Un día perfecto para el pez subjetivo - Pablo Black



Novedad de biblioteca:
Les acercamos el texto de Pablo Black, “Un día perfecto para el pez subjetivo”. Trata del día anterior a que Masotta leyera en la École Freudienne de Paris. Texto incluido en  la revista El puente – Conexiones del psicoanálisis Nº 3, y que recibimos la semana pasada (donación de su Director Damián Leikis). Editada por la Asociación Centro de Investigación y Docencia Corrientes-Chaco en la ciudad más antigua del nordeste de Argentina. El índice de este número está compuesto con trabajos de los siguientes autores: Damián Leikis, Germán García, Enrique Acuña, Emilio Vaschetto, Viviana Fruchtnich, Marcelo Alé, Ignacio Penecino, César Mazza, Alejandra Fernández, Mónica Krehibon, Ana Mayol, Martín Gómez, Fátima Alemán, Carla Molinas Mañanes, María Isabel D´Andrea, Fernando Kluge, Carlos Trujillo, Evelina San Martín, Martín Alvarenga, José Gabriel Ceballos, Pablo Black, Martha Bardaro, Elizabeth Bergallo, Adriano Duarte, María Eirin, Fabián Yausaz.




Un día perfecto para el pez subjetivo
Estamos en París, en 1975. Es de noche y un hombre y una mujer conversan en una habitación de hotel. Hablan en castellano y lo hacen distendidamente, en confianza como quien dice, aunque al tipo se lo nota contrariado, por momentos molesto, pese a que intenta disimularlo. La mujer, llamémosla Rithée Cevasco, es joven y hermosa, con seguridad no sobrepasa los veintiséis años, y ahora, en este preciso momento, se retira de la habitación. Se va, pero antes de atravesar la puerta se detiene para hacer un último comentario. Son palabras alentadoras, destinadas a cambiarle el ánimo al hombre, a poner paños fríos. El tipo le agradece la preocupación, y con una sonrisa sesgada, un gesto inconfundiblemente suyo, la despide hasta mañana.
Una vez solo, el hombre se apura a encender un cigarrillo. O mejor y más probable: una vez solo, el hombre enciende un nuevo cigarrillo con el anterior, habida cuenta que fumar, y hacerlo con devoción, ha sido desde siempre otro gesto inconfundiblemente suyo. Luego se sienta a un pequeño escritorio y, mal predispuesto, muy mal predispuesto, comienza a revisar unas hojas mecanografiadas. El hombre, llamémosle Oscar Masotta, ya no es joven, tiene exactamente cuarenta años, y si consideramos que morirá en cuatro, habría que decir que se encuentra en el final de su vida.
Pero eso, claro, él no lo sabe. Y tampoco viene a cuento. Al contrario, el momento en que nos encontramos condensa o va a condensar algunas de sus líneas vitales más intensas, así que nada que ver con la muerte.
El texto que revisa fue escrito por él y lleva uno de esos títulos horribles y extensos que tanto parecen gustarle: “Comentario para la École Freudienne de Paris sobre la fundación de la Escuela Freudiana de Buenos Aires”. Por lo demás, se trata de un buen texto; incluso, visto en perspectiva, se diría que de los mejores que ha escrito, un texto de pura cepa masottiana. Sin embargo, en esta noche parisina de 1975, representa un verdadero problema, un dilema hecho y derecho.
Masotta debe leerlo mañana frente al doctor Jaques Lacan y a su séquito de la Escuela Freudiana de Paris, a fin de que éstos, pero sobre todo aquel, den por buena la escuela de psicoanálisis que ha fundado en Buenos Aires junto a otros secuaces. Hasta ahí todo bien. No es que necesiten la aprobación de Lacan, pero la verdad es que sí, la necesitan. Y para eso hay que esperar a mañana. Pero resulta que el trámite se complicó de antemano. Por ese celo propio de quien tiene mucho que perder, Lacan pidió echar un ojo al texto antes de su lectura pública, y al parecer no le gustó, o no quedó conforme, o como sea que exprese descontento la gente quisquillosa como Lacan. No le gustó y además se encargó de transmitirle sus objeciones a Rithée Cevasco, para que ésta, a su vez, se las transmitiera a Masotta. 
Rithée, olvidamos decirlo, es francesa y psicoanalista y también, dado que habla muy bien castellano, la traductora de Masotta en esta ocasión. De ahí su visita al hotel. Fue, como se deducirá, a ponerlo al tanto de las opiniones del doctor: “Quiere que corrijas el texto”, dijo Rithée, “dice que hablás demasiado de vos”.
Pongámonos en situación. La crítica ya lastimaría si la inflingiera cualquier hijo de vecino —pocas cosas hieren más el amor propio como que nos acusen de excesivo ego—, pero proveniente de Lacan, el tipo que más y mejor lapidó a las psicologías del yo, bueno…, resulta directamente demoledora. Por lo demás, no hay vuelta que darle, el doctor tiene razón: Masotta habla demasiado de sí mismo, tanto más si consideramos que el texto es o debería ser el testimonio de la fundación de una escuela, una experiencia esencialmente colectiva.
Lacan tiene razón, decíamos, pero se queda corto, muy corto. No es que Masotta hable mucho de sí, Masotta no hace otra cosa. Y eso por lo menos desde los primeros años de la década del 60. Entonces sufrió uno de esos derrumbes personales que incluyen al mundo entero, a todos y cada uno de los fantasmas de una época. Un derrumbe digno de Francis Scott Fitzgerald. Y basta leer sus textos “Roberto Arlt, yo mismo” y “Seis intentos frustrados de escribir sobre Arlt” para saber de qué hablamos. Sí, es cierto, el tipo que aparece allí desnudo y hecho flecos es Masotta, pero de su derrumbe han participado multitudes: una generación de intelectuales, una clase social vergonzosa, la geografía (ser un pequeño intelectual latinoamericano), la familia, el dinero, las teorías, la política, Sartre, la literatura y todo cuanto se nos ocurra.
Pero, claro, por supuesto, también está la historia personal, el cuerpo y el sujeto que han colapsado; el señor Oscar Abelardo Masotta, digamos. ¿Y quién era ese hombre antes del derrumbe? Buena pregunta, Masotta se la hizo una y mil veces, todavía se la está haciendo… Lo único cierto, lo único de lo que Masotta puede dar fe al mirar atrás, es que se trataba de un tipo con grandes expectativas que nunca veía realizadas, un tipo que se la había pasado de aquí para allá, comenzando y abandonando vidas, destinos, formas de ser, un tipo que no había hecho más que tantear, siempre provisorio, siempre inconcreto… En fin, un tipo desorientado, que había marchado tras la zanahoria llamada sí mismo hasta que un bendito día cayó extenuado.
Masotta había tocado fondo y estaba roto. Su nombre no le representaba nada. Había fracasado y estaba desahuciado y vacío (“soy un hombre seco y vacío al que sólo le interesa el análisis”).
Y cualquiera en su lugar probablemente hubiera barajado dos alternativas: o bien decir adiós mundo cruel, o bien intentar un cambio radical, convertirse en otro... Pero estas no eran opciones para él. La idea de volverse otro sólo podía ser un chiste, dado que hasta entonces no había intentado otra cosa; en cuanto a matarse…, bueno, la verdad es que probó hacerlo, y en tres oportunidades, pero fracasó también en eso.
Así y todo encontrará la salida.
Puede que no haya fracasos ejemplares, y menos aún edificantes, pero hay quienes obtienen una lúcida sobrevida del infierno. Quizás Masotta tuvo que quedarse sin nada, incluso sin alternativas, para poder levantar cabeza, para darse cuenta de quién era. ¿Y quién era? Pues nadie más que el que había sido, un hombre al tanteo, un tipo desajustado, inconcluso. Eso había sido y eso era.
Entonces, en vistas de las circunstancias, no le quedará otra que hacer de tripas corazón. Con una capacidad de resiliencia que sólo cabe admirar,  Masotta montará el segundo acto de su vida sobre la matriz de su fracaso, y sin cambiar absolutamente nada, no siendo más que el que es, en adelante hará de la precariedad y lo provisorio la condición de todo cuanto toque.
Pensar, escribir, la vida misma… todo adquirirá su forma inconclusa y transitoria. Más aún, transformará su propia intimidad, su espacio subjetivo, en el escenario donde lo público y lo privado, las teorías y la historia personal se mezclan hasta volverse indiscernible como pis y mierda de gallina. De ahí que en sus intervenciones no tenga el menor empacho en poner sobre la mesa la fragilidad de sus argumentos, el carácter subjetivo de sus ideas, los titubeos y las contradicciones… De ahí que corregirse se vuelva una de sus grandes pasiones, y que sus textos abunden en tachados, revisiones, salvedades y llamados al pie.
En cierta forma Masotta ha descubierto las ventajas del making of, y no  ha dudado en hacer de éste su estilo. Un estilo riesgoso —Alberto Giordano lo describe como un hombre en peligro—, que va a contrapelo de cierta paquetería de críticos e intelectuales, esa que exige borrar toda evidencia de los derroteros, como quien patea la escalera después de haber subido por ella: “Yo sé que es de mal gusto referirse a las barreras que no se han podido franquear”, ironiza en “Roberto Arlt, yo mismo”.
Pero regresemos a París, a 1975. Habíamos dicho que Lacan se quedaba corto, ahora creemos que directamente se equivoca, o que más bien no tiene idea. Convengamos que queda medio pavote reprocharle a un pez gordo subjetivo que hable demasiado de sí mismo. Y ni qué decir de mandarlo a corregir… Es casi casi una provocación, como decirle: a ver, a que no nadás.
Masotta continúa sentado en el escritorio. Lleva ya un buen tiempo dándole vueltas al asunto. Ha revisado su texto unas diez veces y aún no encuentra por dónde empezar con los retoques. Tiene dudas. No sabe qué hacer. Lo único seguro es que quedan pocos cigarrillos y la noche apunta para larga. Quizás lo mejor por ahora sea bajar a comprar más.

Epílogo:
Masotta acaba de leer el texto frente a la École Freudienne de Paris. Lo leyó tal cual, no corrigió ni una coma. Al público pareció gustarle, a juzgar por la atención y el buen ánimo con que lo escucharon. De hecho estamos en el cóctel y algunos integrantes de la École se acercan a felicitarlo. Ahora Masotta conversa con Rithée Cevasco, y lo hace notoriamente más distendido que la noche anterior. La conversación, supongamos, versa sobre los temas más peregrinos, aunque probablemente, ya sabemos cómo es esto, no hablen de otra cosa que de psicoanálisis. Sólo resta un detalle para que todo sea perfecto, y ese detalle comienza a caminar en dirección a Masotta. Y ahí están, uno frente al otro. Jaques Lacan lo saluda y luego dice: “En público suena muy bien…”, y puede incluso que le sonría.
Una vez más no ha cambiado nada, pero Masotta comienza el tercer y último acto de su vida.


Pablo Black






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