Cuando Freud echó a Billy Wilder

¿Conoció a gente famosa en sus reportajes?
Por supuesto. Para que se haga una idea del medio vienes de aquella época, voy a citarle un ejemplo. Estábamos preparando el número de Navidad en el que acostumbraba a hacer una encuesta a celebridades sobre un tema en particular. Las preguntas hacían referencia a una nueva filosofía política llamada “fascismo” y a Mussolini. En un día conocí a Richard Strauss, Schnitzler, Freud y Adler. Richard Strauss, el gran compositor, no sentía especial interés por la política o cualquier otra cosa que no fuese la música que escribía; Schnitzler era muy inteligente, muy conciso; a Adler era imposible callarlo, hubiera podido llenar él solo todo el número de Navidad. Freud era por supuesto, el más célebre, y me plantean sin cesar preguntas sobre este pequeño episodio, porque se explora continuamente cada segundo de su vida. Recuerdo que vivía en Berggasse, un bonito barrio de Viena y, como muchos médicos en Europa, recibía en su propio apartamento.
Era la hora de la comida; ofrecí mi tarjeta de visita a la criada y le pedí que me anunciara. Yo estaba esperando en el salón, y vi por una rendija de la puerta la habitación donde recibía, con el diván, el famoso diván, un diván muy pequeño recubierto de un tapiz turco. Después Freud vino del comedor, con su servilleta aún alrededor del cuello, mirando fijamente mi tarjeta de visita. Me dijo: “¿Es usted Herr Wilder?”. Yo le respondí: “Jawoll, Herr Profesor”. Me dijo: “¿Trabaja para este periódico?”. Yo le respondí: “Jawoll Herr Profesor”. Y me dijo: “La puerta está allá”. Me echó fuera porque detestaba a los periodistas. Sin embargo, cuando vuelvo a pensar en ello, incluso admitiendo que no es gracioso que te echen de esa forma, prefiero que me echara Freud antes de tener largas e intimas discusiones con cualquier otro en términos muy amistosos y bebiendo champagne. ¡Es un honor haber tenido una relación, del tipo que sea, con Sigmund Freud!
(Extracto del Libro BILLY & JOE, Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz, Michel Ciment, PLOT. Cortesía de Ricardo Piglia)


Samuel (Billy) Wilder (Austria 1906/Hollywood 2002)
Cronista del periódico austriaco Juranek. Trabajo en Berlín, de donde tuvo que partir cuando Hitler llego al poder (su madre murió en Auschwitz).
Fue a Paris en 1934 y luego emigro a EE.UU.. Allí trabajo como guionista para la Paramount. Escribió alrededor de 60 películas y realizo 26.
En 1963 adapto la comedia musical “Irma la dulce” (Irma la Douce - 1956 ); y la dirigió. Película que le valió un Oscar. Basada en una mujer de Viena, cuyo caso fue presentado por Wittels en el grupo de Freud (Ver “Freud y la mujer niña”, en D´escolar, Germán García, Atuel, 2000)
Para la película “The Seven Year Itch” (1955), aquí se la vio con el título “La comezón del séptimo año” y en España como “La tentación vive arriba”, filmo la escena de una mujer que se reprodujo de manera innumerable. Esta toma no pudo ser concluida y la que se edito fue realizada en estudio.

"Cuando rodé con ella la escena de la boca de ventilación del metro tenía la atención del mundo. Se reunieron veinte mil personas, hubo caos de circulación y una crisis matrimonial entre Joe DiMaggio y Marilyn. Reconozco que yo también me habría puesto nervioso si veinte mil personas hubieran estado observando una sola cosa: cómo mi mujer se levantaba las faldas por encima de la cabeza".


Billy Wilder y Marilyn

Avatares de una obstinación: PENIS-NEID.

Freud constata, en 1937, que existe un callejón sin salida donde van a encallar todos los análisis: envidia del pene del lado femenino, angustia de castración del lado masculino. Se trata de lo que él mismo llama la “roca viva de la castración” como el punto límite del análisis en lo que tiene de interminable. Sin embargo, la envidia del pene no es solo el impasse del fin del análisis tal como lo entiende Freud, sino que es una demanda que no deja de insistir en la cura de analizantes mujeres.

Bajo el supuesto de que todos los seres humanos poseen idéntico genital: masculino (una de las teorías sexuales infantiles), la niña, al contemplar esta diferencia, la reconoce, pero cae presa de la “envidia del pene”. Así describe Freud en 1905 el modo en que cada sexo responde frente a la castración. Entre 1914 y 1917, esa envidia surgida de una contemplación, pasa a tener el carácter de un deseo inconsciente, que podrá sustituirse por un deseo de niño, según la equivalencia simbólica: pene= niño= excremento= regalo.

Escribe Freud en “Sobre las transposiciones de la pulsión, en particular del erotismo anal” (1917): “si se investiga con la suficiente profundidad la neurosis de una mujer, no es raro toparse con el deseo reprimido de poseer un pene como el varón”.

Lacan toma el relevo de todas estas descripciones freudianas cuando incita a no dejar de lado la envidia del pene, articulándola al complejo de castración. Complejo que tendrá función de nudo en la estructuración de la neurosis, pero también en el modo en que cada sujeto puede tomar una posición inconsciente desde la cual identificarse al tipo ideal de su sexo.

Se define al falo, que no es el pene, que no es un objeto (bueno, malo, etc.), como un “significante destinado a designar en su conjunto los efectos de significado”.

Freud lo entiende así cuando en “La organización genital infantil” (1923) afirma que los sujetos pueden ordenarse como masculinos o castrados partiendo de la importancia del complejo de castración.

En “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica”, se trata de la envidia del pene como aquello que produce el viraje que ha llevado a la niña de la madre al padre. De la madre como primer objeto de amor, la niña se desengaña por haberla privado del órgano deseado.

Freud menciona múltiples consecuencias, derivadas de la envidia del pene, que no dejan de interesarnos por su pertinencia clínica:

-El complejo de masculinidad como formación reactiva.

-Los celos, que aunque no son privativos del sexo femenino, adquieren mayor importancia en la vida de la mujer.

-La represión del onanismo clitoridiano.

Todas esas vicisitudes señalarán el camino hacia la posterior feminidad, que motivan al siguiente trabajo de Freud dedicado a la “Sexualidad Femenina” (1931), donde ya no se trata del sexo anatómico, sino de cómo alguien finalmente se vuelve mujer. Para alcanzar feminidad la mujer debe cambiar de objeto (la madre por el padre), cambiar de zona erógena (el clítoris por la vagina) y la sustituir del deseo de pene por otro más aceptable: el deseo de hijo.

Estos desarrollos revisten interés si observamos las consecuencias que han tenido en la historia del psicoanálisis. Lacan lo comenta especialmente en “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina”: “que se trata de una promoción conceptual de la sexualidad de la mujer, es cosa que no ofrece duda, y que permite observar una notable negligencia”.

En cuanto a las analistas mujeres que teorizaron sobre el tema, Lacan concluye opinando que las colegas no parecían “haber dado lo mejor de sí” para descifrar el “enigma femenino”.

Las consecuencias clínicas de la envidia del pene pueden observarse en los análisis de las mujeres enunciadas bajo la forma de queja: hacia la madre por no haberle dado lo que necesitaba, hacia el partenaire por decepcionarla, hacia los hijos por no colmarla o por no estar a la altura de sus expectativas. La lista puede seguir indefinidamente y las quejas pueden multiplicarse si la respuesta del analista no logra ir más allá de los atolladeros del goce fálico.


Claudia Castillo

El tiempo del consumo

El cuarto doble, es un medio, para pensar el tiempo. La muerte en la vida. Abrazo de los destinos de las pulsiones. Tiempo perseguidor que hace finitos los senderos, nos amura, nos estruja. Tiempo ajeno.
Pensamos al tiempo breve escribía Séneca, en Sobre la brevedad de la vida, pues lo desperdiciamos, si hacemos lo que verdaderamente nos interesa dispondremos del necesario. Siglo I. Opinión estoica.
Hoy, Carlos Oliva, poeta peruano, escribe poemas a 200 Km. por hora. Grito desesperado del grupo Neón. Prisa de palabras que no quieren atrasarse al reloj del nunca más. Hipermodernos, más modernos que los modernos, herederos de sus relojes.
Con Poe, nunca más, no es una proyección, no es un futuro que espera que algo no se repita, sino la certeza del pasado.
Al poema de Baudelaire llego por un escrito que me acerca Adriana Testa. De Alberto Castoldi, el Texto Drogado, aludiendo a la paradójica relación, seducción, traición que el poeta tenía con el láudano, metáfora difundida entre los intelectuales y “consumidores de su tiempo”, como la que se lleva con una mujer misteriosa.
Lo ubiqué en Le Spleen de París, me interesó su expresión de la esclavitud y el tiempo.
Recordé entonces, un artículo de Eric Laurent, La lógica del Tiempo, que dice: el tiempo del psicoanálisis según Lacán es futuro, porque es tiempo contingente, futuro que será anterior. Acotará que es Kripke entre los lógicos del lenguaje en 1958 el que incluirá al futuro como posible. Otra posibilidad.


Fragmentos de poema El cuarto doble de Charles Baudelaire (1821 - 1867) traducción de la autora.

"Un cuarto parecido a un sueño, verdaderamente espiritual, en el que la quieta atmósfera está ligeramente teñida de azul y rosa. El alma toma un baño de pereza, con aroma de nostalgia y de deseo (…).¡Beatitud! Lo que llamamos comúnmente vida, en su máximo despliegue nada tiene en común, con esta tan suprema que ahora conozco y paladeo minuto a minuto, segundo a segundo. Pero, no, no son minutos, no son segundos. El tiempo ha desaparecido. La eternidad reina, una deliciosa eternidad (…) El cuarto paradisíaco, El Ídolo, la reina de los sueños, la sílfide, como decía René, toda esta magia ha desaparecido por el golpe brutal del Espectro. (…) Este tugurio, este lugar de hastío eterno, es mío. Es muy mío. Aquí están los muebles, sucios, podridos, la chimenea sin llama, sin brasa, llena de escupitajos, las tristes ventanas donde la lluvia deja sus marcas sobre el polvo. Los manuscritos, tachados o incompletos. El almanaque en el que el lápiz marcó fechas siniestras. El perfume de otro mundo en el que me embriagué de sensibilidad perfecta, es ahora reemplazado por fétido olor a tabaco mezclado con no se que nauseabundo moho. Aquí se respira lo rancio de la desolación. En este mundo estrecho, pero lleno de disgustos, un solo objeto conocido me sonríe, la ampolla de láudano. Una vieja y terrible amiga. Cómo todas las amigas, fecunda en caricias y traiciones. El tiempo ha reaparecido. El tiempo reina soberano ahora y con el odioso anciano, ha vuelto su demoníaco cortejo de recuerdos, nostalgias, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cólera, neurosis. Le aseguro que los segundos, aquí, están fuerte y solemnemente, acentuados, que cada uno, al pendular del reloj, dice, soy la vida, la insoportable e implacable vida. No hay, sino, un solo segundo en la vida humana que tiene la misión de anunciarnos una buena nueva, la buena nueva que causa a cada uno un inexplicable miedo. Si, el tiempo reina y ha retornado su brutal dictadura. Me pincha como a un buey, con un doble aguijón, arre burro, suda esclavo, vive condenado(...)"


Esmeralda Miras

Comentario sobre el libro "Depresiones y psicoanálisis"


REVISTA de la Asociación Española de Neuropsiquiatría,

Año XXVII, fascículo 1, 2007, págs. 241-242.




E. VASCHETTO (comp.), Depresiones y psicoanálisis. Insuficiencia, cobardía moral, fatiga, aburrimiento, dolor de existir, Buenos Aires, Grama, 2006, 140 pp.

"Esta recopilación de ocho artículos y un diálogo cumple con una doble vocación: la de señalar los caminos posibles de una clínica a la altura del sufrimiento presente, y la de denunciar las insuficiencias, cuando no las intenciones espurias, de las respuestas que la psiquiatría actual ofrece al fenómeno universal de la tristeza. Se trata, pues, de un libro pertinente e impertinente, necesario e incómodo, como lo son todas las quejas en su nacimiento y lo siguen siendo mientras logran mantenerse a salvo de las tentaciones de la propia complacencia. En este sentido, la orientación lacaniana, que es la que anima la parte psicoanalítica del texto, ha permanecido siempre fiel a esa ética del no cejar en sus responsabilidades clínicas y teóricas, y no retroceder ante cuantos escollos interpongan las nuevas formas del malestar en la cultura. Emilio Vaschetto, psiquiatra y psicoanalista argentino, ejerce su labor asistencial en el Hospital Central de San Isidro, en Buenos
Aires. Y, como nos ocurre a todos los que enfrentamos una labor similar, se las ve a diario con una clínica en exceso influida por otras variables que el pathos subjetivo. De ahí que haya elegido el plural para el título de la recopilación –«depresiones»–, y que le haya añadido una coda en forma de eco. Donde hoy sólo se escucha «depresión», en virtud de un reduccionismo que pretende asimilar la naturaleza del objeto de estudio a la de los materiales técnicos que emplea en su tratamiento, Vaschetto hace resonar algunos términos con que otras tradiciones han nombrado el epifenómeno depresivo, y que la psiquiatría actual haría bien en no olvidar.
Por coral, el libro resulta forzosamente heterogéneo, y sin embargo uno puede hacerse cargo de las intenciones que lo animan precisamente porque el compilador se ha encargado de mostrarlas al dividirlo en
tres partes, y de animar el debate en sendos frentes en el artículo que lo abre. Estas tres versiones en que el texto demuestra su pertinencia e impertinencia son la clínica, la política y la ética, y han de servir también de guía al lector, que encontrará así una unidad entre los artículos y sabrá disculpar algunos errores de edición que en nada empañan, por otro lado, la riqueza de las referencias y propuestas que se dan cita en ellos.
Estamos, pues, ante un libro nacido de una determinada ética, puesto que es, en rigor, desde ella desde donde se defienden una clínica y una política concretas, y de donde nace su espíritu crítico y denunciante: frente a la irresponsabilidad y la mauvais foi, la firme determinación de no desfallecer en la investigación de lo depresivo.
En la clínica, se denuncia la obturación de la subjetividad con las respuestas apresuradas del consejo o del psicofármaco, y se propone la dignificación del síntoma frente al trastorno. En la política, cuestión que hace a las estrategias que emanan de la concentración de determinados saberes y poderes, se defiende de nuevo el síntoma como producto genuino del sujeto ante su masiva objetivación. Se trata, en fin, de una ética de la responsabilidad subjetiva que viene a denunciar esa progresiva desresponsabilización del paciente a la que asistimos a diario en nuestro trabajo cuando lo vemos acogerse al término «depresión» tapando cualquier otra pregunta sobre su deseo. Y que es consciente de que una de las razones primeras de esa dimisión de sus obligaciones para con su libertad se sitúa en que seguramente el discurso médico ha tratado de mitigar las angustias ajenas intentando eliminar primero la propia.
Para enfrentar esta triple tarea, Vaschetto ha reunido intencionadamente a algunos estudiosos de ambos lados del Atlántico, sabedor de cuáles son algunos de los terrenos en que se juega la partida que acabamos de esbozar: la historia, la psicopatología y la misma práctica clínica, psicoanalítica o no.
Todas las aportaciones a este libro tienen en cuenta estos tres campos, aunque se decidan por uno de ellos ya para un estudio más detallado, ya para el simple esbozo de las problemáticas cuya reflexión se muestra más necesaria. Valga como ejemplo la visión histórica del problema de las depresiones que plantean los textos de J. C. Stagnaro, D. Matusevich, o Jean Garrabé, o el necesario e instructivo recorrido con el que J. M. Álvarez y J. Rodríguez Eiras nos muestran la mutación de la clásica melancolía en la actual depresión. François y Rokaya Sauvagnat se centran en las dificultades psicopatológicas que entraña la psicosis maníaco-depresiva, y G. Stiglitz y E. Berenguer aportan ejemplos claros del atolladero depresivo y las condiciones en que el sujeto puede retomar las riendas de un deseo detenido.
Cierra el volumen, con acierto, una conversación entre Vaschetto y G. García en que se someten a la prueba del diálogo algunas de las cuestiones cuya pertinencia e impertinencia el libro, en su conjunto, pone de manifiesto.
No por vulgarizado y casi ubicuo, el problema de las depresiones ha perdido su prosapia. Una respuesta a la altura de esta versión del malestar pasa por dignificar de nuevo su estatuto de expresión de la subjetividad, atender a su historia, y no ceder a la tentación de resolverlo en trastorno, convirtiéndolo en objeto y tratándolo con los otros tantos objetos con que la sociedad de consumo pretende restañar la herida de la división.
Es, sobre todo, esta ética frente al sufrimiento lo que encontrará el lector que eche un vistazo a esta recopilación."


Francisco Ferrández

LAS SOCIEDADES CIENTÍFICAS DEL SIGLO XVII

El caso Boyle *

"Un aspecto importante de los planteamientos baconianos es la idea implícita de una institucionalización de la ciencia como eje central de las políticas de estado. En sus días, Bacon propuso la fundación de una academia (una “Casa de Salomón” como él la llamaba en su obra póstuma La Nueva Atlántida), la cual no sería simplemente una sociedad culta, sino algo parecido a lo que hoy vemos como un centro de investigación y enseñanza en donde deberían existir laboratorios, jardines, bibliotecas, y se deberían recopilar los saberes de otras naciones. Esta idea de fundar una sociedad científica no atrajo mucha atención en sus días, como la mayoría de sus proyectos, sin embargo, años más tarde, se pondría en práctica un proyecto similar.

Con la ayuda de Carlos II y su movimiento restaurador, se funda en 1660, con John Wilkins como presidente, el “Colegio para la promoción del saber físico-matemático experimental”. Lo formaban cuarenta miembros y años mas tarde, como disposición del mismo Carlos II, se formalizaría como la “Real Sociedad para el conocimiento natural” o “Real Sociedad de Londres”. Esta sociedad adoptaría como su filósofo de cabecera a Francis Bacon, hecho que se puede ver reflejado en los estatutos redactados por Robert Hooke, así como en la importancia que se le dio a las disciplinas prácticas por encima de las teóricas; sesenta y nueve de sus miembros se dedicaban al estudio de los saberes mecánicos (Navegación, Agricultura) mientras que sólo quince hacían estudios astronómicos. Recién en 1703, con la llegada de Newton, la sociedad tendría un enfoque mucho más galileano.

A pesar de que aparecen Sociedades similares en otras naciones Europeas, como en Italia a finales del siglo XVI, habrá que esperar al siglo XVII para que se desarrolle una verdadera institucionalización de la ciencia. En Francia, el desarrollo de las instituciones siguió un curso similar al de Inglaterra; en 1666 se funda la Academia de Ciencias de París, orientando también su filosofía a fines prácticos y con influencia directa de los escritos de Bacon. En Alemania, el proceso tomarían un poco mas de tiempo, fundándose la Academia de Berlín en 1700.

La creación de este tipo de sociedades hace evidente el proceso de institucionalización de la ciencia en el siglo XVII así como el problema de la autoridad y legitimación en el conocimiento. La importancia creciente de instituciones como la Real Sociedad de Londres nos permite entender cómo la ciencia empezó a organizarse en este momento y cómo se empezó a reconocer que su desarrollo estaba ligado directamente a un fuerte sentido de comunidad. A continuación veremos el caso de Robert Boyle, un ejemplo claro de esta búsqueda de autoridad y legitimación.


Robert Boyle (1627-1691) y la institucionalización del experimento científico

Con Boyle, ocurre algo similar a lo que ocurre con la mayoría de los pensadores que hoy se consideran como padres de la ciencia; la historia sólo busca en ellos los aspectos modernos. Robert Boyle tiene una extensa obra que, en una edición moderna, sumarían seis volúmenes de ochocientas páginas cada uno. Sin embargo, para la visión contemporánea de la ciencia, sólo parecen ser importantes sus escritos sobre la relación entre la presión y el volumen de los gases sintetizados en la llamada Ley de Boyle.

Los experimentos desarrollados por Boyle con la “Campana de vacío” se convertirían en el símbolo de la nueva ciencia y su fundamento empírico. Como veremos a continuación, la justificación y argumentación presentada por Boyle tendría no sólo argumentos de tipo epistemológico sino también políticos e institucionales.

Boyle no sólo se preocuparía por generar nuevos conocimientos sobre el comportamiento del aire, sino por establecer las reglas adecuadas y los procedimientos que permiten legitimar el conocimiento. La presencia de testigos idóneos y la creación de un público en el marco de la Real Sociedad de Londres, constituye la creación de un ámbito social para las prácticas científicas y hace posible que la experiencia de unos pocos se convierta en una experiencia y un conocimiento universal.

Pero veamos, paso por paso, como se produce esta legitimación de conocimiento. En primera instancia, el problema al que se enfrenta Boyle al querer establecer los criterios para diferenciar opinión o creencia, de conocimiento, no es nada trivial. Es importante tener presente que las categorías de “conocimiento” o “ciencia”, que hoy en día pueden parecer obvias, no existen en el momento y están siendo construidas. [Debate con Hobbes]

La noción de “hecho” se presenta como fundamento del conocimiento objetivo y hace de la ciencia una forma de representar la realidad tal y como es, independiente de quien la escribe. Sin embargo, no hay posibilidad de hablar de conocimiento por fuera de la sociedad. Los hechos surgen en un proceso en el cual se involucran múltiples actores e intereses.

La existencia de un hecho implica crear consenso; hacer de una experiencia de pocos una vivencia universal. Boyle estaba consciente de ello y utilizó diversos métodos para convertir su experimento en un hecho universal. El primer y más fiel actor o testigo sería la misma máquina con la cual haría su experimento.

La “bomba de aire” o “campana de vacío”, es un aparato bastante complejo y costoso cuya fabricación requiere del talento de los mejores artesanos. Muy pocos tendrían acceso a este tipo de aparatos y sólo una institución fuerte podría costearse un producto de esta naturaleza. Pero, al ser un artefacto absolutamente restringido, lo que hace Boyle es hacer del conocimiento algo público. Una forma de asegurar la multiplicidad de testimonios es crear un espacio físico y social para mostrar hechos. Aunque esta idea la ampliaremos más adelante, el “ laboratorio” debe ser presentado como un espacio público, a diferencia de lo que había sido el gabinete cerrado del alquimista.

Pero hay otra forma aun más efectiva de reproducir los experimentos: en hojas de papel fáciles de replicar y que nunca fallan ni se deterioran. En efecto, Boyle reproduciría su experimento de manera escrita de tal manera que cualquiera pudiera conocer sus resultados. Se buscaba presentar un “retrato” o copia de la realidad, en donde el artista pareciera estar dibujando la naturaleza misma. El experimento es presentado de tal manera que el lector no considerara necesario repetirlo. Boyle presentaría sus fracasos, así como sus aciertos, a fin de no despertar dudas. Sin embargo, hay que ofrecer una mirada más crítica a este tipo de transmisión de conocimiento. Divulgar un experimento a través de prácticas representativas, (libros, artículos, etc.) es un excelente instrumento de legitimación que facilita el consenso de la comunidad científica.

Otro aspecto que es preciso tener en cuenta cuando se analiza ese deseo de hacer pública la ciencia, es qué tipo de público asiste al laboratorio. Para Boyle, el conocimiento se oficializa, en este caso, porque, a diferencia de la teología o la magia, tiene testigos; la ciencia se presenta como accesible a todos. Pero, lo interesante es que no todo el mundo puede “ver” lo que se está haciendo. Los testigos son idóneos y están de acuerdo sobre las reglas del juego. Una persona alejada del contexto científico, un campesino o un comerciante, por ejemplo, seguramente no hubiera entendido el propósito del experimento."


* Reseña extraída de la tesis de doctorado en Filosofía, sobre Historia de la ciencia, de Mauricio Nieto. Universidad de Londres – Imperial College.



La primer ‘máquina neumática’ (air pump) de Robert Boyle, en: New Experiments Physico-mechanical Touching the Spring of the Air (1660). Tomado de: Shapin, Steven. The Scientific Revolution. The University of Chicago Press, 1996, p. 97