CONCURSO. Para lectores de Thomas Pynchon y Jacques Lacan





“Contra lo que le dicta el sentido común, seguramente porque no hay nadie más a quien contárselo, Maxine sabe que tiene que comentar la jugada con Shawn.
Shawn ha ido a visitar a su propio terapeuta, así que Maxine se sienta a esperar en la antesala y hojea revistas de surf. Llega despreocupadamente diez minutos tarde, montado, se diría, en una ola de dicha.
-Me siento uno con el universo, gracias –la saluda-, ¿y tú?
-No hace falta que te pongas borde, Shawn.
Por lo que Maxine puede adivinar, el terapeuta de Shawn, Leopoldo, es un psiquiatra lacaniano que se vio obligado a dejar el ejercicio honesto de su profesión en Buenos Aires hace unos años, debido en no poca medida a la injerencia neoliberal en la economía de su país. La hiperinflación con Alfonsín, los despidos masivos de la era Menem-Cavallo, más la obediente sumisión del régimen al FMI, debieron de parecerle una Ley del Padre lacaniana fuera de control, y, tras aguantar lo que pudo, Leopoldo acabó viendo poco futuro en la ciudad encantada que amaba, así que dejó la práctica de su profesión y su suite de lujo en el barrio de psiquiatras conocido como Villa Freud, y partió hacia Estados Unidos.
Un día Shawn estaba en una cabina telefónica de una calle del centro, haciendo una de esas llamadas obligadas que de verdad tenía que hacer, y todo lo que podía ir mal iba mal, no paraba de echar monedas de veinticinco centavos, pero no conseguía señal de llamada, los contestadores automáticos le soltaban sus rollos, cabreándolo cada vez más, hasta que alcanzó el nivel de rabia neoyorquina habitual y se puso a golpear el aparato con el auricular mientras gritaba puto Giuliani, y entonces oyó una voz humana, real, tranquila: “¿Algún problemilla por ahí?” Más tarde, claro, Leopoldo admitió que buscaba negocios de ese modo, merodeando por lugares donde era probable que estallaran crisis de salud mental, como las cabinas telefónicas de NYC, sobre todo si antes había quitado todos los rótulos de “No funciona”.
-Puede que deje un tanto que desear éticamente –piensa Shawn-, pero son pocas sesiones por semana, y no siempre duran los cincuenta minutos enteros. Y al cabo de un tiempo empecé a comprender lo mucho que Lacan se parece al zen.
-¿Eh?
-La falacia total del ego, básicamente. Quien crees ser no es quien eres en absoluto. Lo que es mucho menos, y al mismo tiempo…
-Mucho más, sí, gracias por la aclaración, Shawn.
Teniendo en cuenta la historia de Leopoldo, parece un buen momento para sacar el tema de Windust.
-¿Tu psiquiatra te habla alguna vez de la economía de allá?
-No mucho, es un tema doloroso. El peor insulto que se lo ocurre es llamar neoliberal a la madre de quien sea. Esas políticas destruyeron la clase media argentina, jodieron más vidas de las que nadie haya sido capaz de contar hasta ahora. Tal vez no sea tan terrible como que te hagan desaparecer, claro, pero no deja de ser una putada ‘loquesea’. ¿Por qué lo preguntas?
-Alguien que conozco estuvo metido en todo eso, a principios de los noventa, y ahora trabaja fuera de D.C., pero sigue todavía en ese tipo de negocios repugnantes, y estoy preocupada por él; soy como el tipo con la brasa de carbón: no puedo desprenderme de él. Es peligroso para mi salud, y ni siquiera tiene nada hermoso, pero aun así necesito seguir aferrándolo.
-¿Es que ahora te has colgado de… de criminales de guerra del Partido Republicano? Espero que utilices condón.
-Qué gracioso, Shawn.
-Vamos, se nota que no te ha molestado.
-¿Qué no me ha molestado? Espera un momento. Ese de ahí es un Buda de hierro forjado, ¿no?, pues mira. –Alarga la mano hacia la cabeza del Buda que, por descontado, en cuanto la alcanza, se ajusta a su mano a la perfección, como si estuviera diseñada a propósito como empuñadura de un arma. Al instante, todos los impulsos agresivos se calman.
-Me he leído sus antecedentes –intentando no caer en el tono del Pato Lucas-: tortura con picanas eléctricas, deseca gobiernos enteros en nombre de una mierdosa teoría económica en la que posiblemente ni crea, no me hago ilusiones con respecto a lo que es…
-¿Y qué es?, ¿un adolescente incomprendido que sólo necesita ligar con la chica adecuada, que, mira por dónde, resulta que tiene todavía menos idea de nada que él? ¿Hemos vuelto al instituto, Maxine? Competimos por chavales que van a ser médicos o a acabar en Wall Street, pero en secreto, todo el tiempo, lo que de verdad deseamos es fugarnos con los drogatas, los ladrones de coches, los chicos malos del barrio…
-Sí, Shawn, y no te olvides de los surfistas. Discúlpame, pero ¿quién te crees que eres para soltarme ese sermón? ¿Qué pasa en tu propia práctica, cuando quieres salvar a alguien pero acabas fastidiándolo?
- Lo único que hago es intentar lo que Lacan denomina “despersonalización benevolente”. Si me obsesionara en “salvar” clientes, ¿cuánto bien crees que haría?
-¿Mucho?
-Prueba otra vez.
-Umm…, ¿no mucho?
-Maxine, me parece que ese tipo te da miedo. Es la Parca, se te ha metido en la cabeza y estás intentando utilizar tus encantos para salir del agobio.
-Uf. ¿No es éste el momento de marcharse dando un portazo, con un digno por inequívoco “¡que te den!” lanzado con desprecio por encima del hombro?
-Bueno. Déjame pensarlo.”

Thomas Pynchon, Al límite.
Tusquets editores, Barcelona, 2014

Querido lector:
Lo dejamos pensar: ¿quién es Leopoldo, el psicoanalista lacaniano de Buenos Aires del que habla Thomas Pynchon?

El primer lector que conteste la pregunta correctamente recibirá un ejemplar del libro.

Un día perfecto para el pez subjetivo - Pablo Black



Novedad de biblioteca:
Les acercamos el texto de Pablo Black, “Un día perfecto para el pez subjetivo”. Trata del día anterior a que Masotta leyera en la École Freudienne de Paris. Texto incluido en  la revista El puente – Conexiones del psicoanálisis Nº 3, y que recibimos la semana pasada (donación de su Director Damián Leikis). Editada por la Asociación Centro de Investigación y Docencia Corrientes-Chaco en la ciudad más antigua del nordeste de Argentina. El índice de este número está compuesto con trabajos de los siguientes autores: Damián Leikis, Germán García, Enrique Acuña, Emilio Vaschetto, Viviana Fruchtnich, Marcelo Alé, Ignacio Penecino, César Mazza, Alejandra Fernández, Mónica Krehibon, Ana Mayol, Martín Gómez, Fátima Alemán, Carla Molinas Mañanes, María Isabel D´Andrea, Fernando Kluge, Carlos Trujillo, Evelina San Martín, Martín Alvarenga, José Gabriel Ceballos, Pablo Black, Martha Bardaro, Elizabeth Bergallo, Adriano Duarte, María Eirin, Fabián Yausaz.




Un día perfecto para el pez subjetivo
Estamos en París, en 1975. Es de noche y un hombre y una mujer conversan en una habitación de hotel. Hablan en castellano y lo hacen distendidamente, en confianza como quien dice, aunque al tipo se lo nota contrariado, por momentos molesto, pese a que intenta disimularlo. La mujer, llamémosla Rithée Cevasco, es joven y hermosa, con seguridad no sobrepasa los veintiséis años, y ahora, en este preciso momento, se retira de la habitación. Se va, pero antes de atravesar la puerta se detiene para hacer un último comentario. Son palabras alentadoras, destinadas a cambiarle el ánimo al hombre, a poner paños fríos. El tipo le agradece la preocupación, y con una sonrisa sesgada, un gesto inconfundiblemente suyo, la despide hasta mañana.
Una vez solo, el hombre se apura a encender un cigarrillo. O mejor y más probable: una vez solo, el hombre enciende un nuevo cigarrillo con el anterior, habida cuenta que fumar, y hacerlo con devoción, ha sido desde siempre otro gesto inconfundiblemente suyo. Luego se sienta a un pequeño escritorio y, mal predispuesto, muy mal predispuesto, comienza a revisar unas hojas mecanografiadas. El hombre, llamémosle Oscar Masotta, ya no es joven, tiene exactamente cuarenta años, y si consideramos que morirá en cuatro, habría que decir que se encuentra en el final de su vida.
Pero eso, claro, él no lo sabe. Y tampoco viene a cuento. Al contrario, el momento en que nos encontramos condensa o va a condensar algunas de sus líneas vitales más intensas, así que nada que ver con la muerte.
El texto que revisa fue escrito por él y lleva uno de esos títulos horribles y extensos que tanto parecen gustarle: “Comentario para la École Freudienne de Paris sobre la fundación de la Escuela Freudiana de Buenos Aires”. Por lo demás, se trata de un buen texto; incluso, visto en perspectiva, se diría que de los mejores que ha escrito, un texto de pura cepa masottiana. Sin embargo, en esta noche parisina de 1975, representa un verdadero problema, un dilema hecho y derecho.
Masotta debe leerlo mañana frente al doctor Jaques Lacan y a su séquito de la Escuela Freudiana de Paris, a fin de que éstos, pero sobre todo aquel, den por buena la escuela de psicoanálisis que ha fundado en Buenos Aires junto a otros secuaces. Hasta ahí todo bien. No es que necesiten la aprobación de Lacan, pero la verdad es que sí, la necesitan. Y para eso hay que esperar a mañana. Pero resulta que el trámite se complicó de antemano. Por ese celo propio de quien tiene mucho que perder, Lacan pidió echar un ojo al texto antes de su lectura pública, y al parecer no le gustó, o no quedó conforme, o como sea que exprese descontento la gente quisquillosa como Lacan. No le gustó y además se encargó de transmitirle sus objeciones a Rithée Cevasco, para que ésta, a su vez, se las transmitiera a Masotta. 
Rithée, olvidamos decirlo, es francesa y psicoanalista y también, dado que habla muy bien castellano, la traductora de Masotta en esta ocasión. De ahí su visita al hotel. Fue, como se deducirá, a ponerlo al tanto de las opiniones del doctor: “Quiere que corrijas el texto”, dijo Rithée, “dice que hablás demasiado de vos”.
Pongámonos en situación. La crítica ya lastimaría si la inflingiera cualquier hijo de vecino —pocas cosas hieren más el amor propio como que nos acusen de excesivo ego—, pero proveniente de Lacan, el tipo que más y mejor lapidó a las psicologías del yo, bueno…, resulta directamente demoledora. Por lo demás, no hay vuelta que darle, el doctor tiene razón: Masotta habla demasiado de sí mismo, tanto más si consideramos que el texto es o debería ser el testimonio de la fundación de una escuela, una experiencia esencialmente colectiva.
Lacan tiene razón, decíamos, pero se queda corto, muy corto. No es que Masotta hable mucho de sí, Masotta no hace otra cosa. Y eso por lo menos desde los primeros años de la década del 60. Entonces sufrió uno de esos derrumbes personales que incluyen al mundo entero, a todos y cada uno de los fantasmas de una época. Un derrumbe digno de Francis Scott Fitzgerald. Y basta leer sus textos “Roberto Arlt, yo mismo” y “Seis intentos frustrados de escribir sobre Arlt” para saber de qué hablamos. Sí, es cierto, el tipo que aparece allí desnudo y hecho flecos es Masotta, pero de su derrumbe han participado multitudes: una generación de intelectuales, una clase social vergonzosa, la geografía (ser un pequeño intelectual latinoamericano), la familia, el dinero, las teorías, la política, Sartre, la literatura y todo cuanto se nos ocurra.
Pero, claro, por supuesto, también está la historia personal, el cuerpo y el sujeto que han colapsado; el señor Oscar Abelardo Masotta, digamos. ¿Y quién era ese hombre antes del derrumbe? Buena pregunta, Masotta se la hizo una y mil veces, todavía se la está haciendo… Lo único cierto, lo único de lo que Masotta puede dar fe al mirar atrás, es que se trataba de un tipo con grandes expectativas que nunca veía realizadas, un tipo que se la había pasado de aquí para allá, comenzando y abandonando vidas, destinos, formas de ser, un tipo que no había hecho más que tantear, siempre provisorio, siempre inconcreto… En fin, un tipo desorientado, que había marchado tras la zanahoria llamada sí mismo hasta que un bendito día cayó extenuado.
Masotta había tocado fondo y estaba roto. Su nombre no le representaba nada. Había fracasado y estaba desahuciado y vacío (“soy un hombre seco y vacío al que sólo le interesa el análisis”).
Y cualquiera en su lugar probablemente hubiera barajado dos alternativas: o bien decir adiós mundo cruel, o bien intentar un cambio radical, convertirse en otro... Pero estas no eran opciones para él. La idea de volverse otro sólo podía ser un chiste, dado que hasta entonces no había intentado otra cosa; en cuanto a matarse…, bueno, la verdad es que probó hacerlo, y en tres oportunidades, pero fracasó también en eso.
Así y todo encontrará la salida.
Puede que no haya fracasos ejemplares, y menos aún edificantes, pero hay quienes obtienen una lúcida sobrevida del infierno. Quizás Masotta tuvo que quedarse sin nada, incluso sin alternativas, para poder levantar cabeza, para darse cuenta de quién era. ¿Y quién era? Pues nadie más que el que había sido, un hombre al tanteo, un tipo desajustado, inconcluso. Eso había sido y eso era.
Entonces, en vistas de las circunstancias, no le quedará otra que hacer de tripas corazón. Con una capacidad de resiliencia que sólo cabe admirar,  Masotta montará el segundo acto de su vida sobre la matriz de su fracaso, y sin cambiar absolutamente nada, no siendo más que el que es, en adelante hará de la precariedad y lo provisorio la condición de todo cuanto toque.
Pensar, escribir, la vida misma… todo adquirirá su forma inconclusa y transitoria. Más aún, transformará su propia intimidad, su espacio subjetivo, en el escenario donde lo público y lo privado, las teorías y la historia personal se mezclan hasta volverse indiscernible como pis y mierda de gallina. De ahí que en sus intervenciones no tenga el menor empacho en poner sobre la mesa la fragilidad de sus argumentos, el carácter subjetivo de sus ideas, los titubeos y las contradicciones… De ahí que corregirse se vuelva una de sus grandes pasiones, y que sus textos abunden en tachados, revisiones, salvedades y llamados al pie.
En cierta forma Masotta ha descubierto las ventajas del making of, y no  ha dudado en hacer de éste su estilo. Un estilo riesgoso —Alberto Giordano lo describe como un hombre en peligro—, que va a contrapelo de cierta paquetería de críticos e intelectuales, esa que exige borrar toda evidencia de los derroteros, como quien patea la escalera después de haber subido por ella: “Yo sé que es de mal gusto referirse a las barreras que no se han podido franquear”, ironiza en “Roberto Arlt, yo mismo”.
Pero regresemos a París, a 1975. Habíamos dicho que Lacan se quedaba corto, ahora creemos que directamente se equivoca, o que más bien no tiene idea. Convengamos que queda medio pavote reprocharle a un pez gordo subjetivo que hable demasiado de sí mismo. Y ni qué decir de mandarlo a corregir… Es casi casi una provocación, como decirle: a ver, a que no nadás.
Masotta continúa sentado en el escritorio. Lleva ya un buen tiempo dándole vueltas al asunto. Ha revisado su texto unas diez veces y aún no encuentra por dónde empezar con los retoques. Tiene dudas. No sabe qué hacer. Lo único seguro es que quedan pocos cigarrillos y la noche apunta para larga. Quizás lo mejor por ahora sea bajar a comprar más.

Epílogo:
Masotta acaba de leer el texto frente a la École Freudienne de Paris. Lo leyó tal cual, no corrigió ni una coma. Al público pareció gustarle, a juzgar por la atención y el buen ánimo con que lo escucharon. De hecho estamos en el cóctel y algunos integrantes de la École se acercan a felicitarlo. Ahora Masotta conversa con Rithée Cevasco, y lo hace notoriamente más distendido que la noche anterior. La conversación, supongamos, versa sobre los temas más peregrinos, aunque probablemente, ya sabemos cómo es esto, no hablen de otra cosa que de psicoanálisis. Sólo resta un detalle para que todo sea perfecto, y ese detalle comienza a caminar en dirección a Masotta. Y ahí están, uno frente al otro. Jaques Lacan lo saluda y luego dice: “En público suena muy bien…”, y puede incluso que le sonría.
Una vez más no ha cambiado nada, pero Masotta comienza el tercer y último acto de su vida.


Pablo Black