en relación con la diversidad que exponían. La ethnicity de las personas es un valor en alza, y es imprescindible que la muestra sea lo bastante amplia para ser políticamente correcta. De allí que Mona podrá hacer una carrera más que interesante sólo siendo ella misma: mujer, hispana, inca. Se autodeclara persona de color en el corazón de Silicon Valley, en la Universidad de Stanford, cuando nunca antes había tenido registro de que fuera tal cosa. La ironía del texto llega a plantear que hubiera sido ideal que además, presentara algún tipo de discapacidad física para que el cuadro estuviera completo.
Esa es la historia más evidente que se cuenta.
Pero falta la segunda historia, como diría Piglia, en su tesis sobre el cuento.

¿Cuánto duran los moretones en el cuerpo?

La segunda historia es la que se va construyendo con lo silenciado, con lo evitado; con el manejo corrosivo de la ironía que recae sobre los rasgos que diferencian a Mona Tarrile-Byrne: desde lo más evidente a lo menos: es mujer, no es blanca, es peruana, inca y su lengua es el español, aunque estudie en Silicon Valley. Sobre esos rasgos, que paradójicamente la tornan, por un proceso de sospechosa discriminación positiva, un elemento tan interesante en el campus y un índice de la amplitud de criterio en su entorno universitario durante la era Trump, sobre esos rasgos decía, recaerá la ironía lacerante que hace sospechar al lector que algo inasimilable está retornando sobre el cuerpo, la mente y la subjetividad de Mona.
Una mancha violeta en su cuello es la primera evidencia de lo que irrumpe y que Mona no logra interpretar ni registrar del todo. Una pesadilla que fusiona un gran caudal de aguas negras con animales muertos y la noticia de una niña de 12 años, Sandrita, desaparecida en Rímac, barrio peligroso de la ciudad de Lima, irán tejiendo un manto de horror, estupor y dolor para Mona.  El cuerpo y la mente transcurrirán el tiempo narcotizados o alcoholizados.
Estallidos de llanto sin motivo aparente, manifestaciones del dolor no subjetivado aún, se sumarán a un acontecimiento natural tan arrasador como inconcebible; una alegoría de Jörmungander, bestia mitológica que vendría para vengar las múltiples muertes presagiadas durante el siglo XX (el arte, la historia, la novela), será la clave que proveerá a Mona, en el mejor de los casos, de la segunda escena necesaria para que el trauma devenga síntoma, y el dolor sordo que ha marcado su cuerpo pueda subjetivarse. También será fundamental el encuentro con Sven, un escritor alpino de no ficción. Con él hablará por primera vez en el transcurso del meeting, del amor a las palabras e inevitablemente, de palabras de amor, sutiles, etéreas pero suficientemente auténticas para rescatarla de su olvido y del dolor inasimilable que éste le produjo.

Mona es una novela crítica de los procesos de homogenización y mercantilización que avanzan sobre los discursos, sean éstos culturales, literarios, históricos, de género, etc. En sacrificio de lo más particular de cada uno, el decir propio se ve reducido a una caricatura de la integración del diferente igualado a la exoticidad, al freaky, a una rareza digna de un zoológico. No obstante lo cual, derrocha humor, factor quizás imprescindible para leer determinadas cosas.
(…)
Mona es también una suerte de denuncia de que la contracara feroz de los procesos de homogenización reinantes son la segregación, el odio y el racismo que atacan los cuerpos. La alegoría final propone la salida y también la salvación, por el camino del amor, que por más incipiente, tibio o sutil que parezca convoca una potencia que puede más que el odio más lúcido.
Mona es una propuesta literaria muy updated, ambiciosa e interesante, para aquellos que gusten de sostener a la vez, como decía Scott Fitzgerald, dos ideas contradictorias entre sí, sin paralizarse, de modo que luego de leer, extraigan sus propias conclusiones.

(Se lee completo en leonorcurtilibros.blogspot.com)

















Notas sobre la Conferencia 28 de Freud, La terapia analítica

por Julio Riveros (alumno del Programa Estudios Analíticos Integrales).


Freud pronuncia esta conferencia en 1917. Se ubica en la transición del segundo al tercer momento freudiano, tres años después de la publicación de Recordar, repetir y reelaborar, artículo que  anticipa el giro de 1920 a partir del cual Freud postula que el aparato psíquico no está gobernado por el principio del placer, y lo que va a formalizar como compulsión de repetición, inconsciente libidinal y pulsión de muerte, es decir, la segunda tópica: un Yo cuyo núcleo va a ser el Ello y sometido a sus exigencias, a las del Superyó y a las de la realidad.
Dicho esto, en la Conferencia 28 lo central es la interrogación sobre el estatuto de la transferencia (T) y su vecindad con la sugestión (S). Es en ese sentido que Lacan se preguntaba si el psicoanálisis es o no una estafa.
Las vueltas que Freud da en esta Conferencia se pueden expresar desde el punto de vista lógico, del siguiente modo:

T ^ S: Transferencia y Sugestión.
T v S: Transferencia o Sugestión.
TS: Si hay Transferencia, entonces hay Sugestión.
ST: Si hay Sugestión, entonces hay Transferencia.

Se podría definir la sugestión como el lazo a un significante, un lazo que no va a implicar una elaboración de saber, es decir, que no va a ligar ese significante a la trama fantasmática del sujeto. Esto equivale a la hipnosis, la esencia de la sugestión, una suspensión de la actividad crítica del Yo.
Por otro lado, el saber en juego en la transferencia es un saber supuesto, indica la incidencia de un significante que empuja a la elaboración de saber, es decir un significante cualquiera, dice Lacan, que hace lazo con otro significante, tal como lo introduce en la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela con el matema de la transferencia como sujeto supuesto saber.
¿Qué está primero, la sugestión o la transferencia? Lacan inicia la Proposición con la siguiente aserción: "al comienzo del psicoanálisis está la transferencia"[6]. Pero, al modo freudiano, la sugestión es ineliminable, se trata de una sugestión en relación al significante. Por eso Freud aconseja que el analista no opere desde ese lugar, dado que el dispositivo lo coloca en un lugar de poder en la dirección de la cura.
Entonces, efectivamente hay sugestión, pero al inicio de una cura analítica encontramos la transferencia, es decir, la condición para que se instale el discurso, aun cuando se pueda verificar que haya efectos de sugestión.
Una observación sobre una palabra que usa Freud, superación: el vocablo en alemán que usa Freud es überwinden, es una operación que trasciende la contradicción entre opuestos hacia una instancia de síntesis. Acá Freud se acerca a Hegel, a pesar que años después, en la Conferencia 35, va a decir que la filosofía hegeliana es oscura. El pasaje en cuestión es el siguiente:
“La cura analítica impone a médico y enfermo un difícil trabajo (Arbeit) que es preciso realizar para cancelar (aufhebung) unas resistencias internas. Mediante la superación (Überwindung) de estas, la vida anímica del enfermo se modifica duraderamente, se eleva a un estadio más alto de desarrollo y permanece protegida frente a nuevas posibilidades de enfermar. Este trabajo de superación (Überwindungsarbeit) constituye el logro esencial de la cura analítica; el enfermo tiene que consumarlo, y el médico se lo posibilita mediante el auxilio de la sugestión, que opera en el sentido de una educación. Por eso se ha dicho con acierto que el tratamiento psicoanalítico es una suerte de pos-educación”.[7]

10 de octubre, 2019















Notas sobre el libro de Germán García, Para otra cosa, El psicoanálisis entre las vanguardias

por Beatriz Gez (Miembro del Centro Descartes).

                         Escribo sobre algunas cosas guiado por el hilo                     del psicoanálisis que
                                      (a veces de manera divertida, aunque sea por el grotesco involuntario
    o por el ingenio deliberado, y otras de manera clandestina) ha viajado en el tren de las vanguardias históricas.

Germán García

La frase que utilizo de epígrafe es una indicación explícita del autor respecto de la escritura del libro: …se trata de situar al psicoanálisis entre las vanguardias -y agrega- que convierten la ausencia de institución en una institución eficaz. En este hilo tiene lugar la indicación de Jacques Lacan, en el curso del Seminario RSI, de que al arte debemos tomarlo como modelo, como modelo para otra cosa.
Germán García desarrolla que el malentendido entre el dadaísmo, surrealismo y psicoanálisis, que llega hasta nuestra época, sólo se puede sostener dentro de la noción de vanguardia si nos detenemos en la palabra misma para despertar a su polifonía. Por ello resalta su carácter de metáfora en oposición de aquellos que dan por resuelto lo mismo que ignoran al conformarse con el origen militar de la palabra vanguardia (avant-garde) y desestimar lo que metaforiza en cada caso. El futurismo propone una huída hacia adelante sostenida en las promesas de los avances técnicos y en la destrucción del pasado; el dadaísmo, refractario a la guerra, reduce esa semántica a unos juegos fonemáticos buenos para barrer los escombros que cubren millones de cadáveres; el surrealismo, término inventado por Guillaume Apollinaire, quiere ser el relevo, pero terminará por proponerse demasiado pronto una obra constructiva que se ahogará en los estallidos de la Segunda Guerra. La palabra vanguardia puede adquirir cualquier sentido: de allí también el malentendido presente entre vanguardias políticas y vanguardias artísticas (que a su vez alzaban diferentes banderas ideológicas).
Entre esta polifonía ubica el texto, de 1915, sobre Lo perecedero o La transitoriedad de Sigmund Freud del cual destaca estar marcado por el mismo espíritu de duelo (pérdida/enfrentamiento) producido por la destrucción de las realizaciones que prometía el comienzo del siglo XX.
Si bien Breton quiso colocarse del lado del freudismo (ver pág. 81) la rama aberrante del espiritismo y la parapsicología, que destaca Jean Starobinski cuando lo ataca, lo alejan. El autor cita un párrafo de una carta de Sigmund Freud a Breton (luego de la entrevista que tuvieron) en la que le dice: “A pesar de que recibo tantas pruebas de interés que usted y sus amigos tienen por mis investigaciones, yo mismo no soy capaz de aclararme qué es y qué quiere el surrealismo.” Escribe Germán García: Breton no se entendió con Sigmund Freud, tampoco con Jacques Lacan.
El rechazo explícito de Lacan por el surrealismo y la simpatía por el movimiento Dada y Tristan Tzara es lo que lo conduce a investigar la diferencia entre ambos. Nos recuerda, entonces, que Lacan opone el término subversión al término revolución para afirmar que cuando los surrealistas se embarcan en el sueño de la revolución, es la subversión Dada la que dejan. Dirá: la revolución conservada en Rusia, la subversión un poco de cualquier parte.
Entre nosotros, según la investigación del autor, el verdadero empresario del escándalo, como califica Aldo Pellegrini -en su Antología de la poesía surrealista de lengua francesa de 1961- a Tristan Tzara (distanciado del grupo Breton desde 1922), es excluido: de las casi cuatro mil páginas que componen los seis tomos de sus obras completas publicados por la Editorial Flammarion, entre 1975 y 1991 sólo se tradujeron los Manifiestos Dada, un breve libro de poesía, el poema El hombre aproximativo, “El surrealismo después de la guerra” (conferencia de 1946 traducida por Raúl Gustavo Aguirre como El surrealismo de hoy) y Poemas rumanosConcluye: el dadaísta es poco amable para nuestros surrealistas devotos de André Breton.
En 1955 se traduce por primera vez algo extenso sobre Tristán Tzara; y considera que esta fecha es clave para entender su expansión tardía en la Argentina: las vanguardias se encuentran con un nuevo horizonte de expectativas: el rock, “la muerte de la pintura”, la literatura Beat, el happening, el teatro del absurdo (de Ionesco a Beckett) y diversas experimentaciones. Como versa en la frase de Eric Hobsbawm que Germán García usa como epígrafe del libro: “A las escuelas vanguardistas que aparecieron en la década de los sesenta, o sea, a partir del pop art, no les preocupaba revolucionar el arte, lo que querían era declararlo en bancarrota. De aquí el curioso retorno al arte conceptual y al dadaísmo.”
Jorge Luis Borges que, según el autor, nunca perdió el espíritu de provocación, como se puede escuchar en sus conferencias en el teatro Coliseo en 1977, dice: “Para los propósitos de esta conferencia debo buscar un momento patético. Digamos, aquel en que supe que ya había perdido mi vista, mi vista de lector y de escritor. Por qué no fijar la fecha, tan digna de recordación, de 1955. No me refiero a las épicas lluvias de septiembre; me refiero a una circunstancia personal. 
He recibido en mi vida muchos inmerecidos honores, pero hay uno que me alegró más que ningún otro: la dirección de la Biblioteca Nacional. Por razones menos literarias que políticas, fui designado por el gobierno de la Revolución Libertadora.”
Los militares se instalan en el gobierno el 23 de septiembre de 1955. En este contexto lee Germán García que la cultura de los rebeldes sin causa (en alusión a la cultura norteamericana en boga y su culto a la juventud rebelde perpetuada en la figura andrógina de James Dean que muere joven el 30 de septiembre del mismo año) resultaba artificiosa porque entre nosotros había muertos sin causa y rebeldes con algunas razones válidas. También las vanguardias históricas se modificaron (Rayuela, de manera explícita, introduce una versión de un grupo “vanguardista” y a la vez cita esa cultura que la nutre).
Entre otras cosas, cuenta en primera persona que existió un efecto maníaco de la difusión de la teoría del significante que puede leerse tanto en el poder movilizador de las consignas, como en una producción literaria que se amparaba en lo que llamaban el protagonismo del texto. Y agrega que no era necesario que se conociera algo de la enseñanza de Jacques Lacan porque lo mismo inspiraba Roland Barthes, Maurice Blanchot o el humor de Julio Cortázar y Boris Vian.
Pero la vanguardia no puede eludir el límite que se establece por la trama cultural en que se incrusta lo que se realiza. De modo que la manía significante del comienzo se convierte en melancolía: Sade festejado en los comienzos cómo el triunfo de la escritura (Sinn) sobre el referente (Bedeutung), clásica distinción que lleva el nombre de Frege, se convierte en catástrofes históricas: así aparece después del surrealismo, cuando Theodor Adorno y Max Horkheimer le dedican un capítulo de Dialéctica de la Ilustración con el título “Justine o la ilustración moral”. Paso previo al escrito de Jacques Lacan conocido como “Kant avec Sade” (insólito desde el título).
En este aspecto, otro de los hallazgos de Germán García es la obra de teatro de Alberto Hidalgo -nombrado como un actor de la vanguardia desaforada- publicada en 1965 y titulada Su excelencia el buey. Hidalgo, que de 1930 a 1946 fue el escritor a quien debemos la temprana popularidad del psicoanálisis en la Argentina mediante el heterónimo del Dr. Gómez Nerea, despliega en su obra de teatro “la ironía de la comunidad”, como Hegel llama a las mujeres en la Fenomenología del espíritu y que, según Germán García, anticipa los trabajos de Lacan sobre el otro goce, el goce femenino (pág. 118).
Estas son algunas anotaciones salteadas, sesgadas, y un poco imprecisas de un libro que además de contener una vasta investigación productiva respecto de las fuentes originales postula, la necesidad de un espacio lacunar en toda configuración cultural
Para finalizar entonces, cito una vez más a Germán García: Como se sabe, se trata de un viaje que cada vez que el tren descarrila vuelve a ponerse en marcha. Tanto el psicoanálisis como el arte cortejan su propio fin: unas veces con la manía de la chatarra extraída del último accidente y otras con la melancolía de quedar reducidos al silencio: Cómo escribir poesía después… Cómo escribir si un niño… etcétera. Pero esa inquietud también se escribe, también se convierte en arte, también modifica lo que se entiende por psicoanálisis. Sabemos que nuestras vidas terminan, sobre lo demás hacemos conjeturas “expresionistas”.

abril 2012



[1] En castellano, el “participio presente” de un verbo corresponde a la categoría “gerundio”, circunstancia que explica la reiteración en nuestra traducción del libro (en notas a pie de página) de esta diferencia gramatical entre el griego, el francés y el español.
[2] Barbara Cassin ha dedicado buena parte de su obra al vínculo inextricable entre el lenguaje y la sofística.
[3] L’étourdit: “Una lengua, entre otras, es nada más que la integral de los equívocos que su historia dejó persistir en ella.”

[4] Debo decir que la edición castellana de esta definición presenta una grave falla. Su primera mención en la obra (pág. 43) contiene una errata por omisión, pues hace desaparecer el segundo “no” al decir: “(los intraducibles son) no lo que se traduce…”.
[5] Hanna Arendt, en su Diario filosófico, define la “condición humana” como la “vacilante equivocidad del mundo”.

[6] Lacan, J., Proposición del 9 de octubre sobre el psicoanalista de la Escuela, Manantial, p. 11, Buenos Aires, 1991.

[7] Freud, S., Conferencia 28, Amorrortu editores, Vol. XVI, Buenos Aires, p. 411.


BREVES 24-LECTURAS COMENTADAS-OCTUBRE 2019-BIBLIOTECA DEL CENTRO DESCARTES


                                                                                                                                                                   
                                                          BREVES 24
                                                                                                            
                                     Octubre 2019
                                                                                                            
En este número:
Guillermo Saavedra
Daniel Link
Graciela Fabi
Julio Riveros
Andrea Buscaldi
                                                                                                            


Teoria de la prosa, Ricardo Piglia, Eterna Cadencia, 2019. Por Guilermo Saavedra, Poeta y Escritor. Presentado en Lecturas Críticas (Fragmento)


La luz lunar que nos alumbra


    La amistad se resiente, como todo afecto, de la ausencia. Hablar hoy aquí de un nuevo libro de Ricardo Piglia, de quien tuve el honor de ser amigo, es para mí al mismo tiempo una alegría y una pena. Por un lado, el hecho conlleva la amable sorpresa de comprobar que su talento nos tenía reservada una nueva gema: esta Teoría de la prosa que, gracias a los buenos oficios de su última gran colaboradora, Luisa Fernández, transcribe con claridad, y sin perder la espontaneidad del Piglia oral, un seminario dictado por el escritor en la Universidad de Buenos Aires en 1995 sobre las novelas cortas de Juan Carlos Onetti. Por otro lado, obliga a constatar una vez más la calidad de todo lo que hemos perdido con su muerte. A uno de los escritores más inteligentes y originales de la segunda mitad del siglo veinte. A un narrador que hizo de la reflexión un modo de la intriga ficcional y de la ficción un campo de pruebas de las ideas más audaces y sugestivas sobre la historia política y cultural de nuestro país. A un ensayista que prefirió siempre pensar la literatura desde la orilla fértil y autónoma de la creación y no desde la ribera a veces demasiado arenosa de la teoría. A un autor que, lejos de refugiarse en la intimidad de su laboratorio creativo, puso a funcionar su máquina de contar historias en generosa interlocución con sus pares y con autores noveles (a quienes, me consta personalmente, nunca se cansó de apoyar), con docentes y periodistas, con el público masivo de la televisión y, como bien lo prueba este libro, con alumnos universitarios de la Argentina y los Estados Unidos.

   Interesado desde siempre en la obra de Juan Carlos Onetti, en su universo siempre oblicuo, tangencial, construido en la intimidad de una voz taciturna y melancólica que abreva un poco en la realidad pero más en la imaginación y el ensueño, en el seminario que este libro rescata, Piglia se dedica a analizar con minuciosidad de sastre una economía narrativa, la nouvelle o novela corta, que el gran escritor uruguayo practicó de manera singular en nuestra lengua.
Pero Piglia recurre a Onetti no solo porque encuentra en la obra de este escritor ejemplos paradigmáticos de novela corta, sino también porque este formato de narración es, según el gran respirador artificial, una suerte de matriz, un eje constructivo en torno al cual se vertebra todo el universo ficcional de Onetti. Como si ambas cosas, el mundo imaginario –que Onetti va tejiendo y destejiendo, velando y descubriendo, en esa Santa María espectral vista desde la perspectiva de un grupo de masculladores especulativos– y la forma nouvelle –con su anécdota siempre esquiva, ambigua, sometida a desvíos y versiones encontradas–, se implicaran fatal y mutuamente.

   De modo que, en busca de las claves de un género narrativo a medio camino entre el cuento y la novela, Piglia acaba alumbrando rincones apartados de la escritura onettiana. Y, de manera análoga, desglosando los procedimientos o, mejor aún, los procesos de la construcción narrativa en Onetti, la progresiva exposición de Piglia va desvistiendo, clase a clase, en un seductor streap tease analítico por entregas, los rasgos constitutivos del género breve.

   Así, uno se topa de entrada con una singular caracterización de la novela corta como un tipo de narración ligada fuertemente al secreto, más que al enigma, que es propio del relato policial. El secreto, señala Piglia invocando a Shklovski, a Auerbach y a Deleuze, no es tanto algo que alguien debe descubrir por medio de una investigación como algo que alguien (el narrador o alguno de sus personajes) han decidido ocultar. Algo que suele estar ligado a la culpa o a la vergüenza; y, en otros casos, a una ignorancia insalvable por parte de la voz narrativa que, en la novela corta más que en cualquier otra clase de relato, suele restringirse al papel de testigo o, eventualmente, a una primer persona autorreferencial pero renuente a decirlo todo, porque no quiere, o porque no puede hacerlo. Y aunque no está ligado directamente ni a la forma ni al tema de lo narrado, el secreto acaba por incidir profundamente en ambos aspectos.
   Piglia pone de relevancia también la cuestión de la duración, invitándonos a preguntarnos si hay o debería haber un límite, no solo en páginas sino también en cantidad de elementos a contar, más allá del cual la novela corta dejaría de ser tal. La respuesta surge por intuición: la novela corta es, desde este punto de vista, un cuento que, en lugar de revelar un enigma, despliega la opacidad de un secreto que se disemina a través de la narración y acaba por darle a esta una consistencia diferente. Y en ese devenir, el relato de la nouvelle lleva a su vez al extremo las posibilidades cuantitativas y cualitativas de narrar algo, desde el punto de vista de la memoria: sabemos claramente, nos dice Piglia, que la novela es ya un hecho de lectura; el cuento y también la nouvelle conservan aún ciertos rasgos de la escena de oralidad que está en el origen de la narrativa, vale decir, en la épica. Y la oralidad impone ciertos límites a la historia para que esta pueda ser comprendida de oídas y memorizada a medida que se la escucha.
   En esa restricción que afecta a la duración pero también a la “cantidad de anécdota” por así decirlo, Onetti aplica con maestría, nos descubre Piglia, un movimiento recursivo que lleva la narración no hacia un futuro en donde estaría aguardando un desenlace, como en el cuento, sino hacia un pasado en el que subyace, desperdigado y difuso, el fantasma de ese secreto que tiene a su vez diversas capas que, a medida que el relato avanza, más que ir descubriéndose van superponiéndose, convirtiendo el secreto en un centro vacío al que la narración tiende sin alcanzarlo nunca. En este sentido, nos dice Piglia, los rasgos que podrían emparentar en principio la narrativa de Onetti con el fantástico rioplatense que tan bien cultivan Borges, Bioy, Silvina Ocampo o Cortázar acaban por resolverse de un modo diverso, siempre inacabado o impreciso, como un hecho que es más bien incomprensible o extraordinario antes que fantástico. Como si los posibles fantasmas que sus narraciones evocan se resistieran a insinuarse, ni siquiera, como espectros.

   Tuve el privilegio, a comienzos de los años 90, de editar la última novela de Onetti, en Alfaguara: Cuando ya no importe. Y, en ese trance, de organizar poco después la presentación del libro en Buenos Aires con la participación insoslayable del propio Ricardo y de otro gran amigo, Jorge Lafforgue. Como era impensable por entonces extirpar al viejo Onetti de su cama madrileña, para traerlo de algún modo a la fiesta, en la editorial habíamos conseguido una entrevista maravillosa donde Onetti se despacha impunemente, cargándose a Octavio Paz, a Vargas Llosa, a García Márquez incluso, y sobre todo a sí mismo. Eran tiempos de videocassettes, no de archivos digitales que uno se pasa de una a otra computadora por Wetransfer. De modo que, para que Ricardo y Jorge pudieran ver la cinta antes del día de la presentación, organicé un encuentro en mi casa. Mientras leía el hermoso homenaje de Ricardo a Onetti que constituyen estas clases, recordé ese atardecer en el que, vinos mediante, yo me dedicaba, más que a mirar el video, que ya había visto varias veces para elegir y editar un fragmento, a disfrutar de las reacciones de Ricardo ante las salidas del viejo Onetti, filosas como una navaja gitana y envenenadas como sus propios relatos. Ponderar los efectos que provocaba en Ricardo la inteligencia purulenta del gran uruguayo era como ver la luz de un astro reflejada en otro, más cercano a nosotros. Esa misma clase de luz, de algún modo lunar, alumbra la conciencia del lector de este libro: es un modo mediado de la iluminación, que nos trae el resplandor original de Onetti por medio de la generosa lucidez de Piglia.
   “Entender es volver a narrar”, afirma Ricardo varias veces a lo largo de estas clases. Espero haber entendido algo de este hermoso libro y haber conseguido compartirlo con ustedes al narrar estas líneas. 

Trance, Alan Pauls, Editorial Ampersand, 2018. Por Daniel Link, Escritor. (última parte)


   Puedo repetir algo que he dicho muchas veces: Alan Pauls ha conseguido la mejor prosa de mi generación. Y sin embargo, algunos de los libros que asociamos a su nombre siempre me decepcionaron un poco (apenas, pero lo suficiente como detenerme en ese rasgo deceptivo). Pienso sobre todo en sus libros más libres, menos obedientes de los mandatos de la institución literaria, como el libro sobre Manuel Puig o el libro sobre el diario íntimo. En ellos yo notaba un pequeño titubeo, como un lunar que desentonaba en el maquillaje espléndido: Alan no decía lo que había leído. O no lo decía, desde mi perspectiva de maestra normal, lo suficiente.

   Por eso recibí con una felicidad enorme Trance, un libro que exhibe impúdicamente todo lo que le debe no tanto a otros libros, sino a la lectura. Antes, era como si esos libros de Alan, los que exponían sus lecturas, no quisieran reconocerlas como un acto de encadenamiento totalmente diferente de una sujeción.
    En el imaginario edípico, la mujer araña teje una tela de la que hay que escapar. A ese fantasma, la economía libidinal de Trance, que le debe bastante a la de Roland Barthes, opone “no-querer-asir” y “domesticar”. Porque leer es, al mismo tiempo, ser leído, algo que Trance subraya para quienes leen con la misma generosidad con que dispone el par de nombres Borges/ Barthes, sobre el que ahora mismo voy a detenerme con una minuciosidad maníaca que espero no les asuste ni les impaciente: es mi regalo para Alan.
   La lectura así entendida es una especie de cogito presubjetivo que escandalizaría al mismo Descartes bajo cuyo nombre nos reunimos, y por eso no debería confundirse con una red o tela edípica de la que habría que escapar sino más bien entenderla como una cadena o una trenza que como la de Rapunzel permitiría fugarse de la torre, fugarse hacia el amor. No se puede quedar preso de una cadena de lecturas y Trance, en el momento en que confiesa que ha leído, trasciende ese miedo al qué dirán por el que yo protestaba ante otros libros.
   No es tanto la libertad de saltar de un libro al otro lo que se reivindica sino una ética (o una física) de la distancia entre los sujetos que cohabitan la lectura. Alan llama hiato a esa distancia y dice que se lee para hacer algo con el hiato: colmarlo, explicarlo, instalarse en él o articularlo con otros. Trance abandona tanto la paranoia como el confort y se mueve entre todas las soluciones posibles sin abrazar ninguna, porque la causa de la lectura es la de la hiperconectividad, la de la architransitividad.
    Recuerden uno de los sentidos de “trance” en el que antes me detuve, recuerden el par leer/ ser leído y el par Barthes/ Borges. Déjenme que yo recuerde, en relación con esto, el dístico de Angelus Silesius (1624-1677): “el ojo con el que miro a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve”, que me acompaña desde hace muchos años.
    La tristeza que provoca la injusticia de que Barthes ignorara a Borges y de la que Trance se lamenta aunque la comprenda como comprende le niñe que sus padres no viven en la misma casa podría resolverse en alegría por la vía de ese “autor excesivo” que tanto Barthes como Borges leyeron en sus versos partidarios de la teología negativa, siempre al borde del heretismo, y de la inmediatez, la extemporaneidad y lo indeterminado: un cogito para un yo disuelto. Por supuesto, en el mismo momento, el monje los leyó a ellos y los dejó encadenados para siempre.
   En El placer del texto Barthes cita y se deja arrastrar por Silesius. Pero mucho antes, Borges había comprado, en noviembre de 1923, una selección de los dísticos de Silesius en Ginebra y los usa, a partir de entonces, profusamente (“la rosa es sin por qué, etc.”).
   Fíjense en el dístico final del Peregrino querubínico (1675), que Borges cita en "Nueva refutación del tiempo" (Otras inquisiciones; OC 1974: 771) y que cierra, estratégicamente colocado en página aparte, todo el libro en la primera edición de Otras inquisiciones (página 221) y no sólo el ensayo, como en ediciones posteriores. 
      Escribe Silesius:

Freund, es ist auch genug. Im Fall du mehr willst lesen,
So geh und werde selbst die Schrift und selbst das Wesen.

[Amigo, ya es bastante. Si quieres leer más
Ve y sé tu mismo el libro, sé tú mismo el saber]

     Leer, ser leído, reversibilidad del sujeto y el objeto: el asunto coincide con la teoría del texto que se deja leer en el librito de Barthes y también en su artículo “Variaciones sobre la escritura” (inédito de 1973), que vuelve a citar al monje alemán.
    Se trata, pues, de la identificación total entre sujeto y objeto característica del  trance místico. Esa in-mediatez es la que reivindica Roland Barthes cada vez que puede (nada que ver con la espontaneidad, sin embargo. A lo no mediado se llega a través de una prolongada ascesis). Y es el fundamento de la lectura como estrategia de fuga que propone Trance.
    
   Podemos concluir. Leer es, en todos los registros que se quiera, ser leído, en el sentido de ilustrado, pero también en el sentido de ser el texto de los otros, aún del texto que leemos.
  En la jerga de las comunidades gay afroamericanas, to read significa burlarse, algo extrañamente similar a nuestro verduguear. Es, tal vez, el único sentido que no le conviene a Trance, el libro de Alan Pauls que reinvindica, antes que nada, la confianza, esa tenue forma del amor.


Elogio de la traducción, Barbara Cassin, traducción Irene Argoff, El cuenco de plata, 2019. Por Graciela Fabi, Miembro del Centro Descartes, Presentado en Lecturas Críticas.


Pe(n)sar las lenguas


"Una lengua entre otras no es otra cosa sino la integral de los equívocos que de su historia persisten en ella".
Jacques Lacan (1972)

1.

   Fue Germán García, quien con ese apetito nada disimulado por los libros y su intento también nada disimulado, de contagiar-nos- su gusto en la lectura,  presentó en una clase de su curso anual del 2008,  El  efecto sofístico. Pocos meses después y por sugerencia de Graciela Musachi éste y otros libros de Barbara Cassin despertaron un sostenido interés de estudio e investigación sobre qué de la sofística interesa al psicoanálisis, en distintos espacios del Centro Descartes.
   Presentar este libro relanza aquel entusiasta desafío. Para quienes no saben de Cassin, podemos decir que es una filósofa francesa devenida filóloga, interesada en la intersección de la sofística, la literatura y el psicoanálisis. Alejada de la ontología clásica desembarca en la logología, un modo de ubicar el lenguaje y el efecto mundo que produce; esa capacidad de hacer cosas que tienen las palabras. Lo sabe Ulises, cuando entre decir o tomar las rodillas en tono suplicante a la joven Nausicaa, se decide por el discurso: toca sus rodillas sin tocarlas o, en términos logológicos, hace que las palabras la rocen; hace ser lo que es dicho.

2.
   ¿Cuál libro nos convoca? ¿El que fuera publicado en el año 2016, escrito en otra lengua que la nuestra, o este otro traducido, o mejor dicho, escrito por nuestra invitada, Irene Agoff? Es una falsa opción y una tontería preguntarlo, pero no deja de tener cierta pertinencia a la hora de hablar del Elogio.
Si fuera una copia (ya lo advirtió Borges), no habría dudas respecto del autor. Pero si fuera una copia, algo de cierta extrañeza hubiéramos hallado en la lectura. No hay extrañeza, ni copia, ni original. Se trata de otra cosa.
  Ahora bien, en este Elogio, Cassin rescata una y otra vez a la sofística y particularmente a Protágoras, aunque sin dejar a un lado a Gorgias; cuestiona a los filósofos clásicos; dialoga con Hannah Arendt; despolvorea la filosofía del lenguaje de Wilhelm von Humboldt; discute con Martin Heidegger; y adhiere -con matices- a ambos Jacques: Lacan y Derrida.

3.
   ¿De dónde parte este libro? De la Europa actual y su ¿búsqueda? de una solución política al “problema” de los migrantes, ese riesgo que genera la presencia de todo extranjero al cual la tecno-academia gusta llamar: "desplazados”, “inmigrantes”, “exiliados”, “refugiados”...
   Y como todo mensaje es recibido en forma invertida, implica a quien recibe.  Cassin festeja toparse con  la equivocidad de la lengua. “Húesped” denota a quien recibe tanto como a quien es recibido, esté del lado que esté de ese último rincón de territorio italiano demasiado cerca de la costa africana; esa “magnífica isla” -como la cita el comercio turístico- situada al sur de Sicilia, Lampedusa.
   Entonces: ¿qué hacemos con la reciprocidad? ¿Cuándo se está en casa? Cuando, en palabras de Cassin, se conoce lo absolutamente otro.
   En buena logología interpela: ¿Qué Europa lingüístico-filosófica queremos? Y descarta escenarios catastróficos: ni todo-al-inglés, ni nacionalismo ontológico. Ni el globish, ese “desesperanto contemporáneo”, especie de inglés muy pobre pero muy eficaz idioma de negocios, aeropuertos, Internet... ni Heidegger relocalizado bajo el romanticismo alemán… ni “el genio de las lenguas” y sus jerarquías.
   Su propuesta es, sin ambages, política: "Combatir la patología del universal que es siempre, universal de alguien". Esa es su manera de combatir la exclusión.

4.

   Entiendo que este libro intenta sus propuestas. Propone aquello que el Diccionario enseñó sobre los "intraducibles":

- Que éstos son en plural, síntomas semánticos y/o sintácticos de la diferencia entre las lenguas; que conviene retraducirlos una y otra vez. Abrir las dificultades, explicitarlas; desplegar los equívocos, uno por uno, al modo de una clínica del caso: caso por caso.
- Que no se trata de aquello que no se traduce sino de lo que no cesa de (no) traducirse; alivio por esta manera de traducir.
- Que todo puede ser dicho en todas las lenguas, y que toda obra puede entonces traducirse; y que en caso de ser un “intraducible”, será una obra a re-traducir... una y otra vez.
   De modo que “complicar el universal” es la primer manera de no suscribir a su patología. Se trata para Cassin de “medir la verdad”, una de las mejores definiciones para un relativismo que intente no caer en la ingenuidad.

5.
   Por último, Cassin plantea que hacen falta dos condiciones para reconducirnos a cierta idea de la traducción. Una, desligar lengua y pueblo, o desnacionalizar la lengua materna. La otra, estacionarse “entre”... Porque la lengua que se “tiene” no pertenece; es hablada por otros que también la “tienen” o, ante todo, que tienen otra.
   Entonces: “más de una lengua” y “una lengua no pertenece”, serán las dos consignas para pensar la traducción.
   Cuando se traduce -es decir: cuando se pasa entre las lenguas- se “desencializa”. Cassin toma una frase de Jaufré Raudel para decir que cada lengua es para otra,  el “albergue de lo lejano”. Se traduce lo que un texto hace, no lo que dice.
   Se trata de “crear el contra imaginario que se oponga a ese imaginario demente que sueña con una sociedad sin extranjeros”. Es posible, dice Cassin, dar forma a ese imaginario a través de ese otro sentido del “entre” -el “entre dos” de la traducción-, ese saber-hacer con las diferencias. Texto político,  apto para constituir un nuevo paradigma de las ciencias humanas.
   “La vacilante equivocidad del mundo” -expresión de Arendt- es preferible y ayuda a pensar la traducción como un modelo de saber-hacer con las diferencias. Uno puede, o no, estar de acuerdo con su propuesta, pero Cassin contesta, sostiene y sentencia. Y así termina su libro provocando con y como Protágoras: “…y tú tienes que soportar ser medida”.


Kant con Sade, J.Lacan, Escritos 2, Siglo XXI, 1993. Por Julio Riveros, Alumno de Programa Estudios Analíticos integrales.



Sobre Kant con Sade y  propósito de la perversión

    Lacan viene de trabajar Hamlet y la función del fantasma como soporte del deseo y de situar, en Seminario 6, el agujero en lo real de la lengua. Se trata de dar cuenta de tal agujero en la estructura que implica el sexo y la muerte. En el caso de Hamlet, ya sabemos cómo lo resolvió y cómo Lacan desmontó ese arreglo. Sigue apelando a la literatura para trabajar el fantasma, esta vez se mete con el fantasma perverso.
   Freud escribió Pegan a un niñoFantasías histéricas y su relación con la bisexualidad, con su propia casuística. Lacan por el contrario recurrió a Shakespeare, luego a Sade –y por ende a Kant-  para precisarla función del fantasma.
   La gran diferencia entre la función del fantasma en Freud y en Sade es que para el primero el fantasma es una defensa frente a la castración y, por otro lado,  Sade se sirve del fantasma para cavar en el surco que el mismo fantasma vela, el velo frente al agujero mismo. Su propósito es desmontar el velo, despojar la lengua de metáfora, llegar al hueso del goce mismo, desocultar la hiancia estructural al  estatuto de una verdad universal al modo del imperativo categórico kantiano.
   Así como el instante del fantasma fundamental en Hamlet es el borde la fosa, en Sade se trata de la iteración sin tiempo del dolor en el cuerpo de la víctima para armar la escena del fantasma. Es un fantasma construido bajo una condición fundamental: la angustia del Otro.
   El superyó no es un ser amable. No solo tiene una función punitiva sino también una cara amable en su prédica universal que apunta al goce. No es sólo la figura obscena y feroz, de la que también habla Lacan. En el discurso contemporáneo se verifica que se desliza hacia una religiosidad laica que anuncia las bondades del plus de gozar a través de los más variados gadgets, anunciando el fin de todo límite.
 La tesis que dominó el Siglo XVIII fue la de la Aufklärung, la filosofía iluminista, humanista, razón, ciencia y progreso, tesis que devino Revolución Francesa. Si los hombres son buenos naturalmente no necesitan un gobierno fuerte que sea el amo de todos.  Este sesgo se impuso en la civilidad luego de Thomas Hobbes, para quién el fundamento de la sociedad civil residía no en la razón sino en el miedo al semejante. La sociedad civil para Hobbes es producto de una renuncia pulsional. Pero, paradójicamente,  una vez que el ideal de la bondad del hombre se hizo Razón de Estado, digamos así, se produce un giro. La literatura empieza a cambiar de aire. Aparecen Baudelaire, Rimbaud, Ducasse, Sade. Ya no se trata de la dimensión del mal por ignorancia al modo platónico. El mal habita la lengua, la instila, se encarna en los cuerpos y se encarama en la historia en posición dominante. Auschwitz testimonia sobre ello, de la mano de la técnica apropiándose del logos.
  En  la Crítica de la Razón Práctica el objeto se oculta. La característica del deber kantiano es que su fundamento exige el eclipsamiento del objeto, su elisión. El mundo inteligible interviene el mundo sensible, tal es el fundamento del deber para Kant.
   Pero, no obstante, cuando el objeto –de la pulsión- irrumpe ya no puede haber regla universal que valga. La tesis de Lacan es que el objeto se hace visible en Kant pero a través de Sade. Este último des-oculta de modo siniestro lo que la razón kantiana intentaba ocultar. El Marqués es su “denunciante”, aunque de un modo feroz y anticipatorio.
   Lacan se autoriza y pronuncia: "Bien, en realidad se trata de un cierto objeto en esa Crítica. Y se puede ver cuál a través del fantasma sadiano."
  Sade es la verdad ocultada en Kant. Sade, el inmoral e inmundo Sade, muestrala verdad escamoteada por el filósofo alemán. 
Se trata del derecho (universal) al goce. "En la Filosofía en el tocador[1], Sade expresa que “cada uno tiene el derecho de gozar del cuerpo del otro sin su permiso"[2]
 El perverso muestra de una manera abierta su fantasía. La voluntad de goce es una fantasía decidida a gozar. Realiza de ese modo el fantasma. Lacan dice que en el perverso  el deseo se evidencia como voluntad de goce. En el neurótico el deseo está lejos de la voluntad de goce. 
  La  perversión escenifica. Muestra el fantasma en acto. El perverso no va al consultorio, no consulta. Por eso Lacan recurre a la literatura.
  El perverso indica que el sujeto no quiere el bienestar. Hay un efecto de convergencia entre moralidad e inmoralidad. Se quiere algo más que el bienestar. La pulsión no conduce al bienestar. Eso nos enseña Sade.
  Sade es el retorno de lo que la operación kantiana empuja a ocultar: el cuerpo, la pulsión, como condición necesaria para construir esa formidable estructura de la Crítica y la Fundamentación. Toda referencia al cuerpo, a las pasiones, encarnan lo que Kant nombra como el sujeto patológico, todo registro del orden del cuerpo. En las antípodas, para el psicoanálisis la instancia moral está fundada en el superyó, que ordena gozar. Si hay cuerpo pulsional, entonces hay superyó. No hay goce sin cuerpo.
  Se trata del goce. Del imperativo de goce. El mandato sadiano, dice Miller en su artículo Sobre Kant con Sade, no permite construir un partido político a su alrededor.
  La cumbre del goce sadiano es brutal. Siempre se trata de obtener el dolor del otro. Lo que rechaza el estoico vía la ataraxia.  El estoico busca un sujeto que no se implique en el dolor, recomienda no subjetivizarlo. La apatía es la negación del pathos.
  Sade, en consecuencia,  no es nuestro horizonte ni nuestro presagio, si bien su envés tiene algo para susurrarnos en la oreja. En eso estamos los psicoanalistas de la orientación lacaniana en esta dominancia neoliberal domesticadora.


[1]Marqués de Sade: La filosofía en el tocador, Ediciones Colihue, traducción de Oscar del Barco, Bs As, 2010.
[2] Miller, Jacques-Alain: “Sobre Kant con Sade”, en Elucidación de Lacan, charlas brasileñas, P. 226,  Paidós, Bs As. 1998.



Teoría de la prosa, Ricardo Piglia, Eterna Cadencia, 2019. Por Andrea Buscaldi, Miembro del Centro Descartes. Presentado en Lecturas Críticas (Fragmento)


El ultimísimo lector


I
   Teoría de la prosa es la transcripción del propio Ricardo Piglia de las clases dedicadas a la nouvelle en la Universidad de Buenos Aires en 1995.  Piglia le llama sesiones en lugar de clases: la literatura está más cerca del psicoanálisis que de la academia.  Piglia se ha encargado de distinguir literatura y psicoanálisis, de la tensa relación que los une y separa a la vez.  Ambos hablan lo mismo que habla la sociedad pero dicho de otra manera (Germán García dixit). Ambos son “El arte de mantenerse a flote en el mar del lenguaje”.  La metáfora de Piglia alude a la tragedia de un padre: “Ahí donde Ud nada, ella se ahoga”.   Joyce y su hija Lucía.

II

   Teoría de la prosa no es la escritura de un lenguaje oral, es la narración de la narración,  un volver a narrar(se).  Volver no es en el sentido de recordar o evocar.  Volver es igual a narrar.  El pasado no es, si no es narrado, ni siquiera es pasado pisado, es directamente,  pisado.
  “Un individuo puede ir a la guerra y volver sin haber tenido una experiencia”.  Lo contrario de Tempestades de acero, un diario de guerra literal y metafórico.  Jünger arriesga la vida en el campo de batalla por ir a rescatarlo, y luego de publicado, por ser prohibido durante el régimen nazi.  Podría ser un ejemplo extremo de un sujeto que “construye una significación” con aquello que ha vivido; pero lo extremo no es haber ido a la guerra, lo extremo es hacer de la barbarie una  experiencia narrando lo inefable.
   En Borges por Piglia, un programa emitido por la televisión pública en 2013, Piglia repara en una  particularidad inherente a  la narrativa de Borges: el hecho de, ya siendo escritor, no haber salido nunca de Buenos Aires antes de su ceguera.  Para Piglia, la tragedia en Borges no es la falta de experiencia en un sentido mundano, es  la ceguera que parte en dos su literatura, a pesar de su innegable genialidad.   Para Piglia, la tragedia en Borges no es “confieso que no he sido feliz”, la tragedia es no poder leer.  

III

   En el policial se trata de un enigma a descifrar mediante un texto cifrado.  En Teoría de la prosa, Piglia se dedica a la nouvelle distinguiendola del cuento y la novela.  Su hipótesis es definir la nouvelle a partir de una forma específica ligada a la estructura de un secreto que cristaliza la trama.
1.
   El secreto funciona como un vacío que actúa permanentemente en la gravitación de la historia. “La conexión privada de un sujeto con un punto innombrable”.  Como el ombligo del sueño y las vorstellungsrepräsentanz.  En el lugar de la causalidad hay un vacío y sólo podemos leer sus efectos de un modo fragmentado, ambiguo, incluso, onírico.  La nouvelle se lee como la Traumdeutung freudiana: su lenguaje es un  jeroglífico y  lo que está en  primer plano nunca es lo más importante.  Es una “lectura miope”, más que al detalle, a la letra.  
 Piglia cita a Tarkovsky para ilustrar la atmósfera de la nouvelle: todo sucede en una misma dimensión, como si no hubiera diferencia entre los sueños y la vida diurna.  A partir de Teoría de la prosa, la obra de David Lynch puede ser leída como nouvelle.  En Twin Peaks, Lynch hace del policial una nouvelle: un detective busca en sueños las claves de un crimen sucedido en un pueblo chico infierno grande.

 2
   El secreto está en el narrador, ya sea porque lo oculta, no sabe o no sabe que sabe (lo contrario del narrador omnisciente). Fundamentalmente es el capitulo perdido en tanto falta de Construcciones en análisis.  En sus Escritos técnicos, Freud le advierte al principiante que no se puede comprender de entrada.  No sólo hay que volver a narrar, hay que narrar lo no narrado.  El lector produce otro texto con el lenguaje privado del narrador. 

3
   Ese secreto que define a la nouvelle como género está íntimamente conectado a la subjetividad del narrador, a la verdad de su enunciación. En la nouvelle “ el problema de la naturaleza de la verdad, trabaja en el interior de la historia como un elemento muy fuerte”,la verdad no es ni verdadera ni falsa.  Es la verdad de Lemberg/Cracovia, un chiste que Freud ubica dentro de los llamados chistes escépticos por apuntar al estatuto que adquiere la verdad al estar hecha de palabras.

 IV
   
  Narrar y leer es tomar decisiones.  Narrar y leer son operaciones de resta, de sustracción, de pérdida (lo opuesto al infierno de la memoria absoluta en Funes).  Narrar es decidir lo que se deja afuera y el modo en que se lo cuenta.  Qué se escribe y cómo se escribe.  Roberto Arlt  le publica su primera novela a Onetti sin haberlo leído.  Le basta leerlo en diagonal para descubrirlo como escritor y a su vez fundarlo con el acto de su publicación. Le basta ojear para descubrir  en Onetti un estilo.  En el mito de origen, un escritor se constituye como escritor a partir de no ser leído por otro escritor.  Otro chiste freudiano. 

V 
     En un reportaje,¡ Piglia hace de la psicología del yo, un chiste!: uno no se puede conocer, pero se puede narrar, uno puede narrarse.  En El último lector, los Diarios de Kafka son un modelo de narración. Kafka no escribe para recordar lo sucedido, escribe para entender más que para explicar.  Kafka no escribe lo que piensa, escribe para saber qué piensa.  Narra para establecer un nexo invisible entre los hechos.  El uso del poema chino, En la noche profunda de Yan Tsensai, en una de sus cartas de amor a Felice, es un claro ejemplo de “hacer ver” sin explicar: la caverna (para leer y escribir) VS la vida matrimonial.

VI

  Teoría de la prosa  es un libro, más que sobre la lectura, sobre los modos de leer.  Leer es fijar una historia y elegir una versión.  Narrar es escribir la propia versión, es  hacer visible la lectura.  Para Piglia, lector y traductor son sinónimos.  El traductor no interpreta, no busca un sentido; el traductor lee y escribe su lectura.  Esa lectura es lo mismo y otra cosa.  Borges es el ejemplo de lector-traductor: traduce Las palmeras salvajes con una oración de Las ruinas circulares, “repechó la ribera fangosa”.  Borges traduce a Faulkner escribiendo su lectura de sí mismo y a su vez, la lectura de sus lecturas. Otro chiste freudiano. 

VII

      Piglia ubica a Borges más cerca de la cultura de masas (la Enciclopedia Británica) que de la alta cultura.  En la televisión “hace ver”  qué es narrar usando el futbol como ejemplo: A nadie se le ocurriría mientras relata un partido ponerse a explicar qué es un enganche o qué es meter un gol.  La literatura no explica, narra.  
     Piglia define la nouvelle como un hipercuento: varias versiones y varios narradores.   Lee toda la obra de Onetti como una “gran nouvelle” donde el secreto se expande creando versiones de versiones.  Es como el psicoanálisis: terminable e interminable.  Freud apela al chiste: un análisis termina cuando un analizante deja de ir a ver al analista.  Para Hemingway, toda historia termina con una muerte, en su caso, un chiste negro.  O como dice el  narrador de Miserere, “un modo de ser cómico en la tragedia”.  Otro chiste Germaniano.