BREVES 11-LECTURAS COMENTADAS-MARZO 2018-BIBLIOTECA DEL CENTRO DESCARTES


                BREVES 11

            Lecturas comentadas


 Los brevarios datan del siglo XI y tenían como

fin facilitar el transporte de Los Libros d Horas a
      los clérigos. Sinónimo de breve, resumen, apunte.






La desaparición de Honoré Subrac y otros cuentos
   El heresiarca,Guillaume Apollinaire, Dedalus, 2006.     
 Por Carolina Saylancioglu


La herejía, entre revelación y mortificación.

Es difícil ser hereje. Más difícil aun es sostener una herejía en el tiempo. Así como la libertad se sostiene de la finitud para existir, la herejía se sostiene de una doxa. Si de ésta se librara, dejaría de ser lo que es, una herejía. Sostener una doxa a contrapelo tiene sus complejidades, y toda herejía tiene su precio. Lo enseña el cuento “El heresiarca” de Guillaume Apollinaire.


Benedetto Orfei, teólogo y gastrónomo, piadoso y glotón, está muy bien posicionado en la corte pontificia, encaminado a cardenal, pero sus actos lo llevan a la excomunión. Como todo heresiarca, rechaza el dogma de la Infalibilidad papal. Jura que Dios le ha dado poderes de reforma sobre  la Iglesia. Sus disensiones son mínimas pero suficientes para separarse de ésta y fundar, a fines del siglo XIX, la herejía llamada Las tres vidas.


El narrador de este cuento visita a Orfei y escucha su historia. No tarda en aclarar que si a Orfei la idea de su herejía le hubiese durado poco, se habría servido –una vez vuelto cardenal- del dogma de la Infalibilidad para obligar a los católicos a creer en su doctrina. Pero la idea le dura y se retira a una casa de campo. Allí se rodea de manjares, de buen vino santo, y prosigue su misticismo que, como todo misticismo, toca muy de cerca el erotismo.


Orfei le confiesa que su herejía comienza con un sueño. Comprende, en aquel entonces, que ese sueño es un acontecimiento grave en su vida (y para los hombres). Duda en comunicárselo al Papa porque sabe que una frase de su sueño subvierte las creencias sobre las que reposa el cristianismo. Al fin se lo cuenta y el santo Padre le aconseja con severidad interrumpir los estudios teológicos y dejar de soñar cosas ridículas e imposibles que sólo un demonio había suscitado en él.


Orfei se retira con pena y vergüenza. Llora. Durante un mes se impone ayunos y practica mortificaciones recomendadas en algún libro sagrado. Al cabo del mes, cuando debe volver a ver al Padre, la frase del sueño no solo vuelve a resonar en su alma (como una tentación) sino que refuerza su convicción. Su revelación consiste en una verdadera comunión triple que encierra en un solo Dios los tres cuerpos humanos colgados cada uno en su cruz en el Gólgota. Tres personas de un único Dios. El ladrón de la derecha, Dios padre, quien sufrió injustamente por ser tomado por el ladrón que no era. Cristo, que era el Verbo y su legislación, y murió entre los Ladrones divinos. Y el Espíritu Santo, verdadero ladrón, eterno Amor que quiso asemejarse al infame amor humano y sufrió por ello justamente. La herejía vislumbraba la Trinidad divina del cielo en estos tres hombres.


Vuelve a ver al Padre e insiste con lo suyo. El Padre sentencia ‘este hombre está poseído’ y lo exorciza. Orfei se retira seguro de que “sus pensamientos no son de inspiración diabólica sino divina, ya que ningún exorcismo había prevalecido sobre ellos”. Sostiene que no hay Infalibilidad que pueda desmentir lo que es cierto y que se separará de la Iglesia en caso de que el Padre prefiera “los viejos errores a la evidencia nueva”. Un Gonzalo preconizando la Filiatria. Su misticismo y su creencia en Dios son tan inmensos que llega a modificar la doxa con sus pensamientos, para seguir creyendo. La modificación es mínima, más bien es una interpretación de la doctrina, una sutil apreciación conforme a su sensibilidad. Como respuesta, se lo excomulga.


Prosigue su vida entre bocados, palabrería mística y manjares gastronómicos, acompañados del santo vino. Publica dos evangelios paralelos a los canónicos. El primero, “evangelio verídico…el cual contiene  la vida de Dios padre”, breve, cuyo nudo crucial el heresiarca extrae de los evangelios sinópticos. El segundo, también paralelo al canónico, sobre el Espíritu Santo, de quien poco se conoce la vida. Se sabía que violó, un día, a una virgen dormida, operación por la que naciera Jesús. El segundo evangelio de Orfei insiste en esto y en palabras pronunciadas en la cruz. Este libro, bellísimo, de gran elevación y crudeza en ciertos pasajes, es incautado por las autoridades italianas, juzgado obsceno. De la extensión de la herejía de Orfei se supondrá más de lo que se sabe.


Según parece, Benedetto Orfei muere como consecuencia de una indigestión. Su cuerpo es encontrado cubierto de llagas. Los médicos no saben si atribuir su deceso a su glotonería o a sus mortificaciones. Sus llagas son resultantes de las torturas que se imponía, el modo en que el heresiarca llevaba su herejía, con las mortificaciones. Como hereje, ésa era su manera de sostener la doxa. Ese castigo era una extensión de las sentencias del santo Padre, por persistir en él una revelación que lo volvía demoníaco, divinamente poseído. Alguna creencia en las razones de la excomunión seguía operando en él hasta el último de sus días, a pesar del alejamiento. Crédulo del canon en su flagelo. Acaso menos tortuoso hubiera sido el destino de Orfei si hubiese tomado su revelación como lo que era: un simple sueño, o una composición de versos. En otra variante, si hubiese renunciado en comunicar al Padre sus revelaciones insistiendo con ellas en su reconocimiento, que nunca llegaría de antemano. Pero ése no hubiese sido Benedetto Orfei, fundador de la herejía Las tres vidas en la Roma de fines de siglo XIX, y escritor de los dos evangelios paralelos (no llegó al tercero), bellos e inhallables, comprados en su mayoría por la corte pontifical –para ser incautados-. Las llagas halladas en el cuerpo, asunto médico morboso, sólo a medias son la verdad de Orfei, ya que su testimonio versaba también sobre otra cosa. El gozo y el misticismo erótico de Orfei lo hicieron único. Fiel a la revelación de Dios en él. No es hereje el que quiere.


El libro de horas
Rainer Maria Rilke, Ed. Lumen, Barcelona, 1999.
Por Maximiliano Fabi


Y vienen los domingos a cortar rosas… Saben
Que el eco de sus voces para mí grato es.
Francisco López Merino, Mis primas, los domingos…
“Se comprende ahora por qué Bergson puede decir que lo absoluto está “muy cerca de nosotros y, en cierta medida, en nosotros”; está en la manera en que las cosas modulan nuestra duración.”
Maurice Merleau-Ponty, Elogio de la filosofía.


I
Ayer a la tardecita, paseando con una amiga por el bosque de La Plata, volví a toparme con el busto que desde 1931 insiste en recordar a Francisco López Merino. Pintarrajeado, descuidado como (casi) todo el bosque, mi amiga leyó en él la inscripción que por entonces le dedicara el poeta Pablo Rojas Paz y preguntó por su significado. -Supongo -le dije- que se referirá al suicido. López Merino se mató a los 24 años: “En la mañana buscó la noche”.
Ese día, bastante temprano por la mañana, yo había tenido que llevar a certificar una firma al Colegio de Escribanos de la provincia de Buenos Aires. El trámite se demoraría cerca de cuatro horas, pero ya me estaba costando $360... Obligado, pues, a hacer tiempo, me puse a recorrer algunas librerías del centro y en una de ellas me encontré con un ejemplar del libro que el padre Castellani le dedicara a Lugones en 1964. Nuevo, de la colección “Los raros” que publicaba (no sé si lo seguirá haciendo) la Biblioteca Nacional, salía $260... Pensé en las arduas cuatro horas que estaban haciendo a los dividendos de los escribas y no pude evitar preguntarme qué pensaría entonces Castellani si se enterase que su firma, si acaso colegiada, hubiese redituado tanto más que todas las palabras hilvanadas por años para su Lugones.
En alguna página de ese volumen Castellani anuncia que en la poesía de Lugones faltan los tres temas esenciales: la religión, la política y el amor. Dedica varias otras a explicar esta afirmación, y especialmente en lo que atañe a lo más polémico, es decir, al último tercio de la misma. Dice también, más adelante, que hoy (en su hoy: mediados del siglo XX) hay, sí, todavía, poetas religiosos. Uno de ellos, afirma, es Rainer Maria Rilke, de quien hace ya un par de semanas tengo esperándome su Libro de horas
Ya tarde, por la noche, y habiendo saldado cuentas con Castellani, me decidí finalmente a abrir las páginas de aquel otro libro. Abrirlas es un decir: hace años que se encuentra agotado y, por lo tanto, la única forma de hacerme con él fue consiguiendo una versión digital supuestamente gratuita (y pienso ahora, nuevamente, en los escribas…) En cualquier caso, se trata de una edición escaneada, bilingüe e impresa hacia 1999, que debemos a la editorial Lumen de España. A pocos versos de comenzada la lectura, una sencilla línea me detuvo:
Creo en las noches.


II
La poesía de López Merino -se ha dicho- no es nocturna sino matinal, y yo creo que puedo entender ese juicio: sus versos me han dado siempre la sensación de un sereno estoicismo, de clarividencia, precisamente como una mañana tempranera que insiste en brillar con toda su promesa de día a pesar de que sabe que no escapará de la noche. Los versos de López Merino, se me ocurre, tienen esa misma frescura melancólica que creo transmiten estos versos de Whitman:
They pass, I also pass, any thing passes, none can be interdicted,
None but are accepted, none but shall be dear to me.
Pero la noche en la que cree Rilke durante aquella, la primera parte de su poemario [El Libro de la Vida Monástica (1899)], es guerrera y empecinada, como la de Novalis. Optimista en su pesimismo, triunfa sobre la luz, sobre Lucifer, sobre la mañana; o al menos cree triunfar… por ello mismo augura la caída, ya que como bien ha dicho Dylan Thomas:
I have been told to reason by the heart,
But heart, like head, leads helplessly…
Por eso, como todo Libro de horas, se trata de un libro herético. No porque sea a un dios-mujer al cual Rilke dedica sus oraciones; no porque éstas tengan por objeto a esa diosa llamada Lou Andreas-Salomé -en cuyas manos, por cierto, fuera depositado El libro de horas-; sino porque tal como acostumbraban los monjes medievales, en la adoración constante de esa laica trascendencia a través de este devocionario, sólo en apariencia se halla lo sagrado, pues antes bien -como se dice- se encuentra una forma de matar el Tiempo, y por lo tanto -tal como ha escrito Thoreau- se ofende inevitablemente a la Eternidad.


III
Castellani reprocha por ahí a Lugones que en sus versos no viva a la persona amada sino que más bien los use para volverse al público y decirle: “miren cómo amo YO”. Por eso, afirma, no se trata de poesías amorosas sino de psicología acerca del amor. “Está muy lindo -dice-, pero… la persona de la amada está ausente”. Rilke, poeta religioso a juicio de Castellani, escribe un devocionario dedicado al altísimo, pero lo pone en manos de Lou. Ahí, es cierto, ruega:
Oh Dios, te necesito entonces como el pan.
Pero también, como además rescata el prologuista y traductor, Federico Bermúdez Cañete:
Ápagame los ojos: puedo verte;
ciérrame los oídos: puedo oírte;
y aún sin pies puedo andar en busca tuya,
sin boca, puedo conjurarte.
ampútame los brazos, y te agarro,
como con una mano, con el corazón mío;
detén mi corazón, y latirá el cerebro;
y si arrojas el fuego en mi cerebro,
te llevaré sobre mi sangre.
But heart, like head… ¿Se entiende acaso el empecinamiento de la noche rilkeana? Estando en ella, busca la mañana: es esta la segunda parte del libro, llamada de la Peregrinación (1901). Resta la tercera, la última: El Libro de la Pobreza y de la Muerte (1903), al cual anuncian ya estos versos:
Tiene que ser capaz otra vez de caer
descansar con paciencia sobre la gravedad
el que osó anticipar
el vuelo de los pájaros.
(Porque tampoco vuelan ya los ángeles…


IV
Entonces sí, Rilke avizora la noche; comprende aquello que ya había sentenciado Heráclito: que el arco y la vida llevan el mismo nombre, acaso -concluimos- porque de ambos fructifica la muerte:
No cumplas, poderoso otorgador,
el sueño de una madre que parirá a Dios;
erige al Importante, a quien pare a la muerte
y llévanos por medio de las manos de aquellos
que le perseguirán, hasta llegar a él mismo.
No, no somos una noche que busca la mañana; somos un sol que va camino de apagarse. Somos mañana que hallará la noche, y si bien, es cierto, a veces nos sentimos propicios y venturosos (le llaman esperanza, y los griegos la condenaron), por suerte, en esos momentos extralimitados, hay todavía la voz de poetas como Rilke o López Merino que llegan para convidarnos uno o dos de sus versos, como un amigo que al vernos atribulados, nos ceba -y sonríe- un rico mate amargo.


Azares son los hombres, voces, trozos,
días corrientes, miedos, muchos pequeños gozos…
(El libro de horas)

El último lector
Ricardo Piglia, Contemporanea, 2014
Por Andrea Buscaldi


Los libros


  En mi casa natal nunca hubo biblioteca.  Mis padres no leían ni el diario y los libros que había en casa eran sólo los escolares.  Por los libros, además del cariño, yo me hice adoptar por mis tíos (ya sabemos: la historia es el pasado historizado en el presente).  Mi tía era maestra y mi tío un bancario amante de los papeles. A pesar de tener una casa grande, no tenían una biblioteca propiamente dicha, usaban el placard de un pasillo para guardar cosas de librería y libros.  Me la pasé fines de semana y vacaciones enteras en la casa de mis tíos. De los Cuentos de Andersen, El traje nuevo del emperador era mi favorito, porque me daba placer que el emperador hiciera un papelón.  Aunque es probable que ese recuerdo sea aprés coup, después de leer en Freud la metáfora de un deseo disfrazado vía el sueño, me inventé una causa que nunca estuvo guardada en ningún cofre secreto.  También devoré por igual Tom Sawyer y Mujercitas, ajena a la hoy llamada identidad de género.  De todas las hermanas, yo me identificaba con Beth, la chica tímida, sensible y caritativa...¡que termina casándose con el mejor amigo de la hermana con quien rivaliza!  Supongo que hoy en día, en caso de que Mujercitas siga siendo un clásico a pesar de las modas, las chicas se deben identificar con Jo, una feminista de vanguardia.
  La biblioteca de mis tíos dejó de funcionar entrada la pubertad. Época de tormenta libidinal (sturm), que te empujaba (drang), derecho a la exogamia de la Biblioteca pública y popular.  Por entonces, Hermann Hesse era lectura obligatoria para sacar documento de adulto simétricamente opuesto a los propios padres. Conseguir un libro de aquellos que formaban parte de la llamada literatura de iniciación, era un triunfo a la luz de la mirada inquisidora de la bibliotecaria.  Eso en el mejor de los casos, porque recuerdo haber sido sometida a un riguroso interrogatorio por haber elegido La tregua, guiada más por las insinuaciones eróticas que por lo supuestamente transgresor de su trama.
  Mi primera biblioteca la tuve en un monoambiente donde me fui a vivir sola cruzando el riachuelo a la Capital.  El monoambiente contaba con el lujo de dos placares hasta el techo y siguiendo el ejemplo de mis tíos, la mitad de uno se convirtió en biblioteca.  Años después, tuve lugar y compré una simil madera formada por módulos con la perspectiva de ir sumando. A esta altura, algunos están perdidos a causa de préstamos, divorcio y mudanzas.  Otros son regalos y a su vez préstamos que yo tomé como regalos. Suena a balance pero en el fondo el asunto es otro. Más que el debate sobre la propiedad privada de los libros o la obligación de robarlos; o que una biblioteca no se compra, se hace: el asunto de fondo es la certeza de la cantidad inconmensurable de libros que nunca jamás vamos a leer.  Esa podría ser para un lector La metáfora de su propia mortalidad. Aunque después de Bosnia y Herzegovina: en nuestro inconciente todos somos infinitamente inmortales.     


Dr H


  Descubrí El último lector asistiendo a las clases de Graciela Musachi en Lecturas de Jacques Lacan (2017), tituladas: Acerca de la posición del analista.  Musachi parte de la pregunta cómo lee un analista, pregunta que contiene a su vez una afirmación: un analista,
lee.  Siguiendo a Piglia, aborda la pregunta en dos direcciones, por una lado,”las figuras del lector”, y por otro, “los modos de leer”, aunque en definitiva ambas se definen mutuamente.  Musachi se detiene en la figura del lector detective, en particular, Holmes y Marlowe. Holmes queda asociado al “primer Freud” y su modo de leer es el “paradigma indiciario” de Carlo Ginzburg, “que prioriza lo irrepetible, lo singular, lo original, lo sorprendente, por tanto, su intervención es más cualitativa, en la medida en que se ocupa de lo excepcional, volcando su interés hacia lo individual, hacia el caso particular”.  En serie con Holmes está Dupin. Piglia rescata a Poe como el inventor del género policial, efecto de ser Dupin una figura literaria nueva: el soltero fascinado por el deseo de saber.  Dupin es ante todo un gran lector, descifra, sabe interpretar.  


The long goodbye
 
  Siguiendo a Musachi, el “segundo Freud”, es Marlowe.  El detective ya no descifra los misterios de la trama: está metido hasta el cuello.  Piglia lo describe así: “El investigador se lanza, ciegamente, al encuentro de los hechos, se deja llevar por los acontecimientos y su investigación produce, fatalmente, nuevos crímenes”.  Por supuesto: hay que leer tal comparación bajo la grilla de la transferencia. Piglia aclara que en la transformación norteamericana del género, el hombre de acción parece haber borrado la figura del lector, sin embargo, ésta persiste bajo determinadas claves, que justamente hay que saber leer.  Si con Dupin las mujeres son las víctimas (junto con ancianos y niños), con Marlowe... ¡las mujeres son la perdición en persona! Se podría decir que House (Dr Holmes) es una mezcla de ambos. Desde el momento en que reconoce su amor por Cuddy: pierde pericia hipotética deductiva y cae definitivamente en las drogas.  El final de la serie es una cita a Easy rider... que ya sabemos cómo termina.
   En el caso de Freud, abandona la fugaz sugestión gracias al ultimátum de una de ellas.  Después de 1920, la perdición se llama pulsión de muerte y de su materialización en la clínica no se salvan ni ellos ni ellas.


Frío de novela


 Para Piglia “el bovarismo” es una lectura extrema: leer es peligroso.   En el caso de Emma, “se tomó la resolución de impedirle leer novelas”.  Porque Emma lee en las novelas eso que le falta, lee y quiere ser otra. Algo similar sucede con las hermanas Yepanchinas de El idiota, en el pueblo son consideradas buenas chicas...¡aunque se les da por leer libros!  Anna Karenina, la Bovary rusa, descifra su vida a través de la ficción, como si las novelas fueran un filtro bajo el cual percibe la realidad.  Piglia pone en contrapunto dos figuras de lo que llama lector extremo: el célibe Dupin y la adúltera Bovary (duplicada en Karenina).  Sobre las mujeres: “son las que han encarnado ese malestar”, pero aclara: “vistas desde los varones que escriben las historias”.  Madame Bovary se habría convertido así en un símbolo de la insatisfacción femenina.  Pero, si Flaubert en persona dijo: “Madame Bovary, soy yo”, entonces, la insatisfacción, no es femenina, ¡tiene cara de mujer!  Aunque hay versiones contrapuestas. Interpelado sobre el orígen de la historia, Flaubert se describe así mismo en una suerte de trance: “Al escribir ese libro soy como un hombre que tocara el piano con balines de plomo en cada falange”.  Al final, ¡Madame Bovary es un thriller de vanguardia!  También según una telenovela de Nené Cascallar de fines de los 60: El amor tiene cara de mujer.  ¿Será porque todo lo profundo ama la máscara?


Malestar en la cultura
 En Encanto de erizo. Feminidad en la hystoria, Musachi lee sobre ese malestar “encarnado” en las mujeres, al decir de Piglia.  Su modo de lectura se ajusta al “principio del iceberg” esgrimido por Hemingway para aludir a la cocina de la escritura: “Hay nueve décimos del bloque de hielo bajo el agua por cada parte que se ve de él”.  Como aquella consigna de moda hace décadas en los talleres de narrativa: Menos es más.  No sólo hay que “documentarse”; quien escribe, hace “emerger” su propia lectura. Para leer a Musachi, hay que leer en el doble sentido de la palabra.


1. “Lo femenino se hace cuerpo y-o metáfora de nuestro mundo que ya no es todo finito” (Ranciere); “Un avance de lo ilimitado sobre lo limitado” (Milner); “Un no-todo”, así nombrado por Lacan.  Sobre ese algo más: ”desde el fondo de los tiempos en que imperaba el mundo cerrado, se ha asociado a las mujeres”.  Musachi se “documenta” pero no hace una causa de la sociología de época: está lleno de Madame Bovary divorciada y con amante.


2. Musachi realiza en nuestro campo una rectificación semántica de la llamada identidad de género, perteneciente a otros discursos o “sociolectos” (Barthes).  Para empezar: “se trata de seres hablantes que se relacionan con un límite que se ausenta y que afecta los modos de satisfacción de esos cuerpos que hablan” (el subrayado es mío).  Ese malestar, del que no se salva nadie que “parletre”, es “síntoma de la cultura”.  Su modo es femenino, pero a veces se “encarna”, “síntoma de un ilimitado irreductible que opera en ellas y que puede llevar a lo peor”.  Si bien la “posición femenina” prescinde de los llamados géneros masculino o femenino, de su estética, es decir, de su ética, se desprenden los géneros de la  la comedia o la tragedia. Medea se suma a la lista. Al final, con ellas es como con Almodóvar: te hacen reir y llorar.


Academias Pitman


  Felice Bauer era mecanógrafa de profesión y le encantaba copiar textos.  Piglia lee en Kafka esos rasgos como condición erótica. Ella viene a rescatarlo de esa masa amorfa e interminable de manuscritos, de la amenaza de una escritura sin fin en el horizonte.  Ella es la intermediaria, quien hace su manuscrito legible para el editor. Felice representa la transformación de la mujer que lee (Emma y Anna) a la mujer que trabaja copiando textos a máquina, por entonces, la nueva profesión de las mujeres.  En Downton Abbey, serie citada en Encanto de erizo, se ve patente el contraste entre dos jóvenes criadas.  Una, casada de apuro con un soldado herido de gravedad, para asegurarse el respaldo de una pensión por viuda.  Otra, compra a escondidas una máquina de escribir y aprende por correspondencia. Al ser mecanógrafa, a la joven se le abren las puertas en un sentido literal y metafórico.
 Piglia establece una serie de mujeres de escritores, mecanógrafas de profesión, son mujeres “copistas”.  Anna Giriegorievna Snitkine es contratada por un Dostoievski apremiado por las deudas. En menos de un mes le dicta El jugador y una semana después le pide matrimonio. Vera Nabokov es un ejemplo extremo de “ mujer de…”  No sólo es incansable a la hora de pasar a máquina los manuscritos de Vladimir, también responde las cartas en su nombre, como si ella misma fuera su marido: “Escribe en lugar de él, por él, y se disuelve”, resume Piglia.  En el caso de León Tolstoi y su mujer, sucede algo parecido pero con otro final. Sofía copia siete versiones completas de La guerra y la paz, termina creyendo que la novela es de ella... y se desata “la guerra conyugal”.
 En el caso de Felice y Kafka, no llegan ni a eso. Ya al comienzo de un intenso intercambio epistolar, Kafka le envía un poema de Yan Tsentsai, que termina siendo crónica de una ruptura anunciada: “En la noche fría, absorto en la lectura de mi libro, olvidé la hora de acostarme.  Los perfumes de mi colcha bordada en oro se han disipado ya y el fuego se ha apagado. Mi bella amiga, que hasta entonces a duras penas había dominado su ira, me arrebata la lámpara y me pregunta: ¿sabes qué hora es ?”  Piglia hace una doble lectura del valor simbólico de la lucha por la lámpara.  Por un lado, funciona como parábola sobre los peligros de la vida matrimonial. Para un escritor: una mujer interrumpe la lectura.  El narrador de Miserere escribe a máquina entre sueños sobre el cuerpo desnudo de una mujer, ella salta de la cama y se viste rápido en la penumbra de la habitación para nunca más volver.  Pero la parábola puede ser leída al revés: el oficio de escribir (es decir, de leer), nunca es lo suficientemente solitario. En el caso de Kafka: “encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir”.
 De la historia de los copistas, Bartleby, es la representación extrema del lector.  Si como venimos viendo, la posición del lector es femenina, para Piglia: “Preferiría no hacerlo”, es un chiste freudiano de una activa pasividad.  Musachi relaciona la atención flotante, una especie de oxímoron eficaz asociado a la regla fundamental de la asociación libre, con la figura del lector distraído.  Freud aclara que se trata de una atención “parejamente flotante”, no se trata de retener ninguna palabra, porque el inconciente sorprende al que habla, ya que no sabe lo que dice.   El narrador de Benjamin, olvidado de sí mismo para poder narrar, completa la metáfora. Un oyente que habla como narrador usando el diccionario del analizante.     


Che, chabón


  Piglia encuentra en la figura de Ernesto Guevara esa tensión que suele establecerse entre el acto de leer y la acción, entre lectura y vida práctica.  Como la que también se le suele adjudicar a Flaubert, “quien escribe para vivir”, en oposición a Hemingway, “quien vive para escribir”. Algo similar se atribuye Borges a sí mismo, como puede leerse en su poema El remordimiento.  En La escritura en objeto, Germán García, sale del simple binarismo invirtiendo los términos para ponerlos en su lugar: Macedonio no escribe su biografía, Macedonio hace de su “grafía” una “bio”.
Guevara de jovencito soñaba con ser escritor.  No era una gran orador, en el sentido clásico, como Castro.  Lo suyo era más “la carta, la narración personal y la comunicación entre dos”.  Piglia pone la lupa en el tipo de uso del lenguaje. Guevara escribe como habla:  “argentino”, coloquial y directo. Incluso ya siendo el Che: nada de la típica retórica política “que encubre todo lo que dice”, ni de la afectación común en la literatura de la época (Sábato, Mallea, Murena).  Piglia lo interpreta por el lado de la pertenencia de clase: “cierto desenfado en el uso del lenguaje son una prueba de confianza en su lugar social”, no hay que olvidar que la madre de Guevara era de la Serna. En eso, lo compara con Mansilla, que pasaba como un tubo del champán a los indios ranqueles.  En el otro extremo del uso del lenguaje, está la clase media y su “ típica hipercorrección”, al decir de Piglia, que consiste en usar ciertas palabras en lugar de otras que significan lo mismo, para parecer más inteligente o sentirse más de lo que uno es. El narrador de Los pichiciegos da en el clavo: “...salen dos del colegio, juntos. Uno se ubica a trabajar con el padre -como él- se hace mecánico, chapista, trabaja, vende uno que otro coche, hace guita y sigue hablando como se habla, como es él.  El otro se va de empleado, un corretaje, algo. Anda vendiendo cosas con un auto lustroso pero ajeno y empieza a hablar distinto. Dice “empleo” -no “laburo”-, “madre” -no “vieja”-, tutea a los mayores y gana un sueldo miserable, que se caga de hambre”.
 Piglia destaca de Guevara su vocación de lector hasta el final: se lo ve en una foto en Bolivia, “subido a un árbol, leyendo, en medio de la desolación y la experiencia terrible de la guerrilla perseguida”.  Ya en cautiverio, en una escuelita, poco antes de ser ejecutado, la maestra le lleva un plato de comida. Hay algo escrito en el pizarrón: Yo se leer. Guevara la corrige: “Está mal, le falta el acento. Se escribe: Yo sé leer”.  Esas son sus últimas palabras.


Hacer visible la lectura  


  El diario de Kafka es un modelo de narración: no escribe para recordar lo sucedido, escribe para entender más que para explicar.  No escribe lo que piensa, escribe para saber qué piensa. El acento está en el cómo, en el ritmo más que en los temas, según el narrador de Miserere.  Kafka narra para establecer un nexo invisible entre los hechos: narra la conexión, para ver la conexión, para hacer nuevas conexiones.  El uso del poema chino en una de sus cartas de amor, es un claro ejemplo de hacer ver sin explicar.
  Para Piglia, la unidad de sentido es una ilusión.  Narrar es invertir un sentido que se presenta en lo inmediato como original.  Se le podría aplicar esa definición que hace de la decepción de la espera una marca de estilo.  Se trata de los “usos privados del sentido” (el diccionario del analizante). A partir de Jacques Lacan y su retorno al sentido de Freud, si un fallido es un acto logrado, el sentido circula en la deriva del equívoco, la distorsión y la resonancia.
 El modelo del “lector contemporáneo” es la biblioteca: está perdido en una red de signos.  La literatura de Borges es un claro exponente. Por lo tanto, para entender es necesario releer.  O siguiendo a Freud en sus Consejos al médico sobre el tratamiento analítico: no se puede comprender de entrada. El arte de leer según Piglia es “desplazado, irónico y fuera de lugar”.  Da el ejemplo de la famosa papa en el Ulises. Salas Subirat se ve metido en un lío al traducirla por zanahoria como adjetivo (“soy un zanahoria”).  Para entender, no sólo hay que leer hasta el final, también hay que “mirar” las palabras y sobre todo, escuchar.
  El final de El último lector es confesional: acabamos de leer el libro más íntimo y personal de Piglia, acabamos de leer su propia vida de lector, para decirlo de un modo redundante, porque la grafía es la bio.  El género libros de autoayuda es un invento del post modernismo. Sin embargo, todo lector podría nombrar por lo menos uno, que, aunque suene cursi, le salvó la vida. En la última década se puso de moda el valor performativo del relato.  En sintonía con la subjetividad de época, mi relato sobre la literatura de iniciación se divide aprés coup en extranjero y nacional. A riesgo de ser obvio, El cazador oculto, se ubica primero entre los de lengua extranjera.  De los locales, Nanina, es para mi  “La novela” de iniciación, aunque tiene exactamente mi edad y la leí hace sólo un par de años.


    






































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