Equipo temático: Intersecciones entre literatura y psicoanálisis


En la reunión del mes de junio continuamos trabajando la recepción de la estética del Romanticismo (que reinaba en el viejo continente) en los inicios de la literatura argentina; donde el drama romántico desalojaría la tragedia clásica, heredera del Renacimiento, en un intento de mayor acercamiento del arte a la vida. Esta vez nos centramos en aquellas políticas de traducción, donde el traductor por primera vez deviene escritor argentino y viceversa, poniéndose en juego concepciones de la literatura nacional y de la relación entre ella y la literatura extranjera, así como también concepciones del autor y el lector.

En un articulo de 1926 titulado Las dos maneras de traducir, Jorge Luis Borges analiza la antigua antinomia entre dos clases de traducción: una literal y otra libre. Dice allí que la primera (que practica la literalidad) corresponde a las mentalidades románticas, mientras que la segunda (con el uso de la perífrasis) a las clásicas. A los traductores clásicos les interesará siempre la obra de arte y nunca el artista, creerán en la perfección absoluta y la buscarán; desdeñando los localismos, las rarezas y las contingencias. En cambio, los románticos no solicitan jamás la obra, sino al hombre; y el hombre no es ni intemporal ni arquetípico, es poseedor de un clima, un cuerpo, una ascendencia, de un presente, un pasado, un porvenir.

Patricia Wilson en su libro La constelación del Sur (Ed. Siglo XXI), elige tres ejemplos emblemáticos de la intervención de traductores-escritores, que presentan concepciones diferentes de la literatura y la práctica de la traducción en la literatura argentina del siglo XX. El primer ejemplo que aparece allí es el de Victoria Ocampo, quien obra como “traductora romántica” atenta a la inscripción del autor y tendiendo siempre a la literalidad; ocupando el lugar en que su propia enunciación como traductora, se toca con la palabra en lengua fuente del autor. J.L. Borges, en cambio, intervino conceptualmente como “vanguardista”, sacando la traducción de un lugar de esclavitud respecto del texto fuente y de fidelidad debida a su enunciador o a su potencial receptor; dejando huellas en sus procedimientos como traductor. Mientras que José Bianco, traductor clásico, fue particularmente sensible al polo del lector y al hecho de que sus traducciones circularan en un ámbito que excediera las fronteras nacionales, defendiendo una poética precisa de que la traducción “no deben notarse”; buscando una transparencia de estilo para que el lector no esté recordando todo el tiempo que lee un libro traducido y a la vez seguir el delicado ajuste verbal en su lengua de origen. A pesar de las diferencias, estos tres traductores deben ser pensados en el marco del grupo Sur y el vasto proyecto de incorporación de literatura extranjera que entrañó y que irradió a otras editoriales contemporáneas.




Ignacio Lotito

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