Macedonio Fernández, la nostalgia de la página en blanco


Ricardo Piglia dice en un bonito documental que a veces pensaba que Macedonio Fernández es la literatura argentina[1]. No conozco lo suficiente el conjunto de esta literatura para confirmarlo pero, en todo caso, el encuentro con la escritura de Macedonio Fernández significó para mí el encuentro con lo más singular de la literatura argentina, aunque hubiera leído ya con fruición a Jorge Luis Borges o a Oliverio Girondo. Mi colega y amigo Germán García, escritor y psicoanalista, me dio a conocer sus escritos en Barcelona a través de las múltiples citas y referencias que hacía de él en sus charlas y seminarios. Después, antes de volver a Argentina, me dejó varios de los libros de Macedonio que tenía en su biblioteca y que desde entonces entraron a formar parte de la mía. Siempre me ha parecido que los textos de Macedonio Fernández condensan y desplazan, despliegan y concentran, algo muy esencial de la lengua y de la cultura argentinas, con sus tropiezos y vacíos, con sus idas y venidas, con sus exilios y múltiples procedencias. Y lo hacen, por decirlo así, a través de un arte de rodear las ausencias y los silencios, los espacios en blanco.

La página perdida
Macedonio Fernández viene a ser así uno de los mejores antídotos contra el «todo lleno» al que nos empuja la civilización con la promesa del goce absoluto. Parece que casi nunca pensaba en publicar y que fue por la insistencia y el cuidado de sus más próximos que nos han llegado finalmente sus escritos. En el universo literario, si existe algo así, se nos aparece él mismo como el personaje de uno de sus «no-en-seguida-chistes», esos chistes que no se ríen de inmediato porque requieren un tiempo de espera, cierto vacío, cierto tiempo de comprender. Por ejemplo: «Fueron tantos los que faltaron que si falta uno más no cabe»
[2]. Es seguramente este el lugar que le cabe ocupar a Macedonio Fernández en la literatura universal, el de no llegar a caber si faltaba uno más… por si ese que faltaba fuera él. Ese lugar llegó a hacérselo, casi sin proponérselo, a través del vínculo especial que mantenía con la página en blanco, con su paciente escritura no exenta de ambivalencia ante objeto tan paradójico. De hecho, Macedonio buscaba y evitaba la página en blanco, como un fóbico y un nostálgico a la vez de su ser de objeto. Se identificaba así con su estructura antinómica al aparecer él mismo en ausencia, con ese rasgo de no estar nunca ahí donde se lo esperaba, recién venido siempre de Otro lugar. La escritura, decía Freud, es el lenguaje del ausente y es por la magia de la misma escritura que se hace existir también este lugar. Desde ahí viene y escribe Macedonio Fernández. Este lugar de la letra, lo sostiene y lo hace presente de manera especial en la página en blanco en la que llegó a encontrar el defecto más íntimo de la literatura.

Todos sus defectos [los de la literatura] se hicieron públicos así; ocasionáronse desventajosas comparaciones con el papel en blanco y sobrevino la nostalgia de esta clase de papel, que debe haber existido alguna vez toda una hoja en blanco de papel; parece haber sido encontrada inmediatamente encima de la torre de Babel, del Arca de Noé y del descubrimiento de América, en ruinas, y que habríase de volver a inventar como el agua en un cabaret[3].

La nostalgia de la página en blanco es seguramente el mejor (auto)diagnóstico de Macedonio Fernández. Una melancolía fundamental, estructural, elemental, de la letra convertida en el objeto por excelencia[4]. Es el objeto de una mirada que añora la nada en la que se inscribió, por primera vez, la escritura para rodearla. Macedonio Fernández se reconoce así como un melancólico de la pureza de la página en blanco, de la página primigenia, de una primera y originaria «toda una hoja» que alguna vez tuvo que existir, como piedra, tablilla de arcilla o pergamino. Porque, en efecto, ¿en qué momento un objeto fue elevado a la dignidad de superficie para acoger la inscripción de un signo, de una letra? Este momento único, irrepetible, pero repetido también cada vez que alguien aprende a escribir, es el verdadero prólogo macedoniano de todo lo escrito, momento presente en cada letra de su texto como lo que ha perdido de su ser.
Macedonio, que siempre rellenaba con su paciente letra el papel en blanco hasta los límites de la página cultivando, como decía, «el lleno completo», buscaba también una verdadera página en blanco, esa que, según su parecer, dejó de existir con la literatura misma. Y es curioso que la suponga en la cúspide de la siempre inacabada torre de Babel, él, que se vanagloriaba de saber callar en varias lenguas…

Esta página en blanco irremisiblemente perdida es también la página más real, la que no cesa de no escribirse, y está por lo mismo tan perdida que hay que volverla a inventar… en cada acto de escritura. ¿Sería este uno de los mayores designios de la escritura de Macedonio Fernández como autor? Pero precisamente, nada más dudoso que hablar de Macedonio Fernández como autor. Más bien es él mismo, como sujeto, quien se ha identificado con esta página en blanco imposible de volver a encontrar pero que alguna vez fue, que alguna vez estuvo… Tanto es así, que algunos han llegado a especular con la peregrina idea de que Macedonio Fernández nunca existió en realidad, que fue tal vez sólo un invento de Jorge Luis Borges, seguramente de los más reales en distinguirse de esa realidad en la que creemos a pie juntillas. Y sí, Macedonio más real todavía en la página en blanco que alguna vez estuvo, «toda una hoja», en la cúspide de la Torre de Babel, o en el Arca de Noé como una especie preservada del diluvio universal de la escritura, o de la América supuestamente descubierta… (Imaginamos aquí la ironía macedoniana: no, si en verdad yo y mi realidad estábamos ya a punto de existir antes de ser descubiertos).

La ficción de su escritura nos asegura que pareció encontrarse esta página en blanco en las ruinas de aquellas tres grandes ficciones occidentales de la totalidad: la de todas las lenguas en la Lengua universal, la de todas las especies y razas en la Humanidad, la de todas las alteridades en el Otro de la América descubierta… Pero es este Otro el que cada vez existe menos y sus ruinas son en realidad las de la propia página en blanco. Nos quedan sólo los restos ilegibles de lo que fue. Pero ¿qué serían los restos, las ruinas de una página en blanco? La imagen es fuerte y no resiste la rápida atribución de una idealización de la página en blanco como pureza del objeto virgen e inmaculado. Debajo de esta apariencia demasiado forzada de lo que ella es como objeto, subsiste su ser como resto en la letra misma de cada
escrito. Por esto, a la vez, los restos ilegibles de la página en blanco hacen públicos los defectos, las faltas, de la propia literatura que saldría sin duda perdiendo en la comparación con ella.

¿Sería pues la literatura el intento incesante y renovado de reconstruir, de escribir la página en blanco en su ser «toda una hoja»? Samuel Beckett lo mantuvo una vez como su principal y último objetivo. Tanto como su misma imposibilidad en el objeto que rodea, una y otra vez, sin cesar de no encontrarlo.
Lituraterre, llamó Jacques Lacan a esta operación que linda con el uso del inconsciente.

Tiempo de silencio
El espacio en blanco que hace posible la escritura es también el lugar más propicio para las reversiones del tiempo en el sujeto, para la aparición de un tiempo interno de la escritura en el que Macedonio se movía siempre con gusto por la paradoja. Es el tiempo lógico de la escritura que está de algún modo presente en todo decir, en toda enunciación. Así, por ejemplo…

… una urgente carta abierta que [alguien] desde hace meses está apurado en publicar pronto. En ella hay un buen espacio en blanco, porque desearía que en él insertáramos su fotografía oral con modificaciones favorables, pues dice es la única fotografía que anticipa los rasgos que presentará su fisonomía en un porvenir cercano, cuando él será más joven. Antes, nunca dejó blancos en sus artículos ni en las entrevistas y reportajes que se le hacían, porque el periodismo los aprovecha para perjudicar a los escritores con la sospecha de haber estado callados un instante, y también revelan que ese instante no sólo fue de silencio incapaz sino de mortal vejez, insertando allí el retrato sin esperar a que uno sea más joven[5].

Es en los blancos de la carta donde la imagen siempre por venir del sujeto parece anticipar su propia muerte, su propia desaparición. En una suerte de Mr. Button de la escritura que, a pesar de haber invertido la cronología del tiempo, no escapa a la muerte transmitida por lo simbólico del lenguaje. Antes bien, es en la escritura donde encuentra esa muerte en su mejor definición, como la letra que mata. El silencio de la pulsión de muerte se aviene, en efecto, a ser simbolizado en aquello que no deja de no escribirse. El blanco entre las palabras y las letras, el blanco de la página tomado en su unidad indestructible, unidad que pervive y se reproduce también en sus ruinas, tiene así su lugar en la escritura como intento repetido de transcribir el silencio, un silencio que no es ya el de un decir tácito (taceo) sino el de la propia pulsión de muerte que se presenta con otro silencio (sileo). Para Macedonio Fernández, alcanzar la escritura de ese silencio parecería lo más digno de la profesión literaria.

«El esfuerzo feriado de páginas en blanco que hemos leído tantas veces dispersas en la foliación de libros, ocasionándonos la única perplejidad posible y privativa a la especie lectora, esas ocho o diez páginas de heroísmo de autor y que el lector, en ella tergiversado, sostendrá siempre que no las compró, que no injuriaban su pensamiento de compra; ese esfuerzo, señores, de transcripciones del silencio, banal aunque de buen anhelo y presentimiento, era capitulación del poder de la palabra. Para la literatura es una claudicación confesarse incapaz de expresar con palabras el silencio y acogerse a las páginas en blanco. La imitación literaria del silencio era la sola digna de nuestra profesión; es por fin lo técnico en el asunto.»[6]

Aún siendo «capitulación del poder de la palabra», el silencio escrito por la página en blanco es el producto más interior y entrañable de las propias palabras, del lenguaje llevado hasta sus últimas consecuencias. La confesión de impotencia del poder de la palabra se acoge en la página en blanco para hacer presente precisamente ese silencio que ninguna palabra llegará a escribir pero que cada palabra no cesa de vehicular en su propia escritura. Porque, a la vez, ¿qué palabra podría evitar el blanco que produce entre sus letras, entre ella y la otra palabra, entre la frase que compone y la siguiente, entre la página que despliega y la siguiente…? La página en blanco hace presente para Macedonio Fernández el heroísmo del autor, su esfuerzo por escribir el silencio, el único que valdría la pena escribir en esa página, aunque el lector nunca reconocerá haberla adquirido. ¿Qué haría, sin embargo, ese lector sin ella? Simplemente, no podría tener lugar.
Macedonio Fernández es así una de las mejores oportunidades para que el lector encuentre un lugar en la página en blanco, para hacerse su mejor lector.

Horror vacui
Es de señalar que Macedonio Fernández no tuviera nunca un interés especial en publicar sus escritos. De hecho, fue gracias a su hijo, y también a algunos amigos, que podemos tener hoy la posibilidad de leer buena parte de sus textos convertidos en libros. Lo suyo era más bien una maleta en la que las páginas escritas más variadas se mezclaban con alfajores, una maleta transportada de pensión en pensión de la ciudad de Buenos Aires.
Y, sin embargo, tenía muy presente la estructura del libro con sus páginas en blanco incluidas, aunque las definiera precisamente como «originales páginas de editor» en contraste con las «páginas de autor», al parecer mucho menos originales.

Le di al Editor en un solo libro 10 oportunidades de páginas en blanco: quedó tan enamorado de esta liberalidad con él que, metido en ánimos, previno a toda su clientela que su imprenta no aceptaba sino libro con 10 o más páginas en blanco. Sabido es que éstas son las originales páginas de editor en todo libro de páginas de autor[7].

Las llamadas «páginas de cortesía» que todo libro bien editado debe contener son las páginas donde la escritura de Macedonio Fernández se hace pura enunciación. En realidad, a la hora de escribir su increíble Museo de la novela de la Eterna, allí donde se suman los prólogos, preprólogos y posprólogos de manera inacabable —o inempezable como mejor se vea—, la escritura de Macedonio Fernández se revela como un intento incesante de escribir en esas páginas de cortesía, de excluirlas y hacerlas existir a la vez a base de no terminar de empezar la novela, o de no empezar nunca de terminarla.
Macedonio Fernández jugará así con la ironía de demostrar lo inútil de la página en blanco pidiendo su exclusión definitiva en su libro.
Veamos una de las múltiples notas y observaciones contenidas en su novela concluida de manera tan inacabada como la vida misma.

1.º Nota de Posprólogo; y 2.º observaciones de Ante-Libro
Posprenotados útiles ocuparán aquí cuatro o cinco páginas en reemplazo de las mismas que, en blanco, no dicen nada en el tomo común de la «asendereada-estructura-tradicional-del-encuaderna­miento-de-lo-literario» que han impuesto los Editores.
[8]

Un horror vacui radical lleva aquí al escritor a sustituir, y no tanto a rellenar, las páginas en blanco que el editor incluye en el libro debidamente encuadernado con la serie de prólogos y posprólogos que harían infinito el texto literario, en un deslizamiento interminable de la significación que llegaría a borrar ese vacío producido por su necesaria detención en un punto. Joyce concibió su Finnegans Wake como un texto circular, donde el final empalma con el principio, para eludir la imposibilidad de ese punto final. El último capítulo del Ulysses es un texto que también elude la puntuación para dejarla a cargo del lector intérprete. Para Macedonio se trata más bien de sustituir el espacio en blanco que la puntuación produce por un texto que se extiende en prólogos y autorreferencias al infinito. Bajo la imagen irónica de una insurgencia del autor contra la inutilidad de la página en blanco impuesta por el editor, se construye con la mayor precisión un texto que incluye finalmente a ese editor en su propia estructura:

Espero que el mío, mi Editor, no me sacará a la burla de todos insertando las cinco hojas en blanco —que doy aquí por reemplazadas— y, seguidamente, la presente crítica a esa práctica. Si hay Crítica para lo escrito, yo hago la de lo en blanco; que así recibe publicidad de los editores y crítica de mí, todos los homenajes de lo escrito. Esas hojas blancas, textos de desdén a lo literario, son las páginas de autor con que se visten figuración de polígrafos en todo libro los nunca autores, los siempre inéditos editores[9].

La página en blanco viene a encarnar aquí la necesaria alteridad que el autor encuentra en el editor, su primer intérprete a la hora de poner su texto en forma de libro. Y Macedonio se hace el crítico irreductible de esa página y de ese editor que se inmiscuyen inevitablemente en el texto como lo más inédito de él. De ahí también el explícito rechazo de cualquier presunción de autoría de esas páginas inútiles que siempre serán tenidas por ajenas.

Repudio como fraguadas todas las páginas blancas que se publiquen aquí, como originales de mi firma, en redondo las desconozco auténticas, aunque parcialmente contuvieran algún ingenio o pensamiento, y aun a veces alguna de ellas fuera hija de mi pluma en correlación con ciertos momentos de ‘en blanco’ en mi mente, como quisiera algún editor hacerlo pensar[10].

Es de subrayar la precisión de esta expresión —«las desconozco auténticas»— para decir la inevitable autenticidad de la autoría de la página en blanco que quiere ser desconocida a la vez por ese mismo autor. Sería distinto haber escrito «no las reconozco auténticas». Más bien las desconoce del mismo modo que el Yo desconoce el inconsciente, los pensamientos que sólo se le aparecen como una página en blanco. Sin duda, con esta operación de ficción aparente Macedonio Fernández reconoce muy bien el lugar nodular e irreductible que la página en blanco ocupa en su texto y, por ende, en cada texto escrito. Y hace el recuento de todas sus posibilidades.

Considérese que son: cuatro o cinco al comienzo del libro —el Editor comienza con lo suyo—; cuatro o cinco más después de Fin, como si fuera necesario que por lo menos en blanco la Novela continuara; varias entre capítulos, otra con el título de la obra; otra de repetición de la tapa; y todo abusado de márgenes —una veintena, pues, de páginas en que el autor no está publicando nada y el continuo lector nada ha comprado en la librería[11].

No hay modo, en efecto, de sacarse de encima la alteridad del Editor, de la página en blanco para el texto. Es el Editor quien manda desde el principio puntuando el comienzo del texto y es el Editor quien continúa la Novela con las páginas en blanco más allá del punto final marcado por el autor. Pero esa función irreductible del Editor y de la página en blanco están también presentes en los márgenes mismos del texto en cada página. Y, podemos seguir nosotros, también en cada espacio entre las palabras, y entre las letras… Mejor pues, dirá Macedonio, incluir decididamente al Editor en el texto con sus observaciones.

Observación del Editor. Se me permitirá el aserto respetuoso de que, en efecto, el gran novelista que estoy aquí editando y cuyas dotes de ingenio y fácil extensión de párrafos todo el público conoce desde de lejos (con nuestra propaganda se acercará más) ha necesitado (no hablemos de dineros) a veces, cuando ya no podía más con su literatura, enviarnos entre sus manuscritos algunas páginas en blanco, foliadas seguidamente, de algún relato trunco, y hemos comprendido que nos tocaba hacer algo fuera de contrato[12].

Es por eso que presentándonos su rechazo de la página en blanco en esta suerte de horror vacui literal, nunca mejor dicho, Macedonio Fernández se revela a sí mismo y finalmente al lector como un nostálgico de esa página que nunca cesará de no escribirse.


Miquel Bassols


[1] Ricardo Piglia, Macedonio Fernández. Documental, producido por la Secre­taría de Cultura de la Nación, Argentina, dirigido por Andrés di Tella en 1995.
[2] Macedonio Fernández, Papeles de Recienvenido, Buenos Aires: Losada, 1944, p. 175.
[3] Macedonio Fernández, Papeles de Recienvenido y Continuación de la Nada, Obras Completas, volumen IV, Buenos Aires: Editorial Corregidor, 1989, p. 73-74.
[4] Ver al respecto el libro de Germán García, Macedonio Fernández, la escritura en objeto. Buenos Aires: Siglo XXI, 1976.
[5] Macedonio Fernández, o. cit., p. 23.
[6] Macedonio Fernández, o. cit., p. 54.
[7] Macedonio Fernández, o. cit., p. 74.
[8] Macedonio Fernández, Museo de la novela de la Eterna, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1967, p. 114.
[9] Macedonio Fernández, Ibídem.
[10] Macedonio Fernández, Ibídem.
[11] Macedonio Fernández, Ibídem.
[12] Macedonio Fernández, o. cit. p. 114-115.