Hoja bibliográfica
N°4
Junio / 2017
La tinta de la melancolía
(Jean Starobinski; Fondo de Cultura Económica; 2016)
Andrea Buscaldi
Comentario sobre el capítulo "La lección de la nostalgia", leído en la presentación del libro en Lecturas Críticas (Centro Descartes, 23 de mayo de 2017)
La palabra nostalgia. Hacer historia. Si hay una historia de los sentimientos, esa historia, es la historia de las palabras. Cada época tiene su modo de decir, para el historiador: los “estados de la lengua” o su “semántica histórica” (para nosotros: “el muro del lenguaje”). JS se propone “trazar una historia de la nostalgia”, y a uno no se le puede escapar que el trazo está escrito, “que hablen los distintos estados de la lengua del pasado”.
André Gide observó que en la post guerra del 14, para expresar sus sentimientos, los soldados usaban el lenguaje de los periodistas de crónica de guerra que nunca jamás habían pisado el campo de batalla. Los soldados volvieron de la guerra y su experiencia fue un cliché. Esta historia pone de relieve la función instrumental del lenguaje: crea realidad, no la refleja. JB señala que no se trata de interpretar el pasado a nuestra manera, con “nuestras” palabras, y que el vocabulario del psicoanálisis es hoy el modelo de nuestros sentimientos. JB es un hombre estudioso que conoce perfectamente las diferencias conceptuales y discursivas que separan al psicoanálisis de la psicología, sin embargo circula mucha data psicológica disfrazada de psicoanálisis. Finalmente, propone como método de investigación pensar el pasado como un país extranjero y distante, aprender su lenguaje para interpretar sus sentimientos.
¿Hay una historia de los sentimientos? ¿Qué es primero? ¿Los sentimientos preexisten a las palabras que los designan o no existen para nuestra conciencia hasta que se les asigna un nombre? ¿”Existen personas que jamás se hubieran enamorado antes de escuchar hablar de amor”, o hubo sadismo antes de Sade y la tierra giró antes de Copérnico? Según JS ambas proposiciones son verdaderas pero sólo de manera complementaria, sin embargo avanzar es dejar la disyuntiva entre paréntesis. Un sentimiento puede ser objeto de estudio si está escrito, más que una experiencia efectiva (“un sentir”), se trata de su transmisión en un enunciado, para poder contar el cuento o hacer historia. También, que un sentimiento esté inscripto en un nombre tiene consecuencias: eficacia simbólica. Una vez nombrado “no sólo se propaga sino que produce nuevos sentimientos”: se pone de moda, es contagioso y tiene efectos secundarios. En el caso de la nostalgia, literalmente.
La nostalgia: un invento. La palabra nostalgia fue acuñada a fines del S XVII para designar un sentimiento en particular en el vocabulario de la nomenclatura médica: “Que los exiliados languidecen y decaen al estar lejos de su patria”, pero eso no era ninguna novedad. El desiderium patriae al igual que el amoroso tenía como causa la privación del objeto amado, en el caso del patriae (o “mal de la tierra” en el lenguaje popular), el lamento era por estar lejos de la patria o del terruño. Ambos eran considerados parte de la existencia, o haciendo una digresión según nuestro “modelo” de sentimientos, una crisis vital. Lo novedoso es “la decisión de considerar este fenómeno afectivo como una entidad mórbida y someterlo a las interpretaciones del razonamiento médico”, pero es época de inventario y clasificación y la botánica es “el modelo”.
La palabra nostalgia fue inventada por Johannes Hofer (Basilea, 1688) y como toda enfermedad que se precie de tal tenía que tener un nombre griego: nostos (retorno); algos (dolor). Mucho después se fundió con el lenguaje común previo paso por la poesía, como también sucedió con la palabra melancolía (por eso mismo, la psiquiatría del S XIX la dejó de usar). Este “neologismo pedante” al decir de JS, hizo del ahora nombrado nostálgico, objeto de estudio de la academia, por un lado, pero por otro, la pátina griega lo puso de moda, se hizo contagioso y fue de amplio espectro. Como ya se dijo, nombrar tiene consecuencias, en este caso: se “democratizó el escenario”. Ya no se trata sólo de la muchacha campesina o el soldado mercenario sufriendo el destierro, sino que las clases altas y cultas también se vieron afectadas. Aunque la apariencia democrática no llegó a horadar la férrea división de clases: no es lo mismo viajar por voluntad propia y con dinero para cambiar de aire que terminar exiliado o enrolado en el ejército. Algo parecido sucede con la llamada “actitud ante la muerte” (la muerte en primera persona es una conjugación imposible en acto), los escritores rusos saben bien de eso. En el cuento “Señor y trabajador”, Tolstoi describe el contraste entre un próspero comerciante y su criado campesino, ambos varados a la intemperie bajo una tormenta de nieve. Para el campesino, “el pensamiento de la muerte...no tenía ...nada de penoso y terrible. La razón residía en que , en los días de su vida, habían sido escasas la fiestas y muchos los amargos días de semana, y en que estaba cansado del trabajo ininterrumpido”. Para el campesino: la muerte es un descanso.
Las metáforas de la nostalgia. El problema de ubicar como causa a la nostalgia (expatriación) era cierto tinte moral que dejaba mal parados a los jóvenes suizos, por lo tanto, “a una raza vigorosa, libre, fuerte y valiente”. Por entonces, estaba de moda la iatromecánica y la medicina sistemática, y las causas físicas sirvieron para eximir de toda “responsabilidad subjetiva” (según nuestro diccionario) a dichos jóvenes: la nostalgia es cuestión de presión atmosférica. Poco después fue desplazada por la teoría nerviosa y la tristeza se convirtió en idea fija que termina provocando una lesión orgánica. El fantasma del pasado y el dolor por la separación, llamado hipermnesia, encuentra en el cerebro su sede protagónica: un sistema de huellas interconectadas o de reminiscencias asociadas. “La vía privilegiada de esta suerte de magia asociativa es el oído” y el “signo memorativo” por excelencia: la voz, la música, los sonidos de la naturaleza. Esta teoría acústica de la nostalgia “habría de contribuir a la constitución de la teoría romántica de la música y a la definición misma del romanticismo” (Freud rechaza la música por su efecto “manipulador” de los sentimientos). Para el 1800, el cuadro clínico se completa con Pinel: “Los principales síntomas...consisten en cierto aspecto triste, melancólico, en cierta mirada estúpida, ojos a menudo extraviados, una figura a menudo inanimada, asco general, indiferencia por todo…” La nostalgia era considerada por entonces una enfermedad mortal: “...algunas personas son lo suficientemente fuertes para superarla; en otros casos, es más duradera y por consiguiente prolonga la estancia en el hospital…” Eso es lo que resulta fatal, porque “...tarde o temprano contraen enfermedades que prevalecen terriblemente en los hospitales militares”. Para la medicina de la época, la expresión orgánica de la nostalgia es la pleuresía (inflamación de la pleura): “un mismo velo fúnebre recubre los pensamientos y los pulmones del nostálgico”. Sin embargo, tiempo después (finales del S XIX) la suma de anatomía patológica y bacteriología, bisturí en mano, hace del nostálgico un simple y pobre tuberculoso: “los clínicos organicistas no dudarán en afirmar que la alteraciones del humor son, en realidad, consecuencia de la tuberculosis, y no sus causas”. En 1873, Haspel, un médico militar, plantea una teoría unicista: “una etiología afectiva con una resonancia orgánica”, pero a medida que la medicina progresa, suma descubrimientos, la nostalgia poco a poco se transforma en causa perdida.
“¿Dejará la nostalgia de interesarle a la ciencia?”, se pregunta JS. En la década del 1900, desestimada su “repercusión orgánica” , el concepto de nostalgia desaparece de los manuales de medicina y se traslada al campo de la psiquiatría (Nostalgia y delito, Jaspers). En 1945 queda asociada a la post guerra: los sobrevivientes del campo de batalla y los campos de concentración. “Infinitamente más raro hoy en día, el uso especializado de la palabra nostalgia sólo vacila y se desvanece; tengamos la certeza de que pronto desaparecerá”. La palabra se sigue usando en el habla cotidiana pero su valor primitivamente poético “ha tomado paulatinamente una connotación despectiva”. El nostálgico ya no es quien añora su hogar sino un inadaptado social. Si antes el acento estaba puesto en el lugar de origen, ahora la necesidad de adaptación es el imperativo. También es cierto que la llamada globalización prácticamente borró las singularidades locales: “mirar hacia la tierra natal...el retorno ya no puede ser curativo.” El relevo del terruño lo tomó la familia. De ahí, nuevas formas de decir: “carencia socio afectiva” o “patología de la separación”, según Spitz y Bowlby, más técnicas que poéticas. En tiempos de adaptación, la nostalgia ya no designa ni la patria ni la tierra natal, “sino que se remonta a los estados en que el deseo no conocía obstáculos externos…” La infancia se hace leitmotiv de la nostalgia esgrimiendo la metáfora de un tiempo idílico, más como construcción mítica que como realidad efectiva. De ahí en más, el conflicto queda planteado de un modo que resuena al Freud de La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna: deseo Vs cultura, pero el concepto pulsión pone las cosas en su lugar como resto intraducible.
La nostalgia antes de la nostalgia. Antes de su nombre médico especializado, la nostalgia tenía un nombre más general: desiderium. “La etimología...remite, tal parece, a sidus, a un astro, a las constelaciones. Por consecuencia, la añoranza nostálgica se asoció a la idea de un “des-astro” (des-astre)...” JS señala la implicancia de esa definición, “ mucho más “fuerte” que aquella que asociaba la nostalgia a la distancia con la patria o la tierra, mucho más cercana a la que se despliega en la actualidad con ropajes postmodernos (el imperativo de la adaptación). Porque la pérdida de cualquier tipo de protección cósmica deviene pérdida radical, como la de los personajes del cuento de Tolstoi, desamparados, a la intemperie, bajo una tormenta de nieve. Desiderium remite también a deseo, derivado de desiderio (fuera de las estrellas). En Desiderium, la poesía escrita por Pascual Quignard, se ubica muy bien esa filiación: deseo, des-astro, des.astre: “Es extraño que la palabra romana para el deseo provenga exactamente de la misma fuente en la que dos mil años más tarde bebieron nuestras lenguas romanas para formar la palabra desastre. Lo desastroso nace con mala estrella. El deseo es el desastre. Desear no es encontrar. Es buscar. Es ver lo que no está a la vista. Es desasimilarse de lo real. Es desolidarizarse de sí, de la sociedad, del lenguaje, del Antaño, de la madre, de lo que hemos surgido, del otro que incorpora. Estar siderado es haber encontrado, es quedarse clavado en el sitio, es haber encontrado con qué fusionarse, es haber encontrado nuestro incorporante. Es haber encontrado nuestra muerte.”
La obra poética funciona como documento histórico: la historia de las palabras con un sentido de ocasión o un sentido sublevado. La poesía del exilio (Homero, Virgilio, Ovidio) resulta de una melancolía encantadora (opuesta a la semblanza de Pinel): una mezcla entre dulce y amarga por lo perdido (la lengua materna, en definitiva), una pérdida que apunta hacia adelante en su decir, iluminada a lo lejos por el faro de una Troya incendiada. Haciendo un salto en la historia ( ¡de AC al S XIX!), Baudelaire, el poeta del spleen de París, rompe con la poesía del exilio pero no sin evocarla apelando a la ironía. Hace de la nostalgia una fórmula invertida, un oxímoron, una añoranza de lo que no fue. La metáfora es la del cenotafio (la tumba vacía de Andrómaca para Héctor): si hay exilio, es radical, no hay retorno, no hay donde volver. Como un mal interior, un exilio de sí mismo, una herida incurable (la melancolía como herida psíquica está más cerca del lenguaje poético que del académico).
Para JS “la Noche de Troya” (su memoria) es un “espejo simbólico” donde el poeta se mira y proyecta a su vez los fantasmas de época en los viejos espectros. Finalmente arde Troya y el resplandor en la noche ilumina un lugar que no hay y un retorno imposible.
La palabra duelo. Para JS la nostalgia es una variante del duelo, otra versión, con historia parecida En su Diario de duelo, Barthes reivindica la palabra aflicción para nombrar el sufrimiento por la pérdida de su madre. Porque más temprano que tarde, duelo termina derivando en depresión que es sinónimo de enfermedad: “¿De qué quieren que me cure?”. En El loro de Flaubert de Julian Barnes, G es un observador particular de las costumbres de sus congéneres: quedó viudo y está de duelo. Su relato lleva la marca de cierta obsesión -al igual que su amado escritor- por la palabra justa: “Hay que usar las palabras más breves, sencillas y auténticas. Yo digo muerto y agonizante...y no digo fallecido ni terminal (¿terminal? ¿de autobuses?)...Muerto...es una palabra corriente...Las cosas terribles, son, también, ordinarias”. G también es médico y ahora, desde su viudez, resignifica el duelo como enfermedad y su cura en una receta: “¿Qué decimos los médicos? Lo siento mucho, Mrs...primero habrá...un período en el que llorará a su esposo...pero al final podrá superarlo...Tómese un par de pastillas de éstas al acostarse...dentro de seis meses estará ya repuesta...Y entonces te ocurre a ti...ya verás como al final conseguirás superarlo...las mismas palabras que tú mismo has pronunciado mientras garabateadas una receta”. En Niveles de vida es Julian Barnes quien narra la viudez en primera persona. Al igual que Barthes rescata la palabra aflicción, la propone como “imagen en negativo del amor” y el dolor como un bastión contra el olvido. “Hemos perdido las antiguas metáforas y tenemos que encontrar nuevas”. En el caso del duelo: “el inexorable deslizamiento hacia el pretérito indefinido”.
La tinta de la melancolía
(Jean Starobinski; Fondo de Cultura Económica; 2016)
Sofía Ortiz
Comentario leído en la presentación del libro en Lecturas Críticas
(Centro Descartes, 23 de mayo de 2017)
Para comenzar quisiera agradecer la invitación a esta presentación. No sé si la elección tuvo que ver con mi participación en el equipo temático coordinado por mi compañera de mesa Myriam Soae, o con el efecto de “taedium”, ese hermano de la melancolía, que generé en alguna otra intervención, que quizás en este caso vendría a cuento…
Como suelo decir, en mi opinión presentar un libro tiene que tener el objetivo de despertar el interés en su lectura, para lo cual no hay que explayarse demasiado dando al oyente una idea bastante acabada del mismo que le permita abstenerse de leerlo, ni tampoco tan efímera como para lograr no tener idea alguna.
Por mi parte trataré de comentar algunas cuestiones que despertaron mi interés con la esperanza de que éste resulte contagioso.
Antes de eso, quisiera contarles que apenas uno comienza el libro, e incluso el titulo mismo da cuenta de lo que voy a decir, repara en que el autor tiene una relación con la literatura: “La tinta de la melancolía” es inobjetablemente un título poético, que haciendo referencia a un soneto de Shakespeare, usa la palabra Tinta como una metáfora que alude tanto a ese mentado humor oscuro que se pensaba como causa de este mal, como a las letras, a todo lo que se ha escrito sobre este padecimiento, a los autores que se han dedicado a su investigación y por supuesto a aquellas memorables figuras de la historia que lo han padecido.
Efectivamente. Starobinsky es primero licenciado en Letras y luego diplomado en medicina. En el prefacio dirá que a menudo se lo consideró un médico desviado, que saltó a la crítica y a la historia literaria, pero que en realidad sus trabajos se entremezclaron… Cuestión que realmente se agradece porque hace de sus escritos obras que generan un verdadero placer en su lectura.
El libro que hoy presentamos incluye en su primer capítulo el estudio resultante de su interés por la melancolía, primera exposición narrativa, llamado “Historia del tratamiento de la Melancolía”, el cual fue una tesis presentada en 1959 en la Facultad de Medicina de la Universidad de Lausana, y sobre el que nos enteramos que no había sido publicado comercialmente, sino que circulaba “por debajo del agua”, ya que se había impreso en una serie de Actas Psyhosomatica publicadas en Basilea por los laboratorios Geigy.
Encontraremos aquí un recorrido de diferentes modos en los que las grandes figuras de la historia de la medicina abordaron la melancolía desde la antigüedad hasta 1900. Comenzará con Hipócrates, quien definió “cuando el temor y la tristeza persisten durante mucho tiempo, se está en un estado melancólico”, e introdujo la bilis negra, ese humor natural del cuerpo, que junto con la sangre, la flema y la bilis amarilla, resultan elementos indispensables para el equilibrio de un estado saludable. Pero que, cuando este oscuro humor sufre una alteración y se torna preponderante, compromete todo el equilibrio de los humores, por tanto del organismo y así la enfermedad melancólica se hace presente.
Supone que es probable que la observación atenta de vómitos o de heces negras haya hecho que los médicos antiguos crean que estaban ante un humor tan importante como los otros tres. Asociaban que el bazo por su color negruzco era la sede de esa bilis negra y así establecían una correspondencia estrecha entre los cuatros humores, las cuatro cualidades (seco, húmedo, caliente y frio) y los cuatro elementos (agua, aire, fuego y tierra)…a lo que se podía agregar las cuatro etapas de la vida, las cuatro estaciones, las cuatro direcciones del espacio…en fin. La melancolía, terminaba asociada a la tierra (que es seca y fría) y al otoño, así como a la edad presenil.
De acuerdo a esta lógica todos los tratamientos implementados van a apuntar a restablecer el equilibrio en el organismo, buscando evacuar este exceso de bilis negra que genera el malestar.
Durante muchísimo tiempo se va a pensar a la melancolía en estos términos, ubicando su causa en un desequilibrio orgánico, físico, producido por el alejamiento de los dioses, por una vida desajustada, en la que priman la glotonería, la falta de ejercicio y de cuidado del sueño. El tratamiento incluirá entonces una educación en la que el enfermo debe aceptar a tratar él mismo su propio cuerpo…Sin embargo ¿qué pasará en aquellos casos en los que no se entienden razones?
Y es aquí donde aparecen los medicamentos: el Eléboro, fue el medicamento principal usado hasta principios del siglo XIX para atacar la bilis negra y por consecuencia la locura. Se trata del extracto que se hace con una raíz cuyo maravilloso efecto es el de provocar diarrea y vómitos. Y como resulta irritante para las mucosas puede provocar deposiciones negras o hemorrágicas: esto creaba la ilusión de haber desechado del organismo aquel exceso de atrabilis, o bilis negra. Se trataba de hacer volver al exterior un humor retenido.
Otra medicación era la Mandrágora, la cual tiene un efecto sedante. En los escritos hipocráticos puede leerse “A las personas tristes, enfermas y que quieren estrangularse, déseles por la mañana a beber la raíz de la mandrágora en una dosis mínima, de tal suerte que no cause delirio”. Se consideraba que esta droga maravillosa y peligrosa era capaz de actuar a distancia sólo por sus vapores.
A estos métodos medicamentosos se los acompañaba con psicoterapias de estímulo, para devolverle al melancólico el sentimiento de su valor, erradicar la oscuridad que lo embarga…esto se practicaba de la buena manera, haciéndolos escuchar música, narrándoles cuentos, llevándolos a pasear, alejándolos de todo aquello que les cause pesar…o de la mala: con castigos brutales, sustos repentinos, etc. que vuelvan a los melancólicos accesibles a las palabras.
Y es esto último en lo que me gustaría detenerme. En este estudio encontramos repetidamente cómo los tratamientos apuntan a lograr la apertura, la receptividad de estos sujetos hundidos en el ostracismo, alejados del mundo que los rodea e inaccesibles por tanto a la palabra.
El autor plantea que si la teoría de la bilis negra sobrevivió tanto tiempo fue porque era la condensación imaginada de la experiencia directa que se tenía de la melancolía y del hombre melancólico. Hasta que la ciencia se volvió más precisa para determinar que la atrabilis era una nebulosa visión teórica, este humor negro conformó la representación más acabada de una existencia dominada por la tristeza y la inquietud sobre el cuerpo. Es innegable la pertinencia simbólica y expresiva de la imagen de la bilis negra. Sin necesidad de recurrir a un fluido oscuro y denso, se dice de un melancólico que es alguien que se va “apagando”, que esta atormentado por ideas “oscuras”, que su movilidad esta “atorada”. Sabemos que se trata de metáforas, pero es difícil encontrar términos descriptivos que no concuerden con la teoría de los humores.
Starobinsky va a decir algo muy interesante y es que quizás las terapéuticas clásicas de la melancolía estuvieron en boga tanto tiempo porque poseían un valor alegórico que satisfacía la imaginación. : “El uso de purgantes ponía en práctica concreta la idea de una liberación; los confortativos restauran el cuerpo, los diluyentes restablecen la homogeneidad de los jugos internos, las unciones y masajes flexibilizan los miembros: todas estas operaciones tienen un equivalente psíquico, y quizás lo inducen.” “Creyendo que actuaban sobre la causa material de la enfermedad, practicaban sin saberlo un tratamiento psicológico con el que apelaban completamente a la afectividad del enfermo, pese a que su cuerpo fuera el único objetivo”
En la época moderna encontramos que la filosofía sensualista del siglo XVIII, al otorgarle a la percepción y a la sensación un papel determinante en el desarrollo de nuestras ideas y pasiones, daba por consecuencia una mayor responsabilidad a los nervios y el sistema nervioso, entendido como esa vasta red por la que el hombre se conoce a si mismo y al mundo que lo rodea. Así la melancolía será por estos tiempos una enfermedad del ser sensible estableciéndose al final una definición puramente intelectual: “la melancolía es el imperio desmesurado que ejerce sobre el espíritu una idea exclusiva. Pinel dirá que “la melancolía consiste en un juicio errado que el enfermo transfiere a su condición corporal, que por causas banales considera que se encuentra en riesgo, cuando teme que sus asuntos puedan terminar mal”. Y aunque se trate de una idea admite todos los tratamientos de la teoría humoral (purgantes, digestivos, etc.) para destruir esta “idea exclusiva”, a lo que se le agregara el “tratamiento Moral” para lograr subyugar la pasión que, al dominar su pensamiento, alimenta su deliro. Esto a cualquier precio, por lo que la relación del médico con el paciente oscilara entre la generosidad indulgente y la severidad brutal.
Así encontramos por ejemplo que la escuela francesa se mantendrá fiel a la ducha, una de las grandes armas para el tratamiento de la melancolía:
Transcribo la descripción: “El tanque de líquido estaba a unos tres metros por encima de la cabeza; el agua estaba a 10 grados por debajo de la temperatura atmosférica; la columna de agua tenía cuatro líneas de diámetro y caía directamente sobre su cabeza; le parecía a cada instante que una columna de hielo se estrellaba sobre esa parte de su cuerpo: el dolor era muy agudo cuando la caída de agua tenía lugar sobre la sutura fronto-parietal; era más soportable cuando caía en la parte occipital. La cabeza quedaba entumecida más de una hora después de salir de la ducha”
En la pagina 82 podemos leer la historia del tratamiento de Pompée, M: “Unos días después, me ocupe de tratar a M…; lo metí al baño, y, debido a su enfermedad, desesperación. Debilidad, inacción, lo metí a la ducha. Sufrió y pidió piedad.
- Es un remedio – le dije – muy eficazaunque un poco severo; lo seguiremos haciendo todos los días hasta que ya no lo necesite.
- Pero si ya no lo necesito.
- ¿Ya no? ¿Y la fatiga que le impide trabajar?
- Ya no es tanta, y creo que ahora puedo volver a trabajar.
- No lo creo; además, ¡usted está muy triste!
- Ya no lo estaré.
- Pero si ahora mismo está triste.
El enfermo hizo un esfuerzo por sonreír y demostrarme con eso que no lo estaba. Lo acosé con preguntas para hacerle notar que no lo veía tan bien como él decía, y él me dio respuestas tan positivas como pudo para convencerme de los alegres cambios que experimentaba….” Otro método fue la invención de una maquina rotatoria, en la que “Se fija un poste perpendicular al suelo y al techo con una viga en la cual se le hace girar sobre su propio eje mediante un brazo horizontal más o menos elevado. Se amarra al enfermo en una silla o en una cama y se lo hace girar. Esto provoca palidez, debilidad, vértigo, nauseas, evacuaciones de orina y hace vomitar a los más recalcitrantes. Van a decir que tiene efectos tanto en el alma como en el cuerpo ya que inspira un temor salutífero…
A estos métodos se sumaron otros más amables, como los viajes, hacer escuchar músicas que conmueve el alma, tratamientos familiares, baños termales…hasta que en 1900 Kraepelin afirmó que “No hay tratamiento causal de la psicosis maniaco-depresiva”. Se continúan aplicando los mismos métodos de manera suavizada pero ya con el fin de otorgar alivio al enfermo. Los psiquiatras de esta época terminaron reconociendo que la cura respondía menos a la intervención médica que al producto arbitrario y misterioso por el cual el organismo responde a la ayuda que se le otorga. Por varias décadas el melancólico “seguirá siendo el tipo de ser inaccesible, el prisionero de una cárcel cuya llave todavía no ha sido encontrada”.-
El retrato del Doctor Gachet por Van Gogh. Me interesaba comentar la tapa del libro. Se trata de un óleo de Van Gogh del año 1890, durante los últimos meses de vida del autor. Hay dos versiones auténticas de este retrato, ambas ejecutadas ese año. En ambas se muestra el doctor Gachet sentado ante una mesa y haciendo descansar su cabeza sobre su brazo derecho, pero pueden diferenciarse con facilidad. Se trata de un médico parisino, homeópata y psiquiatra, amante del arte, a quien Van Gogh conoce a través de su hermano Theo. Era pintor y grabador aficionado y protector de algunos otros artistas como Cézanne
Después de que le dieran el alta a Van Gogh en el Hospital de Saint-Rémy, acudió al doctor Gachet, quien lo atendió durante 10 semanas convencido de que padecía melancolía. Mal en el que había adquirido mucha experiencia trabajando con Falret en la Salpetriere. Cuando Van Gogh lo conoció hacía unos años que el médico estaba viudo, cosa por lo que había sufrido mucho, y Van Gogh percibió un profundo desaliento y así se produjo una identificación con el médico, que plasmará en su retrato.
El cuadro es extremadamente innovador: Van Gogh abandonó la pose estática y convencional de los cuadros precedentes. El triste rostro del doctor es «la expresión desencantada de nuestro tiempo» afirmación de Van Gogh en una carta dirigida a su colega y amigo Paul Gauguin (carta nº 643 de junio de 1890).
El doctor aparece «pensativo, casi preocupado, con un leve escepticismo». Van Gogh se sentía muy próximo al doctor, de quien decía que era «al menos tan nervioso como yo».
Van Gogh escribió a su hermano en 1890 sobre la pintura: “He hecho un retrato de M. Gachet con una expresión melancólica, que bien podría parecer una mueca a aquellos que lo vean... Triste pero amable, y aun así clara e inteligente, así es como muchos retratos deberían hacerse... Hay cabezas modernas que podrían mirarse durante mucho tiempo, y que se volverán a ver, quizás, con nostalgia, cien años después.”
En el retrato aparecen los caracteres signaléticos que Gachet había atribuido antiguamente al individuo melancólico.
Starobinsky dirá que esta obra ejerce el efecto de una aparición, siendo profundamente cercana a la imagen que el pasado se había hecho de la melancolía, con un lenguaje renovado con soberana violencia, un artista explora además un gran tema de la conciencia occidental: el tormento de la existencia individual, en la soledad y en la angustia de la disminución de las fuerzas vitales.
La piel fría
(Albert Sánchez Piñol, Edhasa, 2006)
Liliana Goya
A primera vista, podría decirse que “La piel fría” es una novela de aventuras, que uno asociaría rápidamente a “El corazón de las tinieblas”, de Conrad. Sin embargo, es mucho más que éso. Y si bien el que fuera una novela de aventuras no invalidaría su recomendación, por qué hacerlo a un público interesado por el psicoanálisis? Sólo diré que se verifica que, como dice Lacan en el Seminario 4, “cuando una película es buena, es porque es metonímica”: vale para esta novela. El protagonista es alguien desengañado, no importan demasiado los motivos, que de a poco se irán esclareciendo. Es claro que huye, pero no se sabe de qué. De a poco verificaremos que esa huída no es simplemente de lo externo, de una decepción mundana. Claro que tiene su inicio o mejor dicho, su motivación en ello, pero intuimos algo más. Es una decepción que se revela como íntima, como más relativa a quien la relata. Tiene que ver con descubrir un ser más animal dentro de uno de lo que creía, con ver las tendencias a lo inhumano que habitan en eso que se revela cada vez más cerca, que nos descubre mezquinos, agresivos sin motivo, capaz de matar sin más razón que ese placer mismo, el de destruir al otro, no importa ya si amenaza o no la propia existencia, que fue el motivo inicial de la inquina. Esos monstruos que aparecen en la noche son metáforas de los monstruos que habitan la propia mente, así como lo descubrió Freud en los sueños de los neuróticos.
En esa banda de Moebius que es la propia mente del relator, que éste va descomponiendo a la vista del lector, va entretejiéndose una trama que no sabemos dónde va, pero que intuimos violenta, desesperada, al límite. Su relación con el otro, el que es su doble pero a la vez el más extraño compañero, va transformándose a medida que los hechos van sucediendo: será el extremo de la agresividad, pero finalmente será ése cuya ausencia nos marca lo que fuimos, acaso lo que perdimos sin saberlo. De alguna manera provocamos esa partida, deseándola sin saber por qué.
La otra relación que establece el protagonista es más intrincada quizá, más necesaria a expensas de esa animalidad que va descubriendo en cada fibra de su ser. Está ubicada en el cuerpo pero obviamente lo trasciende. “Lo que sucedió, sin embargo, fue la más imprevista de las sorpresas. Yo me esperaba un coito breve, sucio y brusco. En lugar de eso entré en un oasis. Al principio, la intensa frialdad de su piel me estremecía. Pero el contacto hizo que nuestras temperaturas se equilibrasen en un punto desconocido, un lugar donde ideas como frío y calor no significaban nada. Su cuerpo era una esponja viva, desprendía opio, me anulaba como ser humano. ¡Oh, dios mío, aquello! Todas las mujeres, honorables o de taberna, no eran más que pajes de una corte que nunca pisarían, aprendices de un gremio que aún no se había inventado. ¿Abría aquel contacto una puerta mística? No. Era exactamente todo lo contrario. (…) Su sexualidad estaba libre de cualquier lastre. Ni siquiera podía apreciarse en ella ningún refinamiento amatorio especial. Sólo fornicaba, fornicaba con todo su cuerpo, y cuando lo hacía no existían ni las ternezas ni las dulzuras, ni los rencores ni el dolor, ni el alquiler del prostíbulo ni la entrega de los amantes. Reducía los cuerpos a una dimensión propia y única, y cuanto más animal era en su ejercicio más placer procuraba. Un placer estrictamente físico, que yo desconocía. (…) Hasta ese momento mi cuerpo había obtenido placeres del modo en que un buen burgués ingresa capitales. Ella hacía que a través del placer fuera consciente de mi cuerpo, separándolo de mí, destruyendo cualquier relación entre mi persona y mi placer, que podía percibir como si fuera algo vivo. Pero todo se acaba, incluso aquello, con ella, y cuando matamos el placer tuve la sensación, más allá del placer, de haber alcanzado una de las cimas de la experiencia humana.”
Así, de este modo el protagonista va enfrentando su propia transformación, a través de una experiencia límite de la vida y la muerte, donde lo que al principio era luchar por la propia subsistencia se irá convirtiendo en una pelea contra la propia mente, contra el propio cuerpo, en esa isla que de ser un refugio posible para escapar del mundo (puesto que ni siquiera en los mapas geográficos figura), pasa a convertirse en el escenario de lo peor.
Para concluir, dejaré a los lectores interesados con el comienzo de la novela. “Nunca estamos infinitamente lejos de aquéllos a quienes odiamos. Por la misma razón, pues, podríamos creer que nunca estaremos absolutamente cerca de aquéllos a quienes amamos. Cuando me embarqué ya conocía este principio atroz. Pero hay verdades que merecen nuestra atención, y hay otras con las que no conviene mantener diálogos.”
Derrida, un egipcio
El problema de la pirámide judía
(Peter Sloterdijk, Amorrortu, 2008)
Carolina Saylancioglu
Sloterdijk expone la sustitución del término inconsciente por el término Entstellung, como una operación realizada por Freud en su último ensayo, donde ya no utiliza el concepto de lo inconsciente, “como si este hubiese devenido superfluo con la introducción de la Entstellung”. Una operación de último momento realizada por el psicoanálisis. Hay que aclarar que si bien el concepto de Entstellung era utilizado por Freud desde La interpretación de los sueños, no había sido destacado como lo destaca Sloterdijk en su lectura del Freud tardío de Moisés y la religión monoteísta.
El texto es un homenaje a Derrida, y fue presentado en un coloquio realizado en (2005) el Centre Pompidou a un año de su muerte. Sloterdijk pone a Derrida en relación con autores de la tradición reciente, a sabiendas de que la serie, que implicará descontextualizaciones y recontextualizaciones, lo remitirá a una nota personal sobre aquello que admira en Derrida.
El título plantea en sí mismo las “ambivalencias judeoegipcias” con que el autor interpreta a Derrida. Considera en clave de «deconstrucción» el texto Moisés y la religión monoteísta, al tiempo que interpreta con el texto freudiano a Derrida. Esto importa por lo que retoma y desarrolla del concepto de Entstellung.
El mito del Éxodo a la luz de la Entstellung freudiana tiene en este libro un valor fundamental. Lo que se desplaza dará cuenta de los orígenes en tanto que se constituye como hetero respecto de aquello que deja al desplazarse. Así, el origen o la causalidad (psíquica) son un imposible, puesto que remiten siempre a un desplazamiento, a algo puesto en un lugar diverso. Lo que se desplaza a otra parte constituye un Otro respecto del cual se produce una diferencia que produce un “desface en el espacio y el reordenamiento en la asignación de los roles”. Lo que se desplaza encarnará algo de lo que deja en el extranjero. Lo desplazado implicará en sí mismo una novedad y una realización de un drama antiguo radical. Extraña paradoja o paradoja del extranjero planteada por Freud en Moisés….
Lo que se transporta en el desplazamiento, cuando la cuestión es sobrevivir, es aquello que siendo de poco peso, es de lo más valioso. Aquello de poco peso y alto valor encuentra en el signo su paradigma. El signo, aquello que solo pesa por su valor, es por excelencia un elemento de transporte.
Acaso sea una insignia la que encuentre Sloterdijk en la «deconstrucción» derrideana, y ésta sea la lupa que se deslice por los autores iluminados en este texto.
Con la inspiración de lo admirado, la serie de Sloterdijk es una nueva Entstellung que en su a-dios encuentra sobre la tumba un halo divino.
Agradecemos los comentarios enviados por nuestras colegas Andrea Buscaldi, Sofía Ortiz, Liliana Goya y Carolina Saylancioglu
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