Más acá de la interpretación. La predicción del pasado



“En nuestra inevitable subordinación al pasado, condenados, como lo estamos, a conocerlo únicamente por sus rastros, por lo menos hemos conseguido saber mucho más acerca de él que lo que tuvo a bien dejarnos dicho. Bien mirado, es un gran desquite de la inteligencia sobre los hechos”.
Marc Bloch, Introducción a la historia.

El pasado 22 de septiembre -y en el marco del ciclo de Conferencias y Debates del Centro Descartes-, Maximiliano Fabi, platense y profesor de historia, brindó una charla que a grandes rasgos refirió lo siguiente:
La etiqueta de “sobreinterpretación” es una forma curiosa de censurar la interpretación de un texto. En ese caso, se dice, el texto no habilita la lectura. Sin embargo, tal apreciación supone la (pre)existencia del texto; lo cual, por otro lado, parece algo evidente: ahí están los libros, pues, ya mentados por sus autores. Pero si acaso existiese algo legible que no hubiese sido previamente escrito, entonces el texto -inexistente- no podría habilitar lecturas; porque de hecho serían éstas las que habilitarían el texto, escribiéndolo de manera prístina. Por supuesto, tal lectura no crearía desde la nada, al modo agustino, sino más bien al modo que suponía Filón de Alejandría: ordenando el caos primigenio.
Tal es la situación de la historia. El historiador se enfrenta al pasado tal como el crítico a un texto: suponiéndolo; y  en ese caso, es el pasado el que habilita a la historia. Sin embargo, es posible que el pasado no sea más que una serie diacrónica de hechos azarosos a la espera de un logos ordenador. Si así fuese, la historia sería la que habilitaría al pasado y, por tanto, ¿habría pasado anterior a la historia? Nuevamente se bosqueja el absurdo: el tiempo pasa, y ahí están los restos de todo tiempo acumulados para comprobar que ha habido un presente y -por lo tanto- que hay un pasado. Sin embargo, si bien esas ruinas evidencian el tiempo, lo que no resulta tan evidente es que hayan debido configurar una historia. Reduzcámoslo a una cuestión de perspectiva: ¿vemos los restos del pasado como algo que ha quedado o como algo que ha sido dejado? Bien visto, sólo la segunda mirada habilita la historia -pues no hay historia sin sujeto-, y es únicamente a través de ella que los restos del tiempo -esos residuos que sin porqué van acumulándose como arena en la costa- pueden convertirse en la cifra del pasado, habilitando su descifrado.
El historiador italiano Carlo Ginzburg ha reflexionado en este sentido. En su ensayo, Indicios, leemos lo siguiente: “Si la realidad es impenetrable, existen zonas privilegiadas -pruebas, indicios- que permiten descifrarla”[1]. Pero si la realidad es impenetrable, ni a través de esas zonas podríamos alcanzarla. El indicio, pues, no es prueba más que de un postulado, y de ahí que lo interpretado sea el halo que rodea una nada.
Al leer las huellas que nada ha dejado, el historiador inventa el pasado, pre-diciéndolo, tal como el adivino inventaba el futuro. Pero el adivino no es el oráculo, pues el vaticinio original de este último, ambiguo y enigmático, no es el futuro transparentado sino su cifra. Así aparece en el primero de los Nueve libros de la historia, donde Heródoto relata la historia de Creso: para saber si era propicio iniciar la guerra contra los persas, Creso, rey de Lidia, consulta al oráculo de Delfos. Este responde que si lo hace, destruirá un gran imperio. El rey inicia pues la guerra, y entonces -ironiza Heródoto-, luego de varios años de reinado y algunos días de sitio, terminó efectivamente con un gran imperio: el suyo.
El adivino es el intérprete, quien lee un sentido donde no hay sino caos; y el historiador hace otro tanto al leer en los restos del pasado (sus fuentes) lo que no existía ahí sino a partir de su lectura. Este rostro de Jano del intérprete (rostro de historiador y de adivino; de futuro y de pasado) no puede quedar más en evidencia que en un divertimento sobre Nostradamus que debemos a Georges Dumézil[2]. El filólogo francés imagina allí la historia de anciano colega que pasa los últimos días de su vida revisando escritos y correspondencia junto a uno de sus más fieles discípulos. Los dos alcanzan de ese modo un borrador en el que el anciano proponía esta singular hipótesis: todo el poder profético de Nostradamus se revela sin lugar a dudas en cierta cuarteta de sus Centurias que anticipa en dos siglos y con lujo de detalles, la captura de Luis XVI en Varennes y su posterior ajusticiamiento. Sin embargo este vaticinio es un secreto que sólo la filología (de Dumézil) puede revelar; de otro modo, sólo quedan los caóticos versos de Nostradamus. Y aunque es posible leer esta farsa satírica como una burla a la interpretación freudiana de los sueños, no deja de ser curioso que -irónicamente- todo ese esfuerzo jocoso que realiza Dumézil termine insinuando su posible eficacia clínica.



[1] En: Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas e indicios, ed. Gedisa, Barcelona, 1994.
[2] “…El monje negro de gris dentro de Varennes”, en: Georges Dumézil, Nostradamus. Sócrates, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1992.