BREVES 24-LECTURAS COMENTADAS-OCTUBRE 2019-BIBLIOTECA DEL CENTRO DESCARTES


                                                                                                                                                                   
                                                          BREVES 24
                                                                                                            
                                     Octubre 2019
                                                                                                            
En este número:
Guillermo Saavedra
Daniel Link
Graciela Fabi
Julio Riveros
Andrea Buscaldi
                                                                                                            


Teoria de la prosa, Ricardo Piglia, Eterna Cadencia, 2019. Por Guilermo Saavedra, Poeta y Escritor. Presentado en Lecturas Críticas (Fragmento)


La luz lunar que nos alumbra


    La amistad se resiente, como todo afecto, de la ausencia. Hablar hoy aquí de un nuevo libro de Ricardo Piglia, de quien tuve el honor de ser amigo, es para mí al mismo tiempo una alegría y una pena. Por un lado, el hecho conlleva la amable sorpresa de comprobar que su talento nos tenía reservada una nueva gema: esta Teoría de la prosa que, gracias a los buenos oficios de su última gran colaboradora, Luisa Fernández, transcribe con claridad, y sin perder la espontaneidad del Piglia oral, un seminario dictado por el escritor en la Universidad de Buenos Aires en 1995 sobre las novelas cortas de Juan Carlos Onetti. Por otro lado, obliga a constatar una vez más la calidad de todo lo que hemos perdido con su muerte. A uno de los escritores más inteligentes y originales de la segunda mitad del siglo veinte. A un narrador que hizo de la reflexión un modo de la intriga ficcional y de la ficción un campo de pruebas de las ideas más audaces y sugestivas sobre la historia política y cultural de nuestro país. A un ensayista que prefirió siempre pensar la literatura desde la orilla fértil y autónoma de la creación y no desde la ribera a veces demasiado arenosa de la teoría. A un autor que, lejos de refugiarse en la intimidad de su laboratorio creativo, puso a funcionar su máquina de contar historias en generosa interlocución con sus pares y con autores noveles (a quienes, me consta personalmente, nunca se cansó de apoyar), con docentes y periodistas, con el público masivo de la televisión y, como bien lo prueba este libro, con alumnos universitarios de la Argentina y los Estados Unidos.

   Interesado desde siempre en la obra de Juan Carlos Onetti, en su universo siempre oblicuo, tangencial, construido en la intimidad de una voz taciturna y melancólica que abreva un poco en la realidad pero más en la imaginación y el ensueño, en el seminario que este libro rescata, Piglia se dedica a analizar con minuciosidad de sastre una economía narrativa, la nouvelle o novela corta, que el gran escritor uruguayo practicó de manera singular en nuestra lengua.
Pero Piglia recurre a Onetti no solo porque encuentra en la obra de este escritor ejemplos paradigmáticos de novela corta, sino también porque este formato de narración es, según el gran respirador artificial, una suerte de matriz, un eje constructivo en torno al cual se vertebra todo el universo ficcional de Onetti. Como si ambas cosas, el mundo imaginario –que Onetti va tejiendo y destejiendo, velando y descubriendo, en esa Santa María espectral vista desde la perspectiva de un grupo de masculladores especulativos– y la forma nouvelle –con su anécdota siempre esquiva, ambigua, sometida a desvíos y versiones encontradas–, se implicaran fatal y mutuamente.

   De modo que, en busca de las claves de un género narrativo a medio camino entre el cuento y la novela, Piglia acaba alumbrando rincones apartados de la escritura onettiana. Y, de manera análoga, desglosando los procedimientos o, mejor aún, los procesos de la construcción narrativa en Onetti, la progresiva exposición de Piglia va desvistiendo, clase a clase, en un seductor streap tease analítico por entregas, los rasgos constitutivos del género breve.

   Así, uno se topa de entrada con una singular caracterización de la novela corta como un tipo de narración ligada fuertemente al secreto, más que al enigma, que es propio del relato policial. El secreto, señala Piglia invocando a Shklovski, a Auerbach y a Deleuze, no es tanto algo que alguien debe descubrir por medio de una investigación como algo que alguien (el narrador o alguno de sus personajes) han decidido ocultar. Algo que suele estar ligado a la culpa o a la vergüenza; y, en otros casos, a una ignorancia insalvable por parte de la voz narrativa que, en la novela corta más que en cualquier otra clase de relato, suele restringirse al papel de testigo o, eventualmente, a una primer persona autorreferencial pero renuente a decirlo todo, porque no quiere, o porque no puede hacerlo. Y aunque no está ligado directamente ni a la forma ni al tema de lo narrado, el secreto acaba por incidir profundamente en ambos aspectos.
   Piglia pone de relevancia también la cuestión de la duración, invitándonos a preguntarnos si hay o debería haber un límite, no solo en páginas sino también en cantidad de elementos a contar, más allá del cual la novela corta dejaría de ser tal. La respuesta surge por intuición: la novela corta es, desde este punto de vista, un cuento que, en lugar de revelar un enigma, despliega la opacidad de un secreto que se disemina a través de la narración y acaba por darle a esta una consistencia diferente. Y en ese devenir, el relato de la nouvelle lleva a su vez al extremo las posibilidades cuantitativas y cualitativas de narrar algo, desde el punto de vista de la memoria: sabemos claramente, nos dice Piglia, que la novela es ya un hecho de lectura; el cuento y también la nouvelle conservan aún ciertos rasgos de la escena de oralidad que está en el origen de la narrativa, vale decir, en la épica. Y la oralidad impone ciertos límites a la historia para que esta pueda ser comprendida de oídas y memorizada a medida que se la escucha.
   En esa restricción que afecta a la duración pero también a la “cantidad de anécdota” por así decirlo, Onetti aplica con maestría, nos descubre Piglia, un movimiento recursivo que lleva la narración no hacia un futuro en donde estaría aguardando un desenlace, como en el cuento, sino hacia un pasado en el que subyace, desperdigado y difuso, el fantasma de ese secreto que tiene a su vez diversas capas que, a medida que el relato avanza, más que ir descubriéndose van superponiéndose, convirtiendo el secreto en un centro vacío al que la narración tiende sin alcanzarlo nunca. En este sentido, nos dice Piglia, los rasgos que podrían emparentar en principio la narrativa de Onetti con el fantástico rioplatense que tan bien cultivan Borges, Bioy, Silvina Ocampo o Cortázar acaban por resolverse de un modo diverso, siempre inacabado o impreciso, como un hecho que es más bien incomprensible o extraordinario antes que fantástico. Como si los posibles fantasmas que sus narraciones evocan se resistieran a insinuarse, ni siquiera, como espectros.

   Tuve el privilegio, a comienzos de los años 90, de editar la última novela de Onetti, en Alfaguara: Cuando ya no importe. Y, en ese trance, de organizar poco después la presentación del libro en Buenos Aires con la participación insoslayable del propio Ricardo y de otro gran amigo, Jorge Lafforgue. Como era impensable por entonces extirpar al viejo Onetti de su cama madrileña, para traerlo de algún modo a la fiesta, en la editorial habíamos conseguido una entrevista maravillosa donde Onetti se despacha impunemente, cargándose a Octavio Paz, a Vargas Llosa, a García Márquez incluso, y sobre todo a sí mismo. Eran tiempos de videocassettes, no de archivos digitales que uno se pasa de una a otra computadora por Wetransfer. De modo que, para que Ricardo y Jorge pudieran ver la cinta antes del día de la presentación, organicé un encuentro en mi casa. Mientras leía el hermoso homenaje de Ricardo a Onetti que constituyen estas clases, recordé ese atardecer en el que, vinos mediante, yo me dedicaba, más que a mirar el video, que ya había visto varias veces para elegir y editar un fragmento, a disfrutar de las reacciones de Ricardo ante las salidas del viejo Onetti, filosas como una navaja gitana y envenenadas como sus propios relatos. Ponderar los efectos que provocaba en Ricardo la inteligencia purulenta del gran uruguayo era como ver la luz de un astro reflejada en otro, más cercano a nosotros. Esa misma clase de luz, de algún modo lunar, alumbra la conciencia del lector de este libro: es un modo mediado de la iluminación, que nos trae el resplandor original de Onetti por medio de la generosa lucidez de Piglia.
   “Entender es volver a narrar”, afirma Ricardo varias veces a lo largo de estas clases. Espero haber entendido algo de este hermoso libro y haber conseguido compartirlo con ustedes al narrar estas líneas. 

Trance, Alan Pauls, Editorial Ampersand, 2018. Por Daniel Link, Escritor. (última parte)


   Puedo repetir algo que he dicho muchas veces: Alan Pauls ha conseguido la mejor prosa de mi generación. Y sin embargo, algunos de los libros que asociamos a su nombre siempre me decepcionaron un poco (apenas, pero lo suficiente como detenerme en ese rasgo deceptivo). Pienso sobre todo en sus libros más libres, menos obedientes de los mandatos de la institución literaria, como el libro sobre Manuel Puig o el libro sobre el diario íntimo. En ellos yo notaba un pequeño titubeo, como un lunar que desentonaba en el maquillaje espléndido: Alan no decía lo que había leído. O no lo decía, desde mi perspectiva de maestra normal, lo suficiente.

   Por eso recibí con una felicidad enorme Trance, un libro que exhibe impúdicamente todo lo que le debe no tanto a otros libros, sino a la lectura. Antes, era como si esos libros de Alan, los que exponían sus lecturas, no quisieran reconocerlas como un acto de encadenamiento totalmente diferente de una sujeción.
    En el imaginario edípico, la mujer araña teje una tela de la que hay que escapar. A ese fantasma, la economía libidinal de Trance, que le debe bastante a la de Roland Barthes, opone “no-querer-asir” y “domesticar”. Porque leer es, al mismo tiempo, ser leído, algo que Trance subraya para quienes leen con la misma generosidad con que dispone el par de nombres Borges/ Barthes, sobre el que ahora mismo voy a detenerme con una minuciosidad maníaca que espero no les asuste ni les impaciente: es mi regalo para Alan.
   La lectura así entendida es una especie de cogito presubjetivo que escandalizaría al mismo Descartes bajo cuyo nombre nos reunimos, y por eso no debería confundirse con una red o tela edípica de la que habría que escapar sino más bien entenderla como una cadena o una trenza que como la de Rapunzel permitiría fugarse de la torre, fugarse hacia el amor. No se puede quedar preso de una cadena de lecturas y Trance, en el momento en que confiesa que ha leído, trasciende ese miedo al qué dirán por el que yo protestaba ante otros libros.
   No es tanto la libertad de saltar de un libro al otro lo que se reivindica sino una ética (o una física) de la distancia entre los sujetos que cohabitan la lectura. Alan llama hiato a esa distancia y dice que se lee para hacer algo con el hiato: colmarlo, explicarlo, instalarse en él o articularlo con otros. Trance abandona tanto la paranoia como el confort y se mueve entre todas las soluciones posibles sin abrazar ninguna, porque la causa de la lectura es la de la hiperconectividad, la de la architransitividad.
    Recuerden uno de los sentidos de “trance” en el que antes me detuve, recuerden el par leer/ ser leído y el par Barthes/ Borges. Déjenme que yo recuerde, en relación con esto, el dístico de Angelus Silesius (1624-1677): “el ojo con el que miro a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve”, que me acompaña desde hace muchos años.
    La tristeza que provoca la injusticia de que Barthes ignorara a Borges y de la que Trance se lamenta aunque la comprenda como comprende le niñe que sus padres no viven en la misma casa podría resolverse en alegría por la vía de ese “autor excesivo” que tanto Barthes como Borges leyeron en sus versos partidarios de la teología negativa, siempre al borde del heretismo, y de la inmediatez, la extemporaneidad y lo indeterminado: un cogito para un yo disuelto. Por supuesto, en el mismo momento, el monje los leyó a ellos y los dejó encadenados para siempre.
   En El placer del texto Barthes cita y se deja arrastrar por Silesius. Pero mucho antes, Borges había comprado, en noviembre de 1923, una selección de los dísticos de Silesius en Ginebra y los usa, a partir de entonces, profusamente (“la rosa es sin por qué, etc.”).
   Fíjense en el dístico final del Peregrino querubínico (1675), que Borges cita en "Nueva refutación del tiempo" (Otras inquisiciones; OC 1974: 771) y que cierra, estratégicamente colocado en página aparte, todo el libro en la primera edición de Otras inquisiciones (página 221) y no sólo el ensayo, como en ediciones posteriores. 
      Escribe Silesius:

Freund, es ist auch genug. Im Fall du mehr willst lesen,
So geh und werde selbst die Schrift und selbst das Wesen.

[Amigo, ya es bastante. Si quieres leer más
Ve y sé tu mismo el libro, sé tú mismo el saber]

     Leer, ser leído, reversibilidad del sujeto y el objeto: el asunto coincide con la teoría del texto que se deja leer en el librito de Barthes y también en su artículo “Variaciones sobre la escritura” (inédito de 1973), que vuelve a citar al monje alemán.
    Se trata, pues, de la identificación total entre sujeto y objeto característica del  trance místico. Esa in-mediatez es la que reivindica Roland Barthes cada vez que puede (nada que ver con la espontaneidad, sin embargo. A lo no mediado se llega a través de una prolongada ascesis). Y es el fundamento de la lectura como estrategia de fuga que propone Trance.
    
   Podemos concluir. Leer es, en todos los registros que se quiera, ser leído, en el sentido de ilustrado, pero también en el sentido de ser el texto de los otros, aún del texto que leemos.
  En la jerga de las comunidades gay afroamericanas, to read significa burlarse, algo extrañamente similar a nuestro verduguear. Es, tal vez, el único sentido que no le conviene a Trance, el libro de Alan Pauls que reinvindica, antes que nada, la confianza, esa tenue forma del amor.


Elogio de la traducción, Barbara Cassin, traducción Irene Argoff, El cuenco de plata, 2019. Por Graciela Fabi, Miembro del Centro Descartes, Presentado en Lecturas Críticas.


Pe(n)sar las lenguas


"Una lengua entre otras no es otra cosa sino la integral de los equívocos que de su historia persisten en ella".
Jacques Lacan (1972)

1.

   Fue Germán García, quien con ese apetito nada disimulado por los libros y su intento también nada disimulado, de contagiar-nos- su gusto en la lectura,  presentó en una clase de su curso anual del 2008,  El  efecto sofístico. Pocos meses después y por sugerencia de Graciela Musachi éste y otros libros de Barbara Cassin despertaron un sostenido interés de estudio e investigación sobre qué de la sofística interesa al psicoanálisis, en distintos espacios del Centro Descartes.
   Presentar este libro relanza aquel entusiasta desafío. Para quienes no saben de Cassin, podemos decir que es una filósofa francesa devenida filóloga, interesada en la intersección de la sofística, la literatura y el psicoanálisis. Alejada de la ontología clásica desembarca en la logología, un modo de ubicar el lenguaje y el efecto mundo que produce; esa capacidad de hacer cosas que tienen las palabras. Lo sabe Ulises, cuando entre decir o tomar las rodillas en tono suplicante a la joven Nausicaa, se decide por el discurso: toca sus rodillas sin tocarlas o, en términos logológicos, hace que las palabras la rocen; hace ser lo que es dicho.

2.
   ¿Cuál libro nos convoca? ¿El que fuera publicado en el año 2016, escrito en otra lengua que la nuestra, o este otro traducido, o mejor dicho, escrito por nuestra invitada, Irene Agoff? Es una falsa opción y una tontería preguntarlo, pero no deja de tener cierta pertinencia a la hora de hablar del Elogio.
Si fuera una copia (ya lo advirtió Borges), no habría dudas respecto del autor. Pero si fuera una copia, algo de cierta extrañeza hubiéramos hallado en la lectura. No hay extrañeza, ni copia, ni original. Se trata de otra cosa.
  Ahora bien, en este Elogio, Cassin rescata una y otra vez a la sofística y particularmente a Protágoras, aunque sin dejar a un lado a Gorgias; cuestiona a los filósofos clásicos; dialoga con Hannah Arendt; despolvorea la filosofía del lenguaje de Wilhelm von Humboldt; discute con Martin Heidegger; y adhiere -con matices- a ambos Jacques: Lacan y Derrida.

3.
   ¿De dónde parte este libro? De la Europa actual y su ¿búsqueda? de una solución política al “problema” de los migrantes, ese riesgo que genera la presencia de todo extranjero al cual la tecno-academia gusta llamar: "desplazados”, “inmigrantes”, “exiliados”, “refugiados”...
   Y como todo mensaje es recibido en forma invertida, implica a quien recibe.  Cassin festeja toparse con  la equivocidad de la lengua. “Húesped” denota a quien recibe tanto como a quien es recibido, esté del lado que esté de ese último rincón de territorio italiano demasiado cerca de la costa africana; esa “magnífica isla” -como la cita el comercio turístico- situada al sur de Sicilia, Lampedusa.
   Entonces: ¿qué hacemos con la reciprocidad? ¿Cuándo se está en casa? Cuando, en palabras de Cassin, se conoce lo absolutamente otro.
   En buena logología interpela: ¿Qué Europa lingüístico-filosófica queremos? Y descarta escenarios catastróficos: ni todo-al-inglés, ni nacionalismo ontológico. Ni el globish, ese “desesperanto contemporáneo”, especie de inglés muy pobre pero muy eficaz idioma de negocios, aeropuertos, Internet... ni Heidegger relocalizado bajo el romanticismo alemán… ni “el genio de las lenguas” y sus jerarquías.
   Su propuesta es, sin ambages, política: "Combatir la patología del universal que es siempre, universal de alguien". Esa es su manera de combatir la exclusión.

4.

   Entiendo que este libro intenta sus propuestas. Propone aquello que el Diccionario enseñó sobre los "intraducibles":

- Que éstos son en plural, síntomas semánticos y/o sintácticos de la diferencia entre las lenguas; que conviene retraducirlos una y otra vez. Abrir las dificultades, explicitarlas; desplegar los equívocos, uno por uno, al modo de una clínica del caso: caso por caso.
- Que no se trata de aquello que no se traduce sino de lo que no cesa de (no) traducirse; alivio por esta manera de traducir.
- Que todo puede ser dicho en todas las lenguas, y que toda obra puede entonces traducirse; y que en caso de ser un “intraducible”, será una obra a re-traducir... una y otra vez.
   De modo que “complicar el universal” es la primer manera de no suscribir a su patología. Se trata para Cassin de “medir la verdad”, una de las mejores definiciones para un relativismo que intente no caer en la ingenuidad.

5.
   Por último, Cassin plantea que hacen falta dos condiciones para reconducirnos a cierta idea de la traducción. Una, desligar lengua y pueblo, o desnacionalizar la lengua materna. La otra, estacionarse “entre”... Porque la lengua que se “tiene” no pertenece; es hablada por otros que también la “tienen” o, ante todo, que tienen otra.
   Entonces: “más de una lengua” y “una lengua no pertenece”, serán las dos consignas para pensar la traducción.
   Cuando se traduce -es decir: cuando se pasa entre las lenguas- se “desencializa”. Cassin toma una frase de Jaufré Raudel para decir que cada lengua es para otra,  el “albergue de lo lejano”. Se traduce lo que un texto hace, no lo que dice.
   Se trata de “crear el contra imaginario que se oponga a ese imaginario demente que sueña con una sociedad sin extranjeros”. Es posible, dice Cassin, dar forma a ese imaginario a través de ese otro sentido del “entre” -el “entre dos” de la traducción-, ese saber-hacer con las diferencias. Texto político,  apto para constituir un nuevo paradigma de las ciencias humanas.
   “La vacilante equivocidad del mundo” -expresión de Arendt- es preferible y ayuda a pensar la traducción como un modelo de saber-hacer con las diferencias. Uno puede, o no, estar de acuerdo con su propuesta, pero Cassin contesta, sostiene y sentencia. Y así termina su libro provocando con y como Protágoras: “…y tú tienes que soportar ser medida”.


Kant con Sade, J.Lacan, Escritos 2, Siglo XXI, 1993. Por Julio Riveros, Alumno de Programa Estudios Analíticos integrales.



Sobre Kant con Sade y  propósito de la perversión

    Lacan viene de trabajar Hamlet y la función del fantasma como soporte del deseo y de situar, en Seminario 6, el agujero en lo real de la lengua. Se trata de dar cuenta de tal agujero en la estructura que implica el sexo y la muerte. En el caso de Hamlet, ya sabemos cómo lo resolvió y cómo Lacan desmontó ese arreglo. Sigue apelando a la literatura para trabajar el fantasma, esta vez se mete con el fantasma perverso.
   Freud escribió Pegan a un niñoFantasías histéricas y su relación con la bisexualidad, con su propia casuística. Lacan por el contrario recurrió a Shakespeare, luego a Sade –y por ende a Kant-  para precisarla función del fantasma.
   La gran diferencia entre la función del fantasma en Freud y en Sade es que para el primero el fantasma es una defensa frente a la castración y, por otro lado,  Sade se sirve del fantasma para cavar en el surco que el mismo fantasma vela, el velo frente al agujero mismo. Su propósito es desmontar el velo, despojar la lengua de metáfora, llegar al hueso del goce mismo, desocultar la hiancia estructural al  estatuto de una verdad universal al modo del imperativo categórico kantiano.
   Así como el instante del fantasma fundamental en Hamlet es el borde la fosa, en Sade se trata de la iteración sin tiempo del dolor en el cuerpo de la víctima para armar la escena del fantasma. Es un fantasma construido bajo una condición fundamental: la angustia del Otro.
   El superyó no es un ser amable. No solo tiene una función punitiva sino también una cara amable en su prédica universal que apunta al goce. No es sólo la figura obscena y feroz, de la que también habla Lacan. En el discurso contemporáneo se verifica que se desliza hacia una religiosidad laica que anuncia las bondades del plus de gozar a través de los más variados gadgets, anunciando el fin de todo límite.
 La tesis que dominó el Siglo XVIII fue la de la Aufklärung, la filosofía iluminista, humanista, razón, ciencia y progreso, tesis que devino Revolución Francesa. Si los hombres son buenos naturalmente no necesitan un gobierno fuerte que sea el amo de todos.  Este sesgo se impuso en la civilidad luego de Thomas Hobbes, para quién el fundamento de la sociedad civil residía no en la razón sino en el miedo al semejante. La sociedad civil para Hobbes es producto de una renuncia pulsional. Pero, paradójicamente,  una vez que el ideal de la bondad del hombre se hizo Razón de Estado, digamos así, se produce un giro. La literatura empieza a cambiar de aire. Aparecen Baudelaire, Rimbaud, Ducasse, Sade. Ya no se trata de la dimensión del mal por ignorancia al modo platónico. El mal habita la lengua, la instila, se encarna en los cuerpos y se encarama en la historia en posición dominante. Auschwitz testimonia sobre ello, de la mano de la técnica apropiándose del logos.
  En  la Crítica de la Razón Práctica el objeto se oculta. La característica del deber kantiano es que su fundamento exige el eclipsamiento del objeto, su elisión. El mundo inteligible interviene el mundo sensible, tal es el fundamento del deber para Kant.
   Pero, no obstante, cuando el objeto –de la pulsión- irrumpe ya no puede haber regla universal que valga. La tesis de Lacan es que el objeto se hace visible en Kant pero a través de Sade. Este último des-oculta de modo siniestro lo que la razón kantiana intentaba ocultar. El Marqués es su “denunciante”, aunque de un modo feroz y anticipatorio.
   Lacan se autoriza y pronuncia: "Bien, en realidad se trata de un cierto objeto en esa Crítica. Y se puede ver cuál a través del fantasma sadiano."
  Sade es la verdad ocultada en Kant. Sade, el inmoral e inmundo Sade, muestrala verdad escamoteada por el filósofo alemán. 
Se trata del derecho (universal) al goce. "En la Filosofía en el tocador[1], Sade expresa que “cada uno tiene el derecho de gozar del cuerpo del otro sin su permiso"[2]
 El perverso muestra de una manera abierta su fantasía. La voluntad de goce es una fantasía decidida a gozar. Realiza de ese modo el fantasma. Lacan dice que en el perverso  el deseo se evidencia como voluntad de goce. En el neurótico el deseo está lejos de la voluntad de goce. 
  La  perversión escenifica. Muestra el fantasma en acto. El perverso no va al consultorio, no consulta. Por eso Lacan recurre a la literatura.
  El perverso indica que el sujeto no quiere el bienestar. Hay un efecto de convergencia entre moralidad e inmoralidad. Se quiere algo más que el bienestar. La pulsión no conduce al bienestar. Eso nos enseña Sade.
  Sade es el retorno de lo que la operación kantiana empuja a ocultar: el cuerpo, la pulsión, como condición necesaria para construir esa formidable estructura de la Crítica y la Fundamentación. Toda referencia al cuerpo, a las pasiones, encarnan lo que Kant nombra como el sujeto patológico, todo registro del orden del cuerpo. En las antípodas, para el psicoanálisis la instancia moral está fundada en el superyó, que ordena gozar. Si hay cuerpo pulsional, entonces hay superyó. No hay goce sin cuerpo.
  Se trata del goce. Del imperativo de goce. El mandato sadiano, dice Miller en su artículo Sobre Kant con Sade, no permite construir un partido político a su alrededor.
  La cumbre del goce sadiano es brutal. Siempre se trata de obtener el dolor del otro. Lo que rechaza el estoico vía la ataraxia.  El estoico busca un sujeto que no se implique en el dolor, recomienda no subjetivizarlo. La apatía es la negación del pathos.
  Sade, en consecuencia,  no es nuestro horizonte ni nuestro presagio, si bien su envés tiene algo para susurrarnos en la oreja. En eso estamos los psicoanalistas de la orientación lacaniana en esta dominancia neoliberal domesticadora.


[1]Marqués de Sade: La filosofía en el tocador, Ediciones Colihue, traducción de Oscar del Barco, Bs As, 2010.
[2] Miller, Jacques-Alain: “Sobre Kant con Sade”, en Elucidación de Lacan, charlas brasileñas, P. 226,  Paidós, Bs As. 1998.



Teoría de la prosa, Ricardo Piglia, Eterna Cadencia, 2019. Por Andrea Buscaldi, Miembro del Centro Descartes. Presentado en Lecturas Críticas (Fragmento)


El ultimísimo lector


I
   Teoría de la prosa es la transcripción del propio Ricardo Piglia de las clases dedicadas a la nouvelle en la Universidad de Buenos Aires en 1995.  Piglia le llama sesiones en lugar de clases: la literatura está más cerca del psicoanálisis que de la academia.  Piglia se ha encargado de distinguir literatura y psicoanálisis, de la tensa relación que los une y separa a la vez.  Ambos hablan lo mismo que habla la sociedad pero dicho de otra manera (Germán García dixit). Ambos son “El arte de mantenerse a flote en el mar del lenguaje”.  La metáfora de Piglia alude a la tragedia de un padre: “Ahí donde Ud nada, ella se ahoga”.   Joyce y su hija Lucía.

II

   Teoría de la prosa no es la escritura de un lenguaje oral, es la narración de la narración,  un volver a narrar(se).  Volver no es en el sentido de recordar o evocar.  Volver es igual a narrar.  El pasado no es, si no es narrado, ni siquiera es pasado pisado, es directamente,  pisado.
  “Un individuo puede ir a la guerra y volver sin haber tenido una experiencia”.  Lo contrario de Tempestades de acero, un diario de guerra literal y metafórico.  Jünger arriesga la vida en el campo de batalla por ir a rescatarlo, y luego de publicado, por ser prohibido durante el régimen nazi.  Podría ser un ejemplo extremo de un sujeto que “construye una significación” con aquello que ha vivido; pero lo extremo no es haber ido a la guerra, lo extremo es hacer de la barbarie una  experiencia narrando lo inefable.
   En Borges por Piglia, un programa emitido por la televisión pública en 2013, Piglia repara en una  particularidad inherente a  la narrativa de Borges: el hecho de, ya siendo escritor, no haber salido nunca de Buenos Aires antes de su ceguera.  Para Piglia, la tragedia en Borges no es la falta de experiencia en un sentido mundano, es  la ceguera que parte en dos su literatura, a pesar de su innegable genialidad.   Para Piglia, la tragedia en Borges no es “confieso que no he sido feliz”, la tragedia es no poder leer.  

III

   En el policial se trata de un enigma a descifrar mediante un texto cifrado.  En Teoría de la prosa, Piglia se dedica a la nouvelle distinguiendola del cuento y la novela.  Su hipótesis es definir la nouvelle a partir de una forma específica ligada a la estructura de un secreto que cristaliza la trama.
1.
   El secreto funciona como un vacío que actúa permanentemente en la gravitación de la historia. “La conexión privada de un sujeto con un punto innombrable”.  Como el ombligo del sueño y las vorstellungsrepräsentanz.  En el lugar de la causalidad hay un vacío y sólo podemos leer sus efectos de un modo fragmentado, ambiguo, incluso, onírico.  La nouvelle se lee como la Traumdeutung freudiana: su lenguaje es un  jeroglífico y  lo que está en  primer plano nunca es lo más importante.  Es una “lectura miope”, más que al detalle, a la letra.  
 Piglia cita a Tarkovsky para ilustrar la atmósfera de la nouvelle: todo sucede en una misma dimensión, como si no hubiera diferencia entre los sueños y la vida diurna.  A partir de Teoría de la prosa, la obra de David Lynch puede ser leída como nouvelle.  En Twin Peaks, Lynch hace del policial una nouvelle: un detective busca en sueños las claves de un crimen sucedido en un pueblo chico infierno grande.

 2
   El secreto está en el narrador, ya sea porque lo oculta, no sabe o no sabe que sabe (lo contrario del narrador omnisciente). Fundamentalmente es el capitulo perdido en tanto falta de Construcciones en análisis.  En sus Escritos técnicos, Freud le advierte al principiante que no se puede comprender de entrada.  No sólo hay que volver a narrar, hay que narrar lo no narrado.  El lector produce otro texto con el lenguaje privado del narrador. 

3
   Ese secreto que define a la nouvelle como género está íntimamente conectado a la subjetividad del narrador, a la verdad de su enunciación. En la nouvelle “ el problema de la naturaleza de la verdad, trabaja en el interior de la historia como un elemento muy fuerte”,la verdad no es ni verdadera ni falsa.  Es la verdad de Lemberg/Cracovia, un chiste que Freud ubica dentro de los llamados chistes escépticos por apuntar al estatuto que adquiere la verdad al estar hecha de palabras.

 IV
   
  Narrar y leer es tomar decisiones.  Narrar y leer son operaciones de resta, de sustracción, de pérdida (lo opuesto al infierno de la memoria absoluta en Funes).  Narrar es decidir lo que se deja afuera y el modo en que se lo cuenta.  Qué se escribe y cómo se escribe.  Roberto Arlt  le publica su primera novela a Onetti sin haberlo leído.  Le basta leerlo en diagonal para descubrirlo como escritor y a su vez fundarlo con el acto de su publicación. Le basta ojear para descubrir  en Onetti un estilo.  En el mito de origen, un escritor se constituye como escritor a partir de no ser leído por otro escritor.  Otro chiste freudiano. 

V 
     En un reportaje,¡ Piglia hace de la psicología del yo, un chiste!: uno no se puede conocer, pero se puede narrar, uno puede narrarse.  En El último lector, los Diarios de Kafka son un modelo de narración. Kafka no escribe para recordar lo sucedido, escribe para entender más que para explicar.  Kafka no escribe lo que piensa, escribe para saber qué piensa.  Narra para establecer un nexo invisible entre los hechos.  El uso del poema chino, En la noche profunda de Yan Tsensai, en una de sus cartas de amor a Felice, es un claro ejemplo de “hacer ver” sin explicar: la caverna (para leer y escribir) VS la vida matrimonial.

VI

  Teoría de la prosa  es un libro, más que sobre la lectura, sobre los modos de leer.  Leer es fijar una historia y elegir una versión.  Narrar es escribir la propia versión, es  hacer visible la lectura.  Para Piglia, lector y traductor son sinónimos.  El traductor no interpreta, no busca un sentido; el traductor lee y escribe su lectura.  Esa lectura es lo mismo y otra cosa.  Borges es el ejemplo de lector-traductor: traduce Las palmeras salvajes con una oración de Las ruinas circulares, “repechó la ribera fangosa”.  Borges traduce a Faulkner escribiendo su lectura de sí mismo y a su vez, la lectura de sus lecturas. Otro chiste freudiano. 

VII

      Piglia ubica a Borges más cerca de la cultura de masas (la Enciclopedia Británica) que de la alta cultura.  En la televisión “hace ver”  qué es narrar usando el futbol como ejemplo: A nadie se le ocurriría mientras relata un partido ponerse a explicar qué es un enganche o qué es meter un gol.  La literatura no explica, narra.  
     Piglia define la nouvelle como un hipercuento: varias versiones y varios narradores.   Lee toda la obra de Onetti como una “gran nouvelle” donde el secreto se expande creando versiones de versiones.  Es como el psicoanálisis: terminable e interminable.  Freud apela al chiste: un análisis termina cuando un analizante deja de ir a ver al analista.  Para Hemingway, toda historia termina con una muerte, en su caso, un chiste negro.  O como dice el  narrador de Miserere, “un modo de ser cómico en la tragedia”.  Otro chiste Germaniano.