Ensayo de speculum para la modernidad argentina
“Mi padre (que era librepensador) solía observar que el catecismo había sido reemplazado en las aulas por la historia argentina. El hecho es evidente. Medimos el curso temporal por aniversarios, por centenarios y hasta por sesquicentenarios, vocablo derivado de los jocosos sesquipedalia verba de Horacio (palabras de un pie y medio de largo). Celebramos las fechas de nacimiento y las fechas de muerte.” (J. L. Borges, Prólogo a Facundo.)[1]
“Porque estas páginas no dirán nada que valga a aquellos que el emperador quería excluir del pequeño número de lectores comprensivos de sus escritos filosóficos. Ni siquiera les dirán nada de nada. Porque en el espíritu de su autor, esas páginas no contienen nada más ni nada menos que un modesto saludo dirigido a los buenos entendedores de la Filosofía: por sobre los océanos y a través de los siglos.” (A. Kojève, El emperador Juliano y su arte de escribir.)[2]
Prefacio
Comencemos por soñar a un hombre; a Jorge Luis Borges en 1974, sentado, solo –aunque por ahí ronde su madre casi centenaria-, en su departamento de la calle Maipú. Espera a quien será sus ojos para poder releer algunos de los prólogos que escribió hasta la fecha, desde 1923. El objetivo: revisar la inminente edición de una selección de los mismos a cargo de Torres Agüero Editor, la cual saldrá finalmente al año siguiente, vale decir, en 1975. La escena no es mera ficción, aunque los detalles que incluyamos, imaginados, puedan serlo.
De esos escritos, uno de los más recientes –si no el más- es el dedicado a una edición de 1974 del Facundo, de Sarmiento, a cargo de la editorial El Ateneo. Borges se pudo escuchar diciendo, al final:
“No diré que el Facundo es el primer libro argentino; las afirmaciones categóricas no son caminos de convicción sino de polémica. Diré que si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor.”[3]
Entonces volvió a dos de sus prólogos anteriores, más bien, a cuatro de ellos. Quizás fue primero a los tres que escribió para tres distintas ediciones del Martín Fierro, entre 1962 y 1968, y entonces decidió agregarles –a los tres- una posdata:
“El Martín Fierro es un libro muy bien escrito y muy mal leído. Hernández lo escribió para mostrar que el Ministerio de Guerra –uso la nomenclatura de la época- hacía del gaucho un desertor y un traidor; Lugones exaltó ese desventurado paladín y lo propuso como arquetipo. Ahora padecemos las consecuencias.”[4]
Luego quizás haya dirigido su atención hacia el más antiguo (de los dos, de los cuatro), a saber, el que antecedía al texto de Sarmiento en la edición que la editorial Emecé publicó, en 1944, de Recuerdos de provincia. Allí también dejó una posdata:
“Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor.”[5]
¿Diremos que tamaño leit motiv responde meramente al resentimiento? Para un hombre que consideraba muerta a la alegoría desde el triunfo del nominalismo en la edad moderna, tal acusación es por demás impertinente. Es cierto, dirá alguna vez que “en las novelas hay un elemento alegórico.”[6] Por ello quizá fue cuentista. Pero para despejar toda duda no viene mal recordar lo que el mismo Borges nos confiesa en el prólogo a El informe de Brodie:
“Sólo quiero aclarar que no soy, ni he sido jamás, lo que antes se llamaba un fabulista o un predicador de parábolas y ahora un escritor comprometido. No aspiro a ser Esopo. Mis cuentos, como los de las Mil y Una Noches, quieren distraer y conmover y no persuadir.”[7]
Bástenos al menos eso para comenzar.
Diremos entonces que Borges, en aquel 1974, decidió dejar una señal a sus lectores. Para aquellos a quienes nos preocupa la historia, sus palabras son como un mapa del tesoro. Nos indican dónde excavar. La señal entonces remite a un signo, más bien, a un signum de la historia, esos que Kant decía que el filósofo-historiador debía rastrear.
El signum, en efecto, no es otro más que la recopilación de las conferencias que Leopoldo Lugones dio en 1913 en el Teatro Odeón de Buenos Aires –hoy playa de estacionamiento, desde 1991- sobre el famoso poema de José Hernández: Martín Fierro. Las mismas aparecieron publicadas tres años después bajo el sugerente título de El payador.
El libro de Lugones, mucho más que la oralidad de sus conferencias, expresa el final del siglo XIX para eso que hemos convenido en llamar historia argentina. Esta, como no puede ser de otra manera, está implicada en la historia universal, hija de la modernidad, y por lo tanto su historia no es sino la historia del origen y ocaso de la experiencia moderna, del declinar de las ciudades.
Borges, entonces, nos está señalando algo mucho más importante que sus propios enojos. Nos está señalando el momento preciso en que la Argentina prefirió -antes que la calle- la autopista, enviando al exilio al homme de lettres; sus servicios ya no serán requeridos. ¿Por qué tamaño encono? Digámoslo de una vez: El hombre de letras, máximo representante del animal humano refinado, jamás fue algo deseable para la humanidad. Llegada la ocasión, propiciada por la Historia, y como Emilio Gauna, el hombre se dejó arrebatar por su animalidad e “infiel, a la manera de los hombres, no tuvo un pensamiento para Clara, su amada, antes de morir.”[8] Esta dialéctica de la cultura, dialéctica específicamente moderna, no deberíamos pensarla tanto entre Sarmiento y Hernández, entre el Facundo y el Martín Fierro, como entre Sarmiento y Lugones, entre el Facundo y El payador.
En el centro de la cuestión está entonces la confusión que ya Borges señaló que se produjo desde El payador en la historia argentina.[9] En esto va el confundir al gaucho con el matrero, al hombre de campo con el cuchillero, al proletario con el descamisado, al pueblo con el marginado, a la humanidad con la deshumanización. Porque, es claro, si la vida del marginal es un error, si nadie en este mundo debería vivir esa vida, entonces se trata de erradicarla, de transformar verdaderamente al mundo, y no de hacer de esos modos de vida, que son producto de la desigualdad, un modo de vida superador, elogiable, que recubriéndose de un halo de santidad, se promueve hacia toda la comunidad. La sentencia de Benjamin es aquí –y en todos lados- muy válida y cierta: “Nunca un documento de la cultura es tal, sin ser a la vez un documento de la barbarie.”[10] Pero aún así Benjamin siguió hablando de cultura. Si en esa cultura está contenida tanto la cultura como la barbarie, se trata entonces de desbarbarizarla y no de arrojarla al trasto de la basura.
Pero, ¿hubo allí verdadera confusión? Antes que ello diremos que hay libertad y que hubo necesidad. El hombre de letras, a diferencia de lo que se cree, no fue el resultado de un proyecto humano deliberadamente puesto. Fue más bien el resultado de una necesidad. La supervivencia humana requería refinamiento. De ese refinamiento brotó el homme de lettres, el hombre culto, entre otros. Pero si hubiese habido libertad de elección, como hay en la actualidad, ningún hombre hubiese escogido el arduo camino de la cultura, el verdadero, no el que ofrece la Universidad del siglo XXI, tan preocupada por vender pasajes para el crucero que visita los fiordos de la república del saber.
“La historia de un malevo imaginada por un hombre de letras no puede no ser falsa.” – Dice Borges reseñando To have and have not, de Hemingway.[11] Vale también la afirmación inversa: la historia de un hombre de letras imaginada por un malevo no puede no ser falsa. En ello va contenida la historia de la cultura, malestar incluido. Y en efecto, si la literatura gauchesca no fue sino producto de hombres de ciudad, cultos, que iban de levita y frac, la literatura humanística de hoy no es sino producto de hombres bárbaros que van en remera y zapatillas. Con esto muere el hombre de letras que ya no es sino un sueño de bárbaros jugando a los intelectuales. ¿Qué queda de aquel hombre culto del siglo XIX en el presente siglo? Su nombre usurpado por su enemigo, quien, desde allí, pasa las horas denigrándolo.
Ahora bien, es claro que el nacimiento de un proceso histórico tal no puede adjudicársele a la mera obra de Lugones. Como ya hemos dicho, la misma es más bien un signum de la historia, una expresión concreta de aquello que viene desarrollándose en lo más profundo de sí. Es, entonces, un efecto antes que una causa, más bien, un síntoma. Por ello, lo que aquí nos proponemos es mostrar ese brote; es mostrar las condiciones concretas de la tierra local en la cual fue plantada la semilla de la modernidad para poder comprender cómo fue posible que de la misma haya brotado aquello, a saber, El payador, nuestro siglo XX.
Humus y semilla son nuestro siglo XIX. La planta lleva al XX en su tallo y hojas. Nos dedicaremos entonces a la agricultura y dejaremos a otros historiadores la botánica. El objetivo final -¿acaso podía ser otro?- es hacer otros jardineros de los hombres del siglo XXI, y mejores.
Introducción
En verdad, en verdad les digo que la Historia marcha hacia adelante con los ojos vueltos hacia atrás. La imagen es de aquel que se quitó la vida en Port-Bou, hacia 1940, y que vio esto en un ángel de Klee a razón del cual dijo:
“El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso.”[12]
Porque es muy cierto que los hombres hacen la historia, tanto como que es la historia la que deshace a los hombres. ¿Puede escaparse de tal fatalidad? Así lo imaginaron las cabezas ilustradas de una Europa que se pensó, poco más de doscientos años atrás, faro del mundo.
Desde entonces una dicotomía rigió la vida de los hombres: luz y oscuridad, razón y superstición, civilización y barbarie. Europa -luminosa, racional, civilizada-, se derramaría sobre el resto del mundo -oscuro, supersticioso, bárbaro-. En ello había una exigencia, una necesidad de los tiempos. La misión no era solamente técnica; era, por sobre todo, moral. No se trataba solamente de que la vida material de los hombres fuese más compleja y mejor que en tiempos pretéritos. Se trataba también de la certeza de que cada hombre moderno podía llegar a ser mejor que Sócrates.
La civilización luchó entonces contra la barbarie pero jamás pensó que la barbarie contra la que debía luchar estaba, mucho antes, dentro de sí misma. En El corazón de las tinieblas, Conrad nos cuenta la historia. Kurtz, ese hombre ejemplar, impactante, de cuya educación había participado toda Europa, habiendo escrito un informe titulado Supresión de las costumbres salvajes –“elocuente, vibrante de elocuencia, pero demasiado idealista,” a juicio de Marlow-[13] se convirtió en un bárbaro ni bien piso tierra bárbara. Su barbarie fluyó desde dentro de sí mismo. No fue un contagio sino una liberación. Civilización y barbarie, razón y superstición, ambas liberadas en el mismo hombre, generaron esa verdad que enseña todo el siglo XX: que al progreso material no lo acompaña un progreso moral. La estación de Kurtz era la más eficiente en lo que a extraer marfil respecta. La estación de Kurtz estaba compuesta de salvajes selváticos que lo adoraban como a un Dios. Quizás por ello, ya en el Congo, anotó en aquel, su informe, con letra ansiosa, el siguiente post-scriptum: “¡Exterminad a estos bárbaros!”[14] Los bárbaros, civilizables, deben ser exterminados. Kurtz, el de la bárbara racionalidad, debe ser exterminado. ¿Qué decir ante tamaña tragedia? Kurtz encontró las palabras justas, en el instante previo a la muerte: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”[15]
Por primera vez en su historia el hombre se había sentido libre de realizar su propio destino, la Historia. La Ilustración no fue la causa de tal sensación sino más bien su manifestación. En la Ilustración también hay un signum de la historia. Sin embargo, al final del camino sólo hubo escombros.
Esta es la historia de un sueño que comienza en 1789 y que muere y renace con cada uno los hombres que nacen desde entonces, para algún día finalmente dejar de brotar. En esta tierra que hemos convenido en llamar Argentina, muchos hombres han sido presa de esa ilusión pero quizás ninguno tuvo tan plena consciencia de su carácter ilusorio como Domingo Faustino Sarmiento, cuyo testimonio nos proponemos extraer de entre las líneas de su Facundo.
¿Diremos entonces que el Facundo es una tragedia de la modernidad, así como lo es el Fausto de Goethe según Berman?[16] Diremos eso, sí, aunque la tragedia esté concentrada, fundamentalmente, en el capítulo XIII, “Barranca Yaco”, donde habita la hybris, y la catarsis. Recorriendo nuevamente los últimos años de la vida de Facundo, que no de Facundo Quiroga, quizás podamos entreverla. Quizás podamos entrever la tragedia a la cual estamos destinados todos los hombres, desde el principio de los tiempos, pero que sólo el siglo XIX llegó a vislumbrar con claridad:
Que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.[17]
I
“¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?”[18] Se pregunta, altivo, el Facundo que hubo soñado Borges. “No ha nacido todavía el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga.”[19] Se jacta de nuevo el soñado, en un sueño otro. Lo que no cambia es la bravura; en uno orondez, de quien va en coche al muere, en otro, de aquel cuya voz es un trueno que espanta. Y sin embargo Quiroga, al que nadie lo mata, va de Buenos Aires a Córdoba montado en un horror. “¡Caballos! ¡Caballos!”, es su único grito.[20] Uno que ya nombramos, quizás el mismo, sólo atino a balbucear con su último suspiro: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”
¿A qué le teme Facundo, que va retraído y vuelve remangado? Digámoslo: le teme a la campaña, a ese mundo semibárbaro que de sólo pisarlo ya le hace castigar a un maestro de posta.[21] La misión que a fines de 1834 le encomienda Rosas es mucho más que un homicidio. Para Facundo es un desafío al que teme y que por eso le resulta atractivo: es volver a gauchear con Juan Manuel, y bolearse los caballos; volver porque eso ya había quedado en el pasado, quizás desde que derrotó, por tercera vez, a Lamadrid en las afueras de Tucumán -allá por 1831-; quizás mejor desde que se radicó en la ciudad, en Buenos Aires, allá por 1833.
Porque en el sueño de Sarmiento, realizada ya su labor histórica, Facundo retorna a sus ideales para con la República:
“Como se ve, en Facundo, después de haber derrocado a los unitarios y dispersado a los doctores, reaparece su primera idea antes de haber entrado en la lucha, su decisión por la Presidencia y su convencimiento de la necesidad de poner orden en los negocios de la República.”[22]
Facundo se vuelve unitario –o al menos se va volviendo-, lo que en lenguaje de Sarmiento debe entenderse como civilizado. Pero esto más bien es resultado de la Historia. Sarmiento, de manera hegeliana, concibe a la Historia realizándose a través de la negación. Hay una astucia, si no de la razón, al menos de la Historia:
“Así, pues, la organización unitaria que Rivadavia había querido dar a la República, y que había ocasionado la lucha, venía realizándose desde el interior; a no ser que, para poner en duda este hecho, concibamos que puede existir federación de ciudades que han perdido toda espontaneidad y están a merced de un caudillo.”[23]
Luchando por la federación, Facundo realizó el proyecto unitario. Tras la batalla de La Ciudadela, sus dichos no expresan entonces tanto un reaparecer de sus primeras ideas como su agotamiento en tanto Gran Hombre de la Historia. Son así, más bien, la manifestación de que Facundo culminó su labor histórica, a saber, aquello que Kant explicaba en 1784: que los hombres deben aprender a través de las tristezas de la guerra lo que bien pudieron haber aprendido por boca de la razón.[24]
Pero una vez terminada la labor, la Historia se deshace de los grandes hombres. Los usa de escudo, dejándolos marchar al frente, pero al final los espera Santa Elena, el veneno o los puñales. Esas son las opciones de Hegel;[25] Borges, de confesa nostalgia, no dudó en imaginar a un Bruto y las espadas:
Y una de puñaladas lo mentó a Juan Manuel.[26]
La realidad, en este sueño, es que a Facundo lo mató Quiroga; y Rosas, los Reinafé, y Santos Pérez, así como la bala que le atravesó un ojo, fueron solamente el arma. Ya dijimos que Facundo huía de la campaña. Temía volver a ser Facundo, el Tigre de los Llanos, tanto como lo anhelaba. Pero Facundo había sido un Tigre cebado porque la Historia necesitó de él. Alguien debía unir a las provincias bárbaras y para ello no era apto un cajetilla de buenas intenciones sino la barbarie de un salvaje más bárbaro que la campaña.
Realizada la labor tras la última derrota que Facundo infringe a Lamadrid, aquel se rehúsa a aceptar que la Historia prescinda de él. No abandona la campaña, su hábitat natural, sino hasta 1833, y durante la batida que Rosas organiza al así denominado “desierto”, intenta derrocar, desde San Juan -con las tropas de la división del interior que él debía comandar-, a los Reinafé -amigos de López en Córdoba-. Dice Sarmiento:
“Esta revolución se hacía por los intereses y bajo la inspiración de Facundo; los primeros cabecillas fueron desde San Juan, residencia de Quiroga y todos sus fautores, Arredondo, Camargo, etcétera, eran sus decididos partidarios.”[27]
Pero Facundo fracasa. Su comandante, Huidobro, es hecho prisionero. Los demás líderes, fusilados. No ha llegado aún la hora de que los Reinafé abandonen el poder en Córdoba. Aquel será entonces el último intento que realice Facundo en pos de utilizar las fuerzas naturales de la campaña para su beneficio. La fuerza de la barbarie ya no le responde y así toda la fuerza del general Quiroga se encuentra sumida en la impotencia. En La Rioja, su tierra natal, descansa todo su poder; una fuerza indómita que ha sido puesta a dormir y que ya no despertará:
“A su paso por La Rioja ha dejado escondidos en los bosques todos los fusiles, sables, lanzas y tercerolas que ha recolectado en los ocho pueblos que ha recorrido; pasan de 12.000 armas. Un parque de 26 piezas de artillería queda en la ciudad, con depósitos abundantes de municiones y fornituras; 16.000 caballos escogidos van a pacer en la quebrada de Uaco, que es un inmenso valle cerrado por una estrecha garganta.”[28]
Facundo es como un dios que ha perdido la capacidad de dar vida, de animar, de dar alma. Todo el barro de su creación descansa inanimado, bajo la sombra de los árboles, a la espera de un hálito vital -de una letra aleph- que ya no llegará. Derrotado por los Reinafé, comprende que la campaña ya no responde a su voluntad, que ya no es hijo dilecto de la Historia y que, como tal, es un dios que ha sido arrojado del Olimpo. Comprende que está solo y que por primera vez en su vida correrá peligros. Entonces deja la campaña. Marcha hacia Buenos Aires y sólo lo acompañan algunos deudos, entre ellos, el moreno coronel Lorenzo Barcala -soldado de la Liga del Interior, lugarteniente de Paz y de Lamadrid- quien si bien lo venció tanto en La Tablada como luego en Oncativo, cayó finalmente en sus manos tras la derrota de Lamadrid en la batalla de La Ciudadela. De todos los oficiales de Lamadrid que Facundo hizo prisioneros aquel 4 de noviembre de 1831, sólo le perdonó la vida a Barcala. Ese eterno enemigo lo acompañó, fraterno, al destierro –pues no otra cosa es la marcha de Facundo a la ciudad-; la imagen es conocida:
Al destierro, con doce de los suyos,
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.[29]
Dice Sarmiento que Facundo no se anuncia en Buenos Aires. Dice que eso sería reprochable si no fuese ya algo propio de su carácter.[30] Pero esta vez no deja de anunciarse por altanería; esta vez lo consume la vergüenza del exilio. O quizá, como Mio Cid en la primera noche fuera de Castilla, decide pasar desapercibido para mejor acechar.[31] Mas no son moros los porteños y como indica, con algo de verdad, Sarmiento: “El poder educa.”[32] Con algo de verdad porque no se trata tanto de que intervenga el poder sino más bien la educación. El espíritu de Facundo, humillado y desprovisto del favor divino que tanto valor le infundiese antes, está dispuesto a educarse. Es lo que los antiguos hubiesen llamado, alguien dócil.
“Facundo se establece en Buenos Aires, y bien pronto se ve rodeado de los hombres más notable; compra seiscientos mil pesos de fondos públicos; juega a la alta y baja; habla con desprecio de Rosas; declárase unitario entre los unitarios, y la palabra Constitución no abandona sus labios.”[33]
Facundo se educa y educa a los suyos; envía a sus hijos a los mejores colegios y poco a poco va aprendiendo a no tomar el cuchillo a la ligera. Si al principio persigue a un pendenciero y lo entrega a la policía, luego ya deja el puñal y se queda recostado: “Siente que hay allí otro poder que el suyo, y que pueden meterlo en la cárcel si se hace justicia a sí mismo.”[34] Ese otro poder no es la policía; es la ciudad moderna, la ciudad del siglo XIX que comenzaría a morir bajo el dominio de Rosas. En efecto, Facundo se había radicado en Buenos Aires poco después de la caída de Balcarce. Este, superado por los desmanes organizados por los partidarios de Rosas -quien se encontraba por entonces dirigiendo su campaña-, es obligado a renunciar en octubre de 1833. Así, al tiempo que Facundo se civiliza, la ciudad se va barbarizando. El brazo de la campaña alcanza a la ciudad y Facundo puede verse a sí mismo en el origen de aquello que le aparece como un teatro del absurdo:
“Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante dos años, con este extraño y sistemático desquiciamiento. De repente se veían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertas que se cerraban iba repitiéndose de manzana en manzana, de calle en calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién sabe! Alguno había dicho que venían… que se divisaba un grupo… que se había oído el tropel lejano de caballos.”[35]
Esa ciudad, a la que había entrado como un exiliado, como un olvidado por la historia, y a la que había aprendido a amar en sus edificios, plazas, paseos, salones literarios y teatros -es decir, en su sociabilidad moderna con la que había paleado su soledad-, comenzaba a parecerse a la pulpería, esa “asamblea sin objeto público,”[36] de la que había –ahora podía decirlo- escapado. No son por ello extrañas las palabras que Sarmiento pone en boca de Facundo al ver este, durante un paseo junto a su edecán, a hombres y mujeres correr aterrados por las calles sin sentido aparente: “Este pueblo se ha enloquecido.”[37] – Dice. Y entonces explica lo que él hubiese hecho para evitar esa situación: en la calle, le habría dicho al primer hombre que viese pasar: ¡Sígame!, y ese hombre lo habría seguido.[38]
Facundo, ese dios incapaz de animar el barro de su creación, descubre en la ciudad una nueva forma de comunidad, de vida. Sarmiento pone el énfasis en lo aterrador de la voz de Facundo pero Facundo no busca aterrar esta vez. Dice que saldría a la calle. Sólo un Facundo consustanciado con el espíritu de la ciudad moderna podría considerar la calle bajo ese, su aspecto social moderno. Y además, ya lo sabe, en esa calle corren mujeres, y hombres de frac, no paisanos de poncho y puñal. Para que ese “¡Sígame!” tuviese efecto, Facundo debía consustanciarse con los hombres de la ciudad; y eso es justamente lo que había estado haciendo. ¿Acaso no se le había impuesto ya un simple boticario diciéndole que “allí no está en las provincias para atropellar a nadie impunemente”[39]? La voz que exclamó aquel “¡Sígame!” no fue la voz del hombre solitario y taciturno que se impone a otros por la fuerza. La que tronó fue la voz de un hombre que ha descubierto en la cultura una nueva comunidad, una capacidad de entendimiento que liga a los hombres con más fuerza que cualquier cadena y que los hace moverse con más ímpetu que cualquier látigo. Y si aquel día todos bajaron la vista y nadie dijo nada, tal como señala Sarmiento, no fue por temor a Facundo sino por respeto al hombre en el que poco a poco, con esfuerzo, se estaba convirtiendo.
Mientras tanto el caos crece en Buenos Aires. Viamonte, sucesor de Balcarce, cae bajo la fuerza de algo que está más allá de su voluntad. Sarmiento dice que es Rosas. En realidad, se trata de la Historia, y una vez dicho esto sí es lícito decir que antes que ella viene Rosas, su nuevo hijo dilecto. En 1835 finalmente obtendrá el poder bajo sus condiciones: la suma del poder público.
Pero antes sobrevendrá la misión de Quiroga. Rosas desea enviarlo al norte a apaciguar un conflicto entre los gobernadores de Salta y Tucumán. Juan Manuel aún no gobierna; habiendo retornado a Buenos Aires, declina la oferta por no estar acorde a sus condiciones. Maza, quien se hace entonces con el gobierno, intercede a petición de Rosas para convencer a Facundo de aceptar la misión. El 18 de diciembre de 1834, finalmente, el general Quiroga sube al coche que lo llevará, orondo, al muere.
II
Un maestro de posta es el segundo en probar la rudeza de los golpes de la campaña; el primero, el golpeador, Facundo. Lo había asaltado la impaciencia al ver su galera detenida en un cenagal. Delante de él marchaba un chasque de Buenos Aires, a una hora de distancia, del cual no se quiere alejar. Marcha asustado, inquieto, el azote de los pueblos, y Sarmiento se pregunta qué puede acaso atormentar su fiero carácter. “Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás.”[40] – lo sueña diciendo, e imagina que la premura de Facundo no es otra más que evitar que la noticia de su próxima llegada –anticipada por el chasque porteño- pueda darle tiempo suficiente a sus matadores para organizar la emboscada.
Pero Facundo desea salir de Santa Fe, y no hay cuidado por lo demás. Córdoba, el destino siguiente, está contenido en ese demás. Y sin embargo la muerte lo esperaba en Córdoba, no en Santa Fe.
“Jamás se ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba está instruida de los más mínimos detalles del crimen que el gobierno intenta, y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las conversaciones.”[41]
¿Podía estar ajeno a ello Facundo aún antes de pisar Córdoba? ¿Podía no intuir que su muerte no sería en López sino en los Reinafé? ¿Podía no saber que aunque todos clamasen por su cabeza, ninguno se atrevería a cercenarla? Rosas usaría a López, y López a los Reinafé, y los Reinafé… a Santos Pérez. Esa simple serie, reconstruible hasta su tercer elemento desde que se conoce el primero –Rosas- y el hilo que anudará las cuentas –un asesinato-, le daba a Quiroga, que no dudaba de las intenciones de Juan Manuel, el punto geográfico de su muerte: los Reinafé, el tercer elemento de la serie, Córdoba.
La premura de Facundo por no alejarse del chasque no era entonces producto del cálculo matemático. Ese cálculo estaba en otro lado. La premura de Facundo era como la mano de aquel que se aferra a un amuleto. Su rezo: “¡Caballos! ¡Caballos!” La campaña, ese mundo bárbaro, extendió sus brazos hacia él ni bien salió del asilo que le ofrecía la ciudad. Ya no era un exiliado en Buenos Aires sino un exiliado en la campaña; o así al menos lo sentía, pues los brazos de la barbarie no son otros sino los suyos propios. Fueron sus brazos los que castigaron al maestro de posta al sentirse impotente. Facundo no iba detrás del chasque sino detrás de Buenos Aires. Temía ser engullido por la campaña, otra vez. Y por ello no temía tanto a la muerte a manos de un hombre infame que lo esperaba en Córdoba –tal como le indicaba la lógica- como a la barbarie que habitaba Santa Fe. “Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás.” – dicen que dijo.
¿Pero acaso en Córdoba no gobernaba la barbarie? La esperanza suele ser la perdición de los hombres. Si después de Santa Fe no debía haber más cuidado es porque en Córdoba Facundo no esperaba encontrarse con la ciudad de los Reinafé sino con la ciudad de su antiguo vencedor, el general Paz.
Tras la batalla de Oncativo, que tuvo lugar un 25 de febrero de 1830, Paz se hizo definitivamente con Córdoba para la causa unitaria. Pero con Lavalle vencido en Buenos Aires, se invierten los papeles. La culta reina del Plata se barbariza al tiempo que la Córdoba inquisitorial y bárbara se civiliza. Sarmiento lo explica a su modo, que quizás aún sea el nuestro:
“Los diarios de Córdoba de aquella época transcribían las noticias europeas, las sesiones de las Cámaras francesas, y los retratos de Casimir Périer, Lamartine, Chateaubriand, servían de modelos en las clases de dibujo; tal era el interés que Córdoba manifestaba por el movimiento europeo. Leed la Gaceta Mercantil, y podréis juzgar del rumbo semibárbaro que tomó entonces la prensa de Buenos Aires.”[42]
Ese rumbo no ha virado.
Pero Facundo, que después de haberse educado ha llegado a decir que “los únicos hombres honrados que tiene la República son Rivadavia y Paz”,[43] espera, ansía, que Córdoba -esa Córdoba que se educó gracias a su derrota- sea cuanto menos la sombra de aquella otra ciudad que dejó hace poco, y que viene persiguiendo. Sin embargo, al llegar a la ciudad, no sólo la recibida de uno de los Reinafé, esperada, sino también la imagen, inesperada, de una Córdoba que no debía distar mucho de aquella Buenos Aires que “se había vuelto loca”, terminó por desengañarlo.
Entonces supo Facundo cual sería finalmente el destino de su más hondo anhelo, el cual se había hecho palabras en aquel saludo con el que Sarmiento lo hace despedirse de Buenos Aires, que no de sus amigos: “Si salgo bien –dice, agitando la mano-, te volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!”[44]
La ciudad que Paz había revitalizado ya no es más que una mera cáscara, pues, tal como indicó Sarmiento con maestría, la civilización fue boleada aquel 10 de mayo de 1831, en El Tío; Ceballos se llamaba aquel que lanzó las bolas.[45] Sin Paz la Liga del Interior es derrotada. ¿Quién sabe realmente lo que ese manco significaba para la causa de las ciudades?
La realidad es que lo que sigue a todo esto es Ciudadela, en 1831, de la cual ya hemos hablado. Con ello Facundo realiza la Historia, y se condena, como todo Gran Hombre de la Historia. Después de Oncativo, después de 1830, volvió a las andanzas para vengar a los suyos. La Historia, astuta, se valió de Lamadrid para lograr aquello que no podían los ruegos de Juan Manuel: volver a cebar al Tigre de los Llanos. Entonces hizo entrar, victorioso, en La Rioja al general unitario y humillar cruelmente a la familia de Quiroga, a su madre, anciana, a su esposa e hijo, quienes marcharon al exilio. También -y no es para menos tratándose de Facundo- se hizo con parte de sus riquezas.
Y así volvió el Tigre de su primer exilio en 1830, después de ignominiosas borracheras en los bajos porteños, después de soñar con lavar la mancha de Oncativo y La Tablada. Más de trescientos presidiarios, cedidos por Rosas –sí, le brillaron los ojos-, lo acompañaron y venció. En Chacón y finalmente en Ciudadela, y entre medio fue boleado Paz. Córdoba primero y luego Mendoza, para terminar con Tucumán; todas sumidas en la barbarie, en el ocaso de la ciudad. Con eso dio por cumplida su labor histórica, y así sentenció lo que casi cinco años después le haría aceptar su muerte. Porque cuando se despidió de Buenos Aires, aquel 18 de diciembre de 1834, pensó que lo único que podía impedir su reencuentro era que aquel que él era ese mismo día, jamás volviese. “Si salgo bien, te volveré a ver.” – Dijo.
Facundo, a diferencia del resto de los hombres, intuyó al revés la mitad de la sabiduría que está contenida en aquella famosa sentencia de Heráclito que dice que “jamás nos bañamos dos veces en el mismo río.” Usualmente tendemos a pensar que eso es necesariamente así porque las aguas del río no se detienen -y así jamás vuelve a ser el mismo-, pero olvidamos aquello que Borges no se cansa de recordar: que al volver, nosotros no somos menos diferentes que aquel que alguna vez bajó a sus aguas. Facundo concibió la posibilidad de que él ya no fuese el mismo, de que él, vivo, llegase a ser muerto; pero no pensó jamás que la ciudad también podía dejar de ser. Aquello que había hecho tan diligentemente para la Historia, aquello que había sido su vida, se le había pasado por alto. Facundo no fue el azote de los pueblos; fue el azote de la ciudad. Y cuando finalmente lo comprendió, aquel día en que llegó a Córdoba durante la travesía que culminaría en Barranca Yaco, entrevió finalmente su destino, aquel que él mismo había sellado en un adiós: “si salgo bien te volveré a ver, pero si salgo mal, ¡adiós para siempre!”, - le había dicho a Buenos Aires. Ese saludo se transformó en Córdoba, al calor del recibimiento de uno de los Reinafé, en este otro: “Si salgo bien te volveré a ver, pero si no te vuelvo a ver, ¡adiós para siempre!” La Buenos Aires que había dejado en manos de Rosas -¡ay!, ahora lo comprendía-, ni esa ni ninguna otra Buenos Aires, lo estaría esperando a la vuelta. Entre Facundo y Buenos Aires, se interpuso la eternidad. “¡Caballos! ¡Caballos!”
Postfacio
Facundo cumple su misión en el Norte. Entonces emprende esa vuelta cuyo destino es Barranca Yaco. Él lo sabe muy bien, y Sarmiento bien puede decir que en ese momento, antes de salir de Santiago del Estero, “Quiroga lo sabe todo”,[46] aunque ese todo sea mucho mayor que aquel que puede imaginar Sarmiento.
““¡A Córdoba!”, grita a los postillones al ponerse en marcha, como si Córdoba fuese el término de su viaje.”[47]
Sí, Quiroga lo sabe todo, y sabe mucho más que aquello que Sarmiento creyó hacerlo soñar. Sabe que lo matarán en Barranca Yaco, que el asesino será un hombre infame que en realidad es él, y que se llama Santos Pérez, y sabe también que no ha nacido aún el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga. Entonces se pregunta, al escuchar finalmente los tiros anhelados, los gemidos de sus acompañantes, y en el mismo instante en que una bala le atraviesa el ojo: -“¿Qué significa esto?”[48] Porque lo sorprende el sentir, por saber todo eso que sabe mientras marcha al exilio, una dulce melancolía que le reconforta el alma. No va al infierno, ni tiene esta vez a su órdenes -como Borges le soñó- “las ánimas en pena de hombres y de caballos.”[49] Porque Domingo Faustino Sarmiento y Jorge Luis Borges –así como sus infinitos universos- son dos hombres de letras soñados por un malevo que acaba de ser derrotado en Oncativo por el general Paz y que va camino, con vergüenza, al exilio. Los sueña entonces para que sueñen su vuelta, su gloria, su ocaso y por sobre todo su muerte -esa muerte que le negó la Historia-; y así mientras cabalga, quizás con doce de los suyos, sigue soñando a otros que lo soñarán morir. A poco queda Buenos Aires, el destierro de Facundo. Temo, ansío, que llegue a despertar.
Maximiliano Fabi
La Plata,
5 de febrero de 2011
[1] Jorge Luis Borges, Prólogo a Facundo, en: Jorge Luis Borges, Obras Completas, t. IV, ed. Emecé, Barcelona, 1996, pág. 128.
[2] Alexandre Kojève, El emperador Juliano y su arte de escribir, en: Alexandre Kojève, El emperador Juliano y su arte de escribir, ed. Grama, Bs. As., 2003, pág. 44.
[3] Jorge Luis Borges, Prólogo a Facundo, en: Op. Cit., t. IV, pág. 129.
[4] Jorge Luis Borges, Posdata de 1974 al prólogo a Martín Fierro, en: Ibid., pág. 93
[5] Jorge Luis Borges, Posdata de 1974 al prólogo a Recuerdos de provincia, en: Ibid., pág. 124.
[6] Jorge Luis Borges, De las alegorías a las novelas, en: Jorge Luis Borges, Obras Completas, t. II, Ed. Emecé, Barcelona, 1989, pág. 124.
[7] Jorge Luis Borges, Prólogo a El informe de Brodie, en: Ibid., pág. 399.
[8] Adolfo Bioy Casares, El sueño de los héroes, ed. Emecé, Bs. As., 1999, pág. 236.
[9] Ver sobre esto: J. L. Borges, prólogo a El Gaucho; J. L. Borges, Prólogo a El matrero; J. L. Borges, Prólogo a Recuerdos de Provincia; todo en: Op. Cit., t. IV.
[10] Walter Benjamin, Tesis sobre la historia: apuntes, notas y variantes, en: Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, ed. Prohistoria, Rosario, 2009, pág. 50.
[11] Jorge Luis Borges, Reseña de: To have and have not, de Ernest Hemingway, en: Op. Cit., t. IV, pág. 364
[12] Walter Benjamin, Sobre el concepto de la historia, en: Walter Benjamin, Conceptos de filosofía de la historia, ed. Terramar, La Plata, 2007, págs. 69 – 70.
[13] Ver: Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, ed. Agebe, Bs. As., 2006, pág. 82.
[14] Ibid., pág. 83
[15] Ibid., pág. 114.
[16] Ver sobre esto: Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, cap. 1: El Fausto de Goethe: la tragedia del desarrollo, ed. Siglo XXI, México, 2010.
[17] Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, ed. Abril, Chile, 1987, pág. 107.
[18] Jorge Luis Borges, El general Quiroga va en coche al muere, en: Jorge Luis Borges, Obras Completas, t. I, ed. Emecé, Barcelona, 1989, pág. 61.
[19] Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, ed. Gradifco, Bs. As., 2007, pág. 199.
[20] Ver: Ibid., págs. 197 – 198.
[21] Ver: Ibid., pág. 197.
[22] Ibid., pág. 185.
[23] Ibid., pág. 185.
[24] Ver sobre esto: Immanuel Kant, Filosofía de la historia / ¿Qué es la Ilustración?, Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita, ed. Terramar, La Plata, 2004.
[25] Ver: Georg W. Friederich Hegel, Filosofía de la historia, Introducción, ed. Claridad, Bs. As., 2005.
[26] Jorge Luis Borges, El general Quiroga va en coche al muere, en: Op. Cit., t. I.
[27] D. F. Sarmiento, Op. Cit., pág. 189.
[28] Ibid., pág. 186.
[29] Manuel Machado, Castilla, en: Antonio Machado y Manuel Machado, Poesía completa, ed. Plenitud, Madrid, 1957, pág. 12.
[30] D. F. Sarmiento, Op. Cit., págs. 191 – 192.
[31] Ver: Poema de Mio Cid, 22, ed. Troquel, Bs. As., 1962, págs. 53 – 54.
[32] D. F. Sarmiento, Op. Cit., pág. 192.
[33] Ibid., pág. 192.
[34] Ibid., pág. 193.
[35] Ibid., pág. 195.
[36] Ibid., pág. 52.
[37] Ibid., pág. 195.
[38] Ver: Ibid., pág. 195.
[39] Ibid., pág. 192.
[40] Ibid., pág. 197.
[41] Ibid., pág. 198.
[42] Ibid., pág. 154.
[43] Ibid., pág. 192.
[44] Ibid., pág. 196
[45] Ver sobre esto: Ibid., pág. 167.
[46] Ibid., pág. 198
[47] Ibid.
[48] Ibid., pág. 201
[49] Jorge Luis Borges, El general Quiroga va en coche al muere, en: Op. Cit., t. I.
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