Número
21
Mayo
de 2019
En
este número:
MIGUEL
VITAGLIANO
GRACIELA
MUSACHI
CAROLINA
SAYLANCIOGLU
MAXIMILIANO
FABI
JULIO
RIVEROS
*
LAS
FRONTERAS DEL DISCURSO, Mijaíl Bajtín,
Editorial
Las Cuarenta, Buenos
Aires,
2011. Trad. Luisa Borovsky.
Por
MIGUEL VITAGLIANO (Escritor, crítico y profesor)
LECTURAS
CRÍTICAS
abril de 2019
abril de 2019
Cada
lector de Bajtín guarda, y acaso atesore, ciertos episodios de la
vida del autor ruso como si se trataran de acontecimientos que
dialogan con sus escritos. En su mayoría son sucesos inusuales,
cuando no extraordinarios, como el que asegura que Bajtín, detenido
por las primeras purgas stalinistas, estuvo frente a un pelotón de
fusilamiento en 1929 y a último momento quedó a salvo porque el
jefe militar se enteró de que había escrito un gran libro sobre
Dostoievski.
Lo
extraordinario del suceso quizá resida en la casualidad de que
Dostoievski
también se salvó de ser fusilado poco antes de que el pelotón
cargara sus armas. O tal vez lo extraordinario esté en otra parte,
en que en Problemas
de la poética de
Dostoievski,
Bajtín tomaba de modelo al autor de Crimen
y castigo para
demostrar cómo un autor no estaba obligado a ser el ventrílocuo de
sus personajes, podía ser una voz más entre las voces que
discutían, ser un otro igual y distinto a la vez dirimiendo las
posiciones sobre el mundo que les estaba abriendo por delante. Desde
luego, referirse al autor y sus personajes era para Bajtín un modo
de hablar de cada individuo y los otros más allá de las novelas. Es
decir, fuera del campo literario, no del lenguaje que recorría cada
una de las actividades de los individuos en una sociedad. El
lenguaje, de ningún modo, podía ser una idea que existía en un
Uno, Autor o Yo, el lenguaje era una práctica social que se
construía con el Otro y los Otros.
A
ese episodio de la vida de Bajtín podríamos incorporarle otro que
pertenece a los años de la Segunda Guerra
Mundial,
lejos de la cárcel pero aislado de los centros universitarios más
importantes, cosa que se extendió hasta sus setenta años. Aun en
esa mezquina visibilidad no dejó de trabajar. En los tiempos más
desoladores del avance nazi sobre la URSS, Bajtín terminó de
escribir uno de sus extensos trabajos sobre la novela. Envió el
original al Instituto Gorki y guardó una copia. Cada mañana
comenzaba con noticias terribles y con carencias insoportablemente
generosas. Leía, estudiaba y fumaba. Bajtín sólo dejaba de fumar
cuando dormía, y dormía muy poco. Se armaba cigarrillos delgados
para aprovechar mejor el tabaco. Un día encontró que la previsión
había sido efectiva, tenía tabaco, aunque nada de papel. Decidió
utilizar las páginas de la copia del libro en su reemplazo. Se fumó
buena parte del escrito, convencido de que el original iba a
persistir, en vez de perderse en el fuego como la mitad del otro.
Una
ironía vital para un intelectual que creía que la investigación
teórica y crítica se realizaba en situación –como diría
Sartre-, entre los lenguajes que pugnaban en una comunidad, y que
elegía a la novela como un espacio perfecto donde examinarlos. ¿En
qué otro lugar podía oírse la mayor multiplicidad de voces, esas
lenguas que circulaban en una comunidad? La risa sabia de una ironía,
además; porque meses después de terminada la guerra, Bajtín
defendió su tesis doctoral, sobre Rabelais y la cultura popular, que
terminó en escándalo. En ciertas fuentes leemos que fue reprobado,
en otras que solo lo intentaron. Recordemos que esas investigaciones
sobre Rabelais, que recién se conocieron fuera de la URSS a partir
de mediados de los 60, marcaron un antes y un después en los
estudios sobre la cultura popular, como afirma el historiador
italiano Carlo Ginzburg.
Ahora
bien, es preciso que nos preguntemos por qué esos episodios de la
vida de Bajtín adquieren un tono legendario. ¿Deberíamos
adjudicarlo a la geopolítica, a la URSS y la guerra fría? ¿O
podríamos pensar que ese tono legendario es constitutivo del fervor
del siglo XX por la construcción de mitologías? Las preguntas
tienen respuestas, los enigmas reclamaban resoluciones y los
interrogantes incitan a las conjeturas. Tengo para mí que estas
pertenecen a las últimas y que hoy no podríamos abordarlas. Pero lo
que sí podemos hacer es quitarle el velo legendario a Bajtín para
leerlo de acuerdo a sus teorías y no volcarlo hacia el mundo de la
fabulación que pertenece a las novelas que indaga.
Precisar
las circunstancias de producción de cada una de sus trabajos,
reconocer con quiénes dirime posiciones y hacia dónde se conduce
resultan tareas fundamentales. Entre los años los 20 y los 30 Bajtín
planteaba sus diferencias radicales con los lingüistas de entonces
para proponer lo que llamó una translingüística. Esa nueva
orientación de la disciplina se basaba en una concepción de la
lengua completamente diferente a la que entonces era dominante.
Concebía a la lengua como una práctica social que se realizaba en
el contacto entre el Yo y el otro. Una práctica, no una idea; un
hecho social, no una posesión privada. Cada hablante era el oyente
de lo que había escuchado en el momento que hablaba, y el oyente en
ese instante era a su vez un hablante. En el acto de hablar estaba
incorporado, necesariamente, el hecho de escuchar y responder a lo
escuchado con anterioridad. Bajtín, por eso mismo, sostenía que
ningún hombre era Adán, nadie podía jactarse ni pretender ser ese
supuesto primer hombre que habría interrumpido el silencio del
universo. Hablamos para responder a lo que los otros han dicho,
hablamos para afirmar, negar, vacilar sobre eso, aun cuando no
tengamos consciencia que lo hacemos.
Las
palabras son Caballos de Troya cargados de palabras que contienen los
mundos de esas realidades. Cuando Bajtín sostiene que en una misma
sociedad hay una multiplicidad de lenguajes, se refiere justamente a
eso, a cada una de las posiciones que se entrecruzan en la sociedad.
Pensar en un autor ante sus personajes –recordemos lo que decíamos
del análisis de Bajtín sobre Dostoievski- es darnos la posibilidad
de observar lo que sucede con la lengua de un autor y las lenguas de
sus personajes. ¿Las hará callar el autor para que solo se haga
audible la suya o se enfrentará al encuentro de esa heteroglosia?
El
ejemplo nos permite comprender por qué Bajtín se ocupa de las
novelas. Como la lengua es una práctica social presente en todas las
actividades que realizan los individuos, la multiplicidad de voces
que se entrecruzan en una sociedad encuentran en la novela una
oportunidad privilegiada para poder ser estudiadas. Si la sociedad es
una asamblea permanente donde tienen lugar esas voces, la novela es
la transposición en el papel de esa misma situación.
En
“El problema de los géneros discursivos”, uno de los trabajos
más difundidos de Bajtín en nuestro medio, pueden reconocerse al
menos dos aspectos relevantes que a menudo no son tenidos en cuenta.
Uno de ellos es que se trata de un texto que se conoció en forma
póstuma y al que Bajtín no llegó a corregir por completo. Lo
escribió entre 1952 y 1953, años después de sus trabajos sobre
Rabelais y la mayor parte de los estudios sobre la novela. Por eso el
texto destaca esa insistencia de poner en relación la
translingüística –que podríamos redefinir como pragmática- con
los estudios de la novela, y a la vez percibimos ciertas repeticiones
en las frases –por ejemplo, la repetición de “Ningún hombre es
Adán…”- como si Bajtín aún quisiera buscar o corregir más.
Bajtín
escribe ese artículo enfrentando a la estilística, que era
dominante en la escena de la crítica literaria de esos días, y
propone otra visión del vínculo entre la novela con la sociedad. Si
puede concebir una novela como una Weltanschauung es porque primero
entiende al lenguaje como una práctica inseparable de la realidad
social. Esos son los puntos cardinales que orientan sus cuatro
principales trabajos sobre la novela, escritos todos ellos durante la
década del treinta y principios de los cuarenta. Sin duda que La
palabra en la novela,
compuesto entre 1937 y 1938, es uno de los más significativos. Reúne
cinco estudios que mantienen una estrecha continuidad en el análisis,
uno de ellos, el cuarto, es “El hablante en la novela”, y
acompaña a “El problema de los géneros discursivos” en la
edición realizada hace pocos años en Buenos Aires.
Atendiendo
a la potencia que Bajtín le reconoce a la novela, sería difícil
esperar que la reconozca como un simple género literario. Es más,
los géneros literarios en Bajtín tienden a recortarse en más de
una superficie. Al mismo tiempo que les reconoce la pertinencia de
ciertas características consabidas, las transgrede en el pliegue de
esa misma superficie. La novela es, por antonomasia, el género que
no admite, para Bajtín, ni el rincón de una especie, ni que se
presente cerrado y terminado como forma, ni que ajuste su surgimiento
a lo que el mundo europeo moderno prefirió adjudicarle. La novela es
una fuerza, el novelar, por eso puede encontrarla en los diálogos
platónicos y reconocer en Sócrates a su primer héroe, y acaso
también –lo que no deja de ser fascinantemente complejo- a su
primer autor. ¿Por qué? Porque en Sócrates están las marcas que
Bajtín distingue fundamentales en las novelas. Rompe y enfrenta el
saber establecido con el “Solo sé que no sé nada”. Se abre
camino como forma abierta, lanzándose a su suerte. Desacomoda lo
fijo y busca desplazar lo confortable mediante la incorporación de
lo popular. Y es, a diferencia de todas las demás formas literarias,
la única que recurre a “lo no artístico” –dice Bajtín- para
crear el arte.
La
novela no es solo el privilegiado objeto de estudio de Bajtín, es el
héroe que ha elegido para su teoría que tiene su centro en todas
las partes de la esfera del mundo social, es decir en el lenguaje.
Por eso resulta imprescindible reconocer a qué situación pertenecen
cada una de sus investigaciones; en primer lugar, para saber qué
aspecto resaltar en la superficie. Y también para que la vida
legendaria del héroe no le reste verdad a la novela, esa asamblea de
lenguas que vive cuando es escuchada.
*
* *
LACAN
ENTRE LAS FEMINISTAS. LA OBJECIÓN DE LA MUJER, Gabriela
Rodríguez, Ed. Tres Haches, 2019.
Por
GRACIELA MUSACHI (Miembro del Centro Descartes).
SEPARAR
LAS AGUAS (Prólogo de Lacan entre las feministas. La objeción de la mujer)
“Cuando
Freud conoció la mar” es el bello título de un libro al borde del
delirio (tonto) que retoma la insistente metáfora del lenguaje como
un mar. Lacan habló de océanos de falsa ciencia. En consecuencia,
es necesario separar las aguas para no delirar tontamente y no hacer
falsa ciencia pero, ¿es el psicoanálisis una ciencia? Delirio menos
tonto, dijo, y dio su fundamento.
Lejos
de las exaltaciones despertadas por el movimiento metoo, las
cuales se esparcen por el mundo y lejos de las diferencias políticas
a las que diera lugar dentro de los feminismos (vg la diatriba
anticolonialista de la francesa Marie Bardet contra su compatriota y
líder del movimiento moinonplus, Catherine Millet en su
visita a la Argentina) este libro se propone el ineludible y
constante trabajo de producir el límite del psicoanálisis cuando
éste se intersecta con otros campos, especialmente cuando es usado
para pensar contra.
Y
también es necesario porque esa exaltación llega a tocar a
practicantes del psicoanálisis que, desorientados, han llegado a
embanderarse con la consigna “El psicoanálisis será feminista o
no será”.
Se
puede apreciar en concreto la afirmación de Lacan de que lo único
serio es la serie. Se encontrará aquí una serie de nombres del
feminismo de la Academia con una bibliografía poco transitada por
los psicoanalistas y muy actualizada en sus debates; pero lo más
interesante es el seguimiento que hace la autora de los cambios de
posición teórica de algunas de ellas, pertenecientes al canon
feminista como Butler, de Lauretis, etc., en sus relaciones con el
psicoanálisis; también se podrá captar en filigrana lo que estos
feminismos hacen con su teoría, es decir, su uso político. La calle
según la cuentan los medios no falta y es con delicadeza que la
autora aborda el punto más álgido y actual de las consecuencias de
una “emancipación femenina” a la que han dado lugar tanto los
feminismos como el psicoanálisis: el llamado “femicidio”,
síntoma de la cultura.
Pero
cuando son las teorías las que bajan a la calle (también sucedió
con el estructuralismo) la cosa toma ribetes asombrosos, por decir lo
menos; por eso, que este libro comience con un texto que está fuera
de la serie numerada, muestra bien la posición de la autora respecto
de los usos de la palabra, poéticos en el caso del psicoanálisis ya
que la instancia de la letra en el inconciente está hecha de la
integral de equívocos que ha sido para cada uno su baño en el
lenguaje y los efectos nominativos de una palabra (Lacan lo llama
troumatisme), que dice sus experiencias del cuerpo. Esto para
hacer notar que, si el libro se abre con un texto sobre las preciosas
es que, por ridículas que fueran para Moliere y por criticables que
sean algunas de sus peticiones de principio como muestra Gabriela
Rodríguez, no alcanzan nunca las del lenguaje inclusivo promovido
por cierto feminismo que ha optado por participar de las luchas por
el poder.
Por
otra parte, es un trabajo infructuoso demostrado hace ya demasiados
años por los filósofos del lenguaje (el ejemplo de Ogden y Richards
queriendo eliminar los equívocos por voluntad académica es
paradigmático). Es que “inclusivo” y lenguaje son antinómicos
porque el lenguaje discrimina por naturaleza, separa y esto al punto
que el trabajo del analista consiste en pasar aquella integral de
equívocos inconcientes a la palabra hasta que se convierta en letra
de síntoma sin sentido, gozado.
Y
unas cuantas cosas más.
Formada
en el estilo de transmisión del psicoanálisis inaugurado por Oscar
Masotta que Germán García supo reinventar, Gabriela Rodríguez,
practicante del psicoanálisis, muestra aquí su gusto por el detalle
significativo, sus singulares lecturas y cierto retorno, a su modo, a
un debate cortés (de ideas, como quería Masotta); todo ello,
necesario equipaje para quien practica el psicoanálisis.
*
* *
FORNICAR
Y MATAR, Laura Klein, ed. Planeta, Buenos Aires, 2005.
Por
CAROLINA SAYLANCIOGLU (Miembro del Centro Descartes)
Abortar
es una decisión trágica, una experiencia compleja cuyo sentido es
ambivalente incluso para quien lo decide. Por más fronterizo que
resulte pensarlo y aunque se desconozcan las razones históricas que
fundan las posiciones, hoy parece imposible no formarse una opinión
sobre el aborto y nadie, por otra parte, puede ignorar que conoce a
alguien que abortó. El debate acierta en que el aborto decide sobre
una vida posible, pero deja de lado a la mujer embarazada en su
conflicto.
Laura
Klein va de la experiencia a la investigación. En un prefacio que
advierte la complejidad con que tratará al asunto, anuncia que, como
defensa de la legalización del aborto, este libro es una calamidad:
“desactiva los argumentos para legalizar el aborto como derecho
humano, y repudia –no desautoriza- sus razones.” A lo largo del
libro demuestra cómo las mismas consignas o argumentos se utilizan
para distintas luchas cuyos objetivos trascienden el del aborto en la
ley, y cómo posiciones contrarias pueden sostenerse con idénticas
preposiciones. “No entiendo de qué están hablando”, decía una
mujer invitada a un canal de televisión para testimoniar sobre lo
que había hecho. Los intereses políticos y las definiciones de la
ciencia quedan eclipsados a la hora de decidir, y también a la hora
de contemplar cada caso. “La experiencia de abortar está tan lejos
del debate de ideas, que las mujeres que abortan no se reconocen en
los términos de esa controversia donde unos las amonestan por
criminales y otros las perdonan por ignorantes”… o las piensan
víctimas. La mujer que aborta es la experta en el asunto, aunque no
sea reconocida así por nadie, ni por ella misma. Ella se encuentra
ante una elección forzada cuya trama es más compleja que la que
supone el planteo de la libre elección. La libertad de elegir de la
mujer que aborta se vio coartada antes del momento de abortar, cuando
hubo de quedar embarazada a su pesar, encontrándose en una
circunstancia en la que no quería estar.
Una
experiencia trágica se juega siempre entre dos muertes. Una es la
propia, la otra viene a representarla. Para concebir al aborto como
una experiencia trágica hizo falta que la filosofía se viera
afectada por la ciencia moderna, que descubrió vida en el embrión.
En el aborto no son dos vidas, como arguyen algunos, las que entran
en valoración. Que el aborto se realice desde épocas inmemoriales,
quiere ahora remendarse con intenciones más o menos benévolas de
salvar vidas, la vida por nacer, o la vida de las mujeres que
abortan. El argumento “salvar vidas” se muestra ingenuo cuando
prima el desplazamiento de una vida a la otra –de la de zigoto a la
de la mujer-, e hipócrita cuando pretende salvar las dos vidas, ya
que encubre no solo un ideal de dominación de los cuerpos (de las
mujeres) sino también una realidad: hay mujeres que abortan. Salvar
vidas se convierte en un slogan que esconde el poder en juego, cuando
lo evidente es que el problema del aborto no se dirime entre dos
vidas sino entre dos muertes.
El
cariz testimonial del libro se conjuga con un tono crítico con que
la autora analiza una cuantiosa bibliografía. Vierte el mismo tono
crítico sobre su propio lenguaje, al tiempo que cuestiona ideales e
ideas juiciosas. El resultado es un trabajo exhaustivo sobre el
problema del aborto, escrito con cuidado de poeta. Es entendible que
en esta época en que la virtud suele medirse por el éxito
mediático, la sala del congreso haya estado escasamente poblada
cuando Laura Klein hablara sus siete minutos, y abarrotada cuando
alguna actriz mediática pudiera tomar la palabra. Es probable que ni
periodistas, ni diputados, ni algunas feministas supieran de la
investigación que versaban las palabras de Klein, y que incluso no
conocieran su libro.
El
apartado El aborto y el Código Civil empieza esclareciendo
que “ningún código penal equipara aborto y homicidio porque
ningún código civil equipara embarazo y parto, personas no nacidas
con nacidas”. La transcripción de los artículos de la ley en el
libro deja ver cómo cada artículo resignifica al anterior y cómo,
respecto de la vida intrauterina, la ley se ampara en un “como si”
que anuda el fenómeno del embarazo al derecho individual –como
si ya hubiese nacido; como si nunca hubiese existido-. El Código
Civil plantea una dificultad lógica: pretende incluir en
determinados conjuntos (los nacidos por un lado, los que nunca
existieron por el otro) a una persona – Zigoto- que no está en
ellos. Cinco artículos subrayan la importancia del nacimiento. La
ficción de la ley urde lo humano y llama a ser “concientes”. El
hipotético “como si” del Código Civil parece tramar un pacto
perverso entre la defensa y la condena del aborto legal.
¿Por
qué tanta insistencia en negar el embarazo? A esta pregunta acerca
de por qué en el debate sobre el aborto la mujer embarazada queda
soslayada, la autora arriesga una hipótesis: el embarazo pone en
riesgo la categoría de individuo. Pensarlo implicaría una crítica
a este concepto –individuo- básico del liberalismo en el
que vivimos inmersos.
El
enunciado la vida es sagrada disimula un condicional: la vida
debería ser sagrada. Muestra cuán frágil es la vida para que se
plantee un enunciado que se demuestra más como un precepto que como
una realidad natural. El enunciado apela al principio o dogma de la
sacralidad de la vida ante los atropellos e injusticias que la vida
sufre por los desatinos de la humanidad. La frase puede ser leída a
la luz del apartado siguiente, El órgano de la ética, donde
la cuestión pasa a ser qué se entiende por vida. La ley actual
condena la vida de las mujeres que abortan, por sobreponer a ellas el
valor de la vida potencial. Y es un error, sostiene Klein, convertir
la discusión sobre la libertad de las mujeres en una discusión
sobre la sacralidad de la vida potencial. El error, esa conversión,
condena la libertad individual de la mujer (embarazada). Y agrega que
es en cuanto a la libertad de las mujeres que “el feminismo ha
cambiado el mapa político-social y la existencia concreta de
millones de mujeres (…) Él no exige nada que no pudiera aceptar un
(honesto) liberal”.
¿Es
libre quien habla un discurso, aun si éste proclama libertad? ¿Es
libre quien habla? Ciertas derrotas son tan fuertes que no dejan
pensar en las entrelíneas más o menos evidentes que podrían llevar
a una dimensión crítica, tal vez la única manera de salir de la
impotencia. Klein refiere lo antedicho con una cita a Tununa Mercado
en el apartado El aborto y el Código Penal. En una sociedad
en la que la primera defensa parece ser el “derecho a”, quizás
sería preferible hablar de derechos contrareproductivos o
contraceptivos. Si la facultad de procrear es una cuestión de
Estado, y el control del Estado sobre la reproducción inhibe ciertas
intervenciones sobre el propio cuerpo, ¿por qué no ver que ese
poder, en nuestra democracia capitalista, implica para algunos un
negocio (es claro en el caso de la reproducción asistida) que es,
entre otras cosas, lo que torna al aborto una pieza clave del ajedrez
político de muchas naciones?
Simone
de Beauvoir es citada como la iniciadora del fuego que años más
tarde tirara abajo “el mito de las barreras naturales”. Valiosa
en su equivocidad, la frase “la libertad de las mujeres comienza
por el vientre” (El segundo sexo) le hace decir a la autora
que más profundo que el impedimento de elegir libremente es la
dificultad de saber qué elegir, o incluso cómo llegar a ser lo
bastante libre como para planteárselo.
En
el plano de los derechos humanos, el libro recuerda que la entrada de
la Vida entre los derechos humanos no fue un triunfo sino un mea
culpa; luego de la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas
declararon que la vida también es un derecho humano. Así, el
individuo quedaría amparado de los abusos del Estado, en el mismo
momento en que la aparición del derecho humano a la vida delataba el
fracaso de la democracia. Los derechos humanos nacen como el último
bastión de los perseguidos e inferiorizados por la ley. Por esto
Klein dice que la doctrina de los derechos humanos es la ficción
ciega de la modernidad. Hoy, es la doctrina que se hace extensiva a
cualquier situación: se clama por el derecho a decidir, el derecho a
opinar, el derecho a pensar, etc. El ‘derecho a decidir’ no
existe, sentencia Klein. Se decide, se actúa, y eso implica un
compromiso y la responsabilidad de quien ha actuado. Una decisión no
necesariamente es producto de un razonamiento, pero siempre implica
una encrucijada ética. “El deseo no se parece a la voluntad, pero
la voluntad que se juega en el aborto tiene más que ver con el deseo
que con la racionalidad invocada como fundamento para el aborto
legal”. Habiendo mujeres que deciden abortar, la cuestión que se
plantea no es la del derecho a hacerlo, sino la de la posibilidad de
legalizar esa acción, de circunscribir esa voluntad en la ley que
hoy tiene al asunto entre líneas.
El
extenso capítulo El aborto y la Iglesia Católica se inicia
planteando una verdad: la cuestión del aborto parece haberse
convertido para la Iglesia Católica en un asunto de supervivencia
institucional. Fornicar y matar son dos verbos que acompañan la
historia del aborto. Es cierto que la Iglesia siempre prohibió el
aborto, pero hasta 1869 no lo prohibió en consideración de la Vida
–embrionaria- sino como pecado sexual. Fornicar, “tener
comercio carnal con prostituta” (Corominas) o “tener alguien
trato sexual con persona con la que no está casado” (María
Moliner) es introducido en la moral cristiana por San Pablo. Como
pecado, era un elemento ajeno tanto al antiguo Testamento como a las
enseñanzas de Jesús. Las prácticas sexuales irregulares como
pecados contra el propio cuerpo y contra Dios, y el sexo extramarital
como nuevo pecado, son remediados por Pablo con la instauración del
matrimonio, recomendado como mal menor ante el pecado de la
fornicación. Mejor casarse que quemarse (I Corintios 7:9)…
Porque es mucho más tolerable ser bígama que ramera, dice en
su diálogo con Jerónimo en la Carta a Geruquia. Como el matrimonio
disminuye la atención a Dios, antes que casarse es preferible servir
completamente a Dios, pero antes que fornicar es preferible tener
sexo conyugal. De aquí surgió un nuevo valor, la virginidad
(ausente en el mundo antiguo y también en el de Jesús), que se
convirtió en ideal supremo e influyó en la moral. La autora
comprueba que es imposible hallar en las Sagradas Escrituras una
frase que condene el aborto. “Mientras la Biblia hebrea no hace del
aborto un problema moral y lo pone como preferible a vivir mal, la
Biblia cristiana ni lo menciona, no corrige el Viejo Testamento.”
Hasta los descubrimientos embriológicos del siglo XVIII primaba la
tesis griega de la “animación retardada”, según la cual la
infusión del alma en el cuerpo sucede en algún momento entre la
concepción y el nacimiento. Entre griegos y romanos, ni siquiera los
hijos nacidos tenían derecho a la vida, estaban a merced de la
voluntad del pater familiae (padre de familia; etimología de
familia: conjunto de esclavos). Limitar la población y
regular la demografía eran dos ideales sostenidos tanto por Platón
como por Aristóteles, que los llevaron no solo a admitir sino a
recomendar el aborto. Fue recién en 1869 cuando la Iglesia –con
Pío XI- aceptó las verdades de la ciencia, otorgando un alma al
embrión en su propio germen. Hasta ese momento el aborto no fue
condenado, a menos que acusara de otro pecado (peor que el
homicidio): la fornicación.
De
lo anterior se deduce que la condena del aborto por parte de la
Iglesia de hoy no es una condena religiosa. El “derecho a la vida”
que invoca a favor del embrión se sustenta en los principios
científicos de la biología y en los principios democráticos de la
política, y precisamente porque así se apela a problemas que
quieren desentenderse de prejuicios o creencias religiosas… “lo
único que queda claro es que Dios (allí) está ausente.”
Respecto
al Código Penal, sabemos que la reciente modificación sigue
condenando a prisión a quien causare un aborto en una mujer y a la
mujer que lo consienta –aunque el Art. 88 aclare que la tentativa
de la mujer no es punible-. Sin embargo, queda claro en el Código
que abortar no es matar a otro, y si bien es considerado un delito
contra la vida, el aborto se aleja del homicidio. Para el Código,
entonces, el embrión es persona pero no es otro, y abortar no es
matar. El Código Penal parece servirse de la Ley del Talión, la
primera forma de Justicia fundada en la venganza pública, cuya
alusión al aborto en el Antiguo Testamento es la siguiente: al que
causare (en una riña de hombres) un golpe a la mujer encinta y
provocare la expulsión de la criatura, se le multará conforme a lo
que imponga el marido de la mujer. Pero si causare desastre –herida
o muerte de la mujer- el castigo consistirá en sufrir el mismo daño
que causó: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, etc. Como
en la riña de hombres del Antiguo Testamento en que se pasa por alto
que un aborto implica un traumatismo físico para ella, hoy también
la mujer es eclipsada en su ocasional voluntad. “La mujer que
aborta es tan fantasma en la visión bíblica como en la
contemporánea. La diferencia es que en la primera el damnificado era
el padre, y ahora es el hijo. Las mujeres siguen quedando excluidas.”
Laura
Klein esgrime, en un párrafo escueto y final, los motivos que hacen
valer la lucha por la legalización del aborto: las mujeres ejercen
un poder al que no tienen derecho; tienen el poder de infringir la
ley. La garantía de la ley para el ejercicio de las libertades
individuales no existe más que por un contenido concreto que no
proviene de la ley sino de las costumbres. Quienes rechazan la fuerza
de las mujeres en la lucha niegan la parte que ellas tienen en la
experiencia, desconocen ese poder como si fuera peligroso. Y lo es.
Este
libro es una referencia fundamental en el tema, un ensayo que indaga
fundamentos. Además de experta, Laura Klein es una voz
imprescindible. La seriedad, compromiso y lucidez que demuestra en su
trabajo hacen de este libro uno que hay que leer si se quiere saber
algo más sobre el problema del aborto, más allá de portar el
pañuelo.
*
* *
LA
SOLEDAD DEL LECTOR, David Markson, ed. La bestia equilátera,
Buenos Aires, 2018. Trad. Laura Wittner.
Por
MAXIMILIANO FABI (Miembro del Centro Descartes)
“El
analizante habla, hace poesía, mientras que el analista corta".
Jacques-Alain
Miller, Momento de concluir.
“Como
diría Kant, el hombre de genio inventa, y el hombre de gusto es el
que entiende las reglas del invento del otro".
Germán
García, Palabras de ocasión.
La
costumbre -largo ha suspendida- de invitar amigos y amigas a ver
películas a mi casa, me ha enseñado que a pesar de haber recibido
el V premio Barcelona de Cine a la mejor dirección novel y mejor
película en catalán, Honor de cavalleria, de
Albert Serra, suele provocar urticaria en sus espectadores. Se trata
de una versión libre del Quijote
que hace a muchos preguntarse,
irritados, dónde está ahí
El Quijote;
dónde la historia -algo-,
la narración de Cervantes...
más allá de la evidente fisonomía
quijotesca que reconocemos en
Lluís Carbó.
Sin
embargo (no pido a
nadie que
me crea),
puedo asegurar que si uno se
abandona realmente a las casi
dos horas de Honor de cavalleria (esto
quiere decir: si uno se
entrega al extraño placer de aburrirse),
verá
de pronto ocurrir algo
llamativo: en algún momento,
sin que pueda decirse bien cuándo, comenzará a ver allí ya
no un sinsentido sino la
Mancha; la Mancha,
pero sin la locura del
Quijote (sin sus
ojos), y entonces no podrá
saber ya
si es que realmente no hay nada
ahí de
Cervantes, o si es que se
trata más bien de la materia prima con la que trabajó un día
Cervantes: eso que se sustrae
a nuestra mirada en la propia mirada del Quijote, y que Cervantes
-con gesto magistral, como Velázquez en Las meninas- supo
incitarnos a en-vidiar.
En
La soledad del lector, de
David Markson, vuelve a
acontecer
ese arte: “¿Una
novela de referencias y alusiones intelectuales -pregunta
Markson-,
pero sin casi nada de
novela?"1
¿Una novela without
novela,
entonces? ¿Un acontecimiento del lenguaje? Si pensamos en
que ya Heidegger
nos ha mandado a buscar la
jarra a la nada de jarra -es decir:
al agujero;
ahí donde hay una jarra sin casi nada de ella-,
entonces parecería que sí: un acontecimiento del lenguaje...
Una historia cuya trama sólo puede leerse en los espacios
vacíos del entramado,
tal y como se imagina la piel
entre
las transparencias del encaje,
o bien
un paisaje, más allá de los
húmedos brillos que la
madrugada refleja en
una
telaraña.
“Hay
que ser realmente insomne para imaginar en la ciudad de orígenes
algo por el estilo, sin
pensar en una araña como
autora del texto..."2,
escribía Germán García en Perdido, quizás
en 1985. Varios años antes, Jacques Lacan había
afirmado que “el
aparato del lenguaje está en alguna parte sobre el cerebro como una
araña."3
“You
are no a de wrider -leemos en una de las páginas de Markson-, you
are de espider, and we shoota de spiders in Mejico"
(p 74). Pero no sólo en
Mejico... sino ahí
mismo en todo lugar donde el ingenio del inconsciente
inventa algo, y no encuentra
a nadie capaz -ni deseoso- de
gustarlo.
(La
soledad del lector, de David Markson, fue presentado el martes 26
de marzo de 2019 en el espacio de “Lecturas críticas" del
CENTRO DESCARTES.)
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1
David Markson, La soledad del lector, ed. La bestia
equilátera, Bs. As., 2018. Trad. Laura Wittner, p. 88. La cursiva es
mía.
2
Germán García, Perdido, ed. Montesinos, Barcelona, 1987, p.
236.
3
Jacques Lacan, Mi enseñanza, ed. Paidós, Bs. As., 2006.
Trad. Nora A. González, p. 49.
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CARTA
DE LECTORES
Por
JULIO RIVEROS (Alumno del Programa Estudios Analíticos Integrales
del Centro Descartes)
¿QUÉ
LEE UN ANALISTA?
“Un
rancho para leer en el medio de la llanura. A solas. Suena más
drástico que la biblioteca borgeana.
En
el desierto, del otro lado de la frontera, entre los indios, un
lector […] lee el Facundo y revive en ese libro, quizá, la
experiencia y el sentido del mundo que ha dejado.”
Ricardo
Piglia
Lacan
inventa los 4 discursos al ras de la experiencia analítica. Ninguna
trascendencia en juego. Sigue la huella de Freud, lo anticipa en su
escrito De nuestros antecedentes, donde indica que la
operación freudiana retomada en el retorno a Freud se ubica en el
futuro anterior, es decir, Freud se habrá adelantado, dice Lacan, a
la inserción del inconsciente en el lenguaje. Ahí Lacan habla del
psicoanálisis al revés. A propósito remito al artículo de Miller
en Dispar11, El Menón y el anticipo de la última enseñanza de
Lacan donde sitúa como imposible la aitías logismos, el
razonamiento que explicaría la eficacia de la interpretación
analítica. Esta tesis está en Lacan en el Seminario II y según
Miller se desarrolla en la última enseñanza. Esa eficacia,
infundada en una razón última, platónica o kantiana, se sigue por
vía de una orthodoxia, como sostiene Miller. El saber
amortigua la verdad que irrumpe al modo de un flash. El saber
ortodoxo vela la irrupción de la verdad al modo del error. Y eso es
lo que conforma el Kern de la experiencia analítica, ese
encuentro contingente con el error, trae un Drang que excede
el lenguaje. “La fuente del saber no está en el saber"
(Miller). La verdad está por fuera, hay que mantener esta distancia.
La verdad no se deriva del saber y el saber no explica la
interpretación.
Cómo
dilucidar la eficacia de la interpretación desde una lógica
binaria. Conjeturo una causa: la misma es que ese logismós,
está en la lengua misma, una lógica no derivada de ninguna
trascendencia, su fundamento es práctico. En la experiencia
analítica no se trata de ninguna trascendencia ni doctrina del ser.
Un análisis es lo que se dice en un psicoanálisis.
El
saber es preexistente pero no está en un mundo de ideas platónico,
es un saber sedimentado, que funciona como marcas de un legado visto
y oído. El S1 opera como una inserción. Clínicamente esto es muy
preciso. El S1 es una función que va siendo recortada, delimitada,
cada vez en el curso de un análisis. Si el Saber en juego en el
discurso del Amo [S1->S2] es previo, ¿qué tiene que ver la
repetición en este esquema? La repetición de la que habla Freud no
en Recordar, repetir y reelaborar sino en Más allá del
principio del placer, cuando ya estableció la pulsión de
muerte.
Cuando
decimos que un analista sitúa lo que se repite, ¿cómo entendemos
eso? ¿Qué lee un analista? Lo que se repite son posiciones de goce,
marcas donde se juega algo del orden de una satisfacción ignorada.
Por tanto, el índice clínico para situar un S1 es la repetición.
Esto diferencia la experiencia analítica de las neurociencias,
psicoterapias o cualquier otra corriente que se arrogue la “nueva
razón del mundo”.
Nuestra
operación va orientada hacia lo real de la satisfacción pulsional y
como dice Miller en Sutilezas, extrayendo placer del sinthome.
En consecuencia y para concluir, un analista es el lector de la
letra del síntoma de cada Uno.
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