Recurrir a la infancia

The Child is Father of de Man
William Wordsworth

El fin de la infancia. La tendencia actual a declarar por «finalizadas» tantas cosas ha llevado a un amigo, Jorge Alemán, a plantear la experiencia del fin, sin olvidar la existencia de un fin de la experiencia. ¿De qué experiencia se trata? De lo que puede dar una epopeya a la estructura, del relato particular que ofrece sus resonancias a un cuerpo cuya finitud está atravesada de infinito.
La estructura, que hace unas décadas se oponía al acontecimiento, marca el fin de la infancia como recurso épico. Las palabras, el libro de Sartre sobre su infancia, muestra esa edad como épica en sí, como un acontecimiento aunque no haya ningún acontecimiento. Lo insoportable de la infancia se olvida, el recurso a la infancia se instala en ese olvido: no hay recuerdos de la infancia -sentenciaba Freud-, sino re­cuerdos referidos a la infancia. El fin de la infancia es el fin de ese recurso referencial que ordenaba una política -captura de la dispersión por el uno de la identidad - y una ética: la singularidad como reserva, la particularidad como semblant y la universali­dad como horizonte.
Otra cosa es la infancia de Heidegger, perdida desde el comienzo y recuperada como la supuesta inmediatez griega, que se disuelve en la separación -la rima se im­pone por la prisa- entre nominación y enunciación: «Para los griegos, las cosas apare­cen. Para Kant, las cosas me parecen» (Seminario de Thor, 2/9/69). (1)
La aparición histórica de ese "reflexivo" introduce lo subjetivo como mediación -lo que para Hegel es un avance, pero que Heidegger cuestiona. La infancia griega deja paso a una adolescencia cartesiana: "Los griegos son la humanidad que vive inmedia­tamente en la apertura de los fenómenos -por la expresa capacidad ek/stática de dejar­se dirigir la palabra por los fenómenos (el hombre moderno, el hombre cartesiano, se solum alloquendo, sólo se dirige la palabra a sí mismo)" (ídem). (pag. 17/25)
Heidegger olvida los terrores griegos, las complejas figuraciones que laten en tantos documentos, para hacer de la ausencia del ser y de la existencia -la ausencia de estos términos en los griegos- un exceso. En el extremo opuesto, dice, está el astro­nauta que hace desaparecer la luna al tocarla, que la sustituye hasta convertirla en "un parámetro del emprendimiento técnico del hombre".
Este adolescente cartesiano hace del mundo exterior el soporte de una relación consigo, la extensión amorfa sometida a las formas de su pensamiento. ¿Qué pasa con la infancia? En el lenguaje implacable de la economía, se dirá que los hijos necesitan a los padres, pero los padres ya no necesitan a los hijos. No proyectan en ellos, no proyectan con ellos, no tienen proyectos para ellos.
En consecuencia, la infancia se disuelve y sus topoi se borran: el dolor de los niños y de las niñas encuentra una figura radical en la desnudez del autismo, que algunas veces habla y relata las voces que poblaban un silencioso horror. El cuerpo infantil, por su parte, ha sido puesto a circular en el mercado como objeto preciado. El niño como "juguete erótico" -según la expresión de Freud- pasa del imaginario al goce real, sin ningún atenuante simbólico. (2)


Recuerdo de la infancia

En la antigüedad, para memorizar un conjunto de temas afines se recurría a un edificio público como espacio virtual: en una puerta la "justicia", en la otra el "poder", en una tercera la "gloria". De esa manera, para disponer de lo referido a cualquiera de estos temas bastaba evocar la puerta correspondiente. Ellas eran unos topoi, unos lugares donde se depositaban conjuntos de significación. (3)
Lo que se designa en la historia como romanticismo inventó un lugar utópico, un lugar sin lugar, llamado infancia. Allá lejos y hace tiempo, en la infancia, ocurrieron grandes cosas: mediante ciertos deícticos un reservorio de figuras estaba disponible para cada .yo actual. Una literatura, una moral, una filosofía podía ordenarse a partir de este recurso, de esta esfera autónoma, de esta palabra clave: la infancia.
De cierta manera el psicoanálisis hereda y transforma este recurso: primero por la recurrencia al trauma -referente problemático- y después por la constitución del fan­tasma traumático que organiza la inmanencia de la significación, le otorga un cuerpo erógeno donde las funciones y sus aberturas -la boca, el ano, etcétera- son equivalente de las ventanas de los edificios públicos de los antiguos.
Las columnas maestras del nuevo edificio encarnado son llamadas, por Sigmund Freud, protofantasías: la castración que responde a la pregunta por la diferencia se­xual, la seducción que responde por el deseo y la escena primaria que responde por el origen del sujeto y de la vida. A partir de esta tríada se pone en marcha una actividad investigadora y unas conclusiones llamadas novela familiar. (4)
Pero ocurre que, como cualquier novelista sabe, algunas veces las cosas salen mal: los capítulos no encajan, el material entra en un torbellino, la incertidumbre se con­vierte en angustia. Otras veces el lenguaje con el que se escribe tiene un efecto pató­geno sobre el novelista y los personajes se apoderan de la escena, se conducen a su manera y subvierten la relación entre el creador y su criatura. Según algunas herejías, hasta Dios quedó preso de su invento -lo que explicaría la insensatez del mundo.
Freud, que era algo menos que Dios, fue de la novela familiar a la novela histórica de Moisés, siguiendo el motivo -pictórico, musical, inconsciente- de la muerte del padre: antes había pasado por el poema originario (Urdichtung), la inquietante fami­liaridad (Umheimliche) y diversas figuras y caracteres.


Kinderspiele

Los juegos de infancia (Kinderspiele) se "traducen" para el adulto en unos ensue­ños diurnos que revelan su complejo de Edipo, que alimentan su novela familiar y sus modos de fantasear. A partir de ahí la escisión del yo vuelve posible dos caminos: uno conduce a la formación de síntomas, al relato neurótico que conocemos mediante los casos clínicos. El otro, más acorde con la autoestima del sujeto, está al servicio de su placer preliminar, de sus efectos y de su eventual capacidad creadora. (5) Son los caminos divergentes de la idealización neurótica y de la sublimación propiciatoria. El Fort-Da, verdadero juego de y con el lenguaje, es convertido por Jacques Lacan en pa­radigma inicial de la entrada de cada uno en la dimensión simbólica. (6)
En la ingeniosa clasificación de Roger Caillois -competición, azar, simulacro y vértigo- los juegos están separados de la infancia, acompañan la vida y en cada uno se organizan según ciertas disposiciones. Si en la competición prima la responsabilidad personal, en el juego de azar la voluntad se abandona al destino.
En el simulacro, por su parte, entran todas las características del juego: libertad, convención, suspensión de lo real, espacio y tiempo delimitado. Por último, el vértigo diluye la percepción de la realidad, sus coordenadas de tiempo y espacio. (7)
Cualquier niño conoce bien, dando vueltas sobre sí mismo, la forma de acceder a un estado centrífugo de huida y desaparición, tras el cual el cuerpo sólo lentamente vuelve a encontrar su posición y la percepción su nitidez. En el adulto la embriaguez, además de muchos deportes, provoca un estado similar. Pero así como los juegos de palabras tienen un límite en la clínica, parece ser que la técnica del juego no hizo avanzar demasiado al psicoanálisis. M. Klein la usó como mediación con palabras que, según ella, producen angustia en los niños. Subrayemos, al pasar, que para Freud el niño obtiene placer del disparatar. Sea angustia y/o placer, el juego entra en cone­xión con el lenguaje. (8)
¿Existe alguna relación entre el recurso a la infancia del adulto y los primeros años de la vida? No parece que el juego, como lo postula Freud, sea lo más indicado para responder a esta pregunta.

Concepciones de la infancia

Paul-Laurent Assoun ha inventariado las referencias a la literatura de Sigmund Freud: por orden de importancia primero están Shakespeare y Goethe, después Sófo­cles, Schiller, Cervantes y Flaubert.
Los relatos de histeria de Freud son posteriores a Madame Bovary, sus relatos de obsesiones vienen después de La tentación de San Antonio, ambas obras de Flaubert. Entre sus predilectos seguían algunos más cercanos, como Heine, Milton, Jacobsen, Ibsen, Spiitteler, A. France, Schnitzler, Lichtenberg, etcétera. (9)
Nuestra literatura es otra y un filósofo atento al psicoanálisis como J. F. Lyotard habla de la infancia en términos muy diferentes: como retorno en Joyce, como pres­cripción en Kafka, como desorden en Valéry y como "voces" en Freud. Separo, de manera deliberada, la "sobrevivencia" en Arendt y "las palabras" en Sartre. Esas in­fancias, en lo que tienen de políticas, están en límites advertidos y trabajados por una decisión posterior. (10)
No sólo la literatura muestra otra infancia, sino que es necesario contar con el re­curso a la infancia de la psicología: las discusiones sobre la primera infancia, en parti­cular, dicen más sobre el mundo de los observadores que sobre el mundo de los niños. Los observadores -se ha dicho- descuidan las experiencias negativas de la infancia y también idealizan la vida de las mujeres que tienen hijos.
Charles Darwin, durante la década de 1870, publicó dos importantes análisis de la expresión en el niño pequeño. Las observaciones de Darwin dan lugar a dos teorías sobre la dinámica mental: la primera, que los niños nacen con facultades mentales o "instintos" innatos y la segunda, que las características mentales son hábitos construi­dos sobre la asociación entre acontecimientos y reacciones que han ocurrido si­multáneamente en el pasado (Ben S. Bradley, 1989). La segunda de estas teorías está en la raíz del asociacionismo y del conductismo. El asociacionismo, surgido en In­glaterra en el siglo XVIII, tiene incidencia tanto en Darwin como en Freud.
Los científicos que estudian a los niños -escribe Bradley- no se limitan a medir y calcular, son partícipes del debate sobre la condición moral de la vida humana, condi­ción que se retrotrae en el tiempo a través de siglos de poesía y enseñanza religiosa.
La imagen de la primera infancia como el paraíso que acompaña a la "maldición de] sexo", reaparece en las diferentes vertientes de la psicología: "Desde la publica­ción de El origen de las especies hacia el final del siglo XIX, a muchos pensadores -escribe Clarke Stewart- les intrigaba la posibilidad de dibujar paralelismos entre el ni­ño y el animal, entre el humano primitivo y el niño, entre las primeras fases de la his­toria de la humanidad y el desarrollo infantil. Se consideraba al ser humano en desa­rrollo como un museo natural de la historia natural humana. De este modo, se pensa­ba que el desarrollo del niño revelaba el desarrollo de la especie".
Freud estilizó esta herencia en su concepto de repetición y, mediante la introduc­ción de las identificaciones, convirtió al yo en un cementerio poblado de restos de objetos perdidos (modelo, melancolía) y reforzó el aserto con un ello que era el re­sultante de yoes anteriores.
El yo como imagen del cuerpo se debe a ello -los antepasados- que mediante el superyó impone los designios de la especie al individuo.
A la inversa, Darwin se interesaba por la transmisión de hábitos, sentimientos y conductas, de una generación a otra. Leyó para esto a su abuelo Erasmus Darwin (1731-1802), que había escrito sobre el cambio en las especies. También investigó acciones inconscientes, hizo referencia a los sueños y describió fenómenos mentales como la "doble conciencia" y otros trastornos ilustrados por los estudios de su padre, que era médico. En su Autobiografía registró los primeros recuerdos de su infancia y otros datos introspectivos.
Darwin estudia la diferencia entre su hijo y los monos frente a la imagen en el es­pejo: a los cuatro meses y medio su hijo sonríe, disfruta de su imagen; mientras que "los monos" -experimentó con varios- descubren que es una imagen, se enojan y no quieren volver a mirar. Se podría seguir, pero dejaremos a Darwin para otra ocasión. (11)
La impronta asociacionista traspasa a Darwin y sus postulados son compartidos por Pavlov, Watson y Skinner, con la diferencia de que los "procesos mentales" se convierten en conductas. Pero, al igual que los asociacionistas, explicaban estas con­ductas por una historia anterior de premios y castigos.
"La demostración -escribe Bradley- de que la conducta infantil se podía moldear por la experiencia de un modo sencillo y radical, proporcionaba una parábola muy clara de las modificaciones radicales en la sociedad que creían posibles como resulta­do de cambios educativos diseñados científicamente..." (12)
Los estados de la infancia y sus transformaciones recapitulan la historia de la hu­manidad y también alegorizan la sociedad.


Del juego al lenguaje

La primera infancia ilustraba, para los asociaciónistas, la certeza de que en la con­ciencia se producían conexiones que eran consecuencia de cosas que ocurrían simul­táneamente, en el tiempo y en el espacio. Sus campañas de reforma social eran una extensión, mediante la educación, de este aserto.
Los conductistas se valieron de observaciones de la primera infancia para postular el aprendizaje como el factor decisivo en la constitución del carácter adulto.
Conducta verbal, de Skinner, propone que el lenguaje es un producto que muestra como puede moldearse la conducta mediante premios y castigos. La conducta verbal se logra "a través de la mediación de las necesidades de otras personas".
La recensión de Chomsky al libro de Skinner es terminante: "Lo que se esperaba del psicólogo era alguna indicación sobre cómo se puede explicar o clarificar en tér­minos de las nociones desarrolladas por la experimentación y observación cuidadosas, la descripción superficial e informal del comportamiento diario propio del lenguaje coloquial, o quizás reemplazarla en términos de un esquema mejor. Una simple revi­sión terminológica, en la que un término tomado del laboratorio se usa con la total va­guedad del lenguaje corriente, no tiene ningún interés".
El retorno de la discusión al campo del lenguaje propone refutaciones en la psico­logía: 1. No se puede entender algo de los niños mediante la observación de sus con­ductas, sin recurrir a sus propias experiencias, sin valerse del lenguaje en que modalizan sus respuestas. 2. Esto implica dejar de lado el lenguaje como "instrumento" y privilegiar lo que revela del ser que habla. 3. Abandonar la pretensión de que ciertas conductas, como la mirada o el llanto, tienen un valor aislable de la enunciación subjetiva en que se insertan. 4. Abandonar la creencia de que podemos entender, me­diante algún mecanismo cerebral o mediante cualquier tipo de empatía. 5. Atender al hecho de que los "relatos" sobre la infancia tienen la impronta de las circunstancias históricas de quienes los realizan (de Darwin a Chomsky, pasando por Piaget, los in­vestigadores se valieron de sus hijos para extraer conclusiones).
La dimensión del parlétre -del ser que es porque habla- introduce lo que el poeta Oliverio Girondo dijo en una palabra inventada con el cambio de una sola letra: la go­ciferación.*
Esa gociferación determina que la evaluación "empírica" de la infancia lleve la marca ética que no puede borrar el método (diferentes técnicas producen diferentes descubrimientos). Las consecuencias políticas -reducción de la diversidad de niños a una infancia- son inmediatas y repercuten en el ámbito jurídico y social. Por algo se compara el trabajo de los psicólogos -dejo de lado al psicoanálisis, desde el que ha­blo- con el de los abogados. El psicólogo argumenta con una infancia que ha sido in­ventada como un recurso retórico; no siempre en atención del deseo del niño que qui­siera superar esa etapa de su vida, que imagina ser grande, que tiene terrores noctur­nos y se angustia con fantasías que no controla. (Ben S. Bradley, idem)


Infierno y/o paraíso

La infancia con sus rasgos infernales y su reverso paradisíaco no "traduce" la ex­periencia de los niños, sino el recurso adulto al pasado histórico y personal. El psi­coanálisis, en su recurrir a la
infancia, ha vuelto a dar fuerza a figuras de siglos, mediante la estrategia del simbolismo -incluso, en la misma discusión sobre el concepto de símbolo. El paraíso originario de Freud, el infierno primario de M. Klein, la oscilación entre uno y otro (cuerpo despedazado/júbilo) del espejo de Lacan, organizan esa persistencia.
La reversión del tiempo, típica de los cuentos de hadas, se encuentra en la versión común de "regresión". El tiempo irreversible de cualquier relato adquiere el nombre de "castración", etcétera.
Una niñez sin infancia es el fin de esos topoi, pero -como aquel hombre que no tu­vo infancia de la historieta- puede ser el comienzo de un nuevo saber, de un nuevo amor con otros recursos.
Esta ausencia de infancia, de neurosis infantil en el adulto, se anuncia en los rela­tos de algunos psicóticos, que van del presente absoluto de la certeza al presagio de una destrucción futura, donde el adulto hegeliano parece dejar atrás la infancia griega de Heidegger y la adolescencia reflexiva de Descartes. Pero una niñez sin infancia podrá inventar recursos que ahora no imaginamos.
El hombre sin infancia tampoco es adulto.
«El valor científico de la observación de los bebés es retórico. Permite a los científicos sa­car conclusiones que no serían capaces de sacar de otra manera». Ben S. Bradley. 1989.



Germán García


REFERENCIAS

(1) M. Heidegger, Seminario de Thor, Ed. Alción, Córdoba (Argentina) 1995.
(2) Uta Frith, Autismo Ed. Alianza, Madrid (1991/1999)
(3) Frances A. Yates, El arte de la memoria, Ed. Taurus, Madrid, 1974
(4) S. Freud: “La investigación sexual infantil”, “Los recuerdos encubridores”, “La novela familiar del neurótico” O.C. Ed. Amorrortu, Bs. As., VVEE.
(5) S. Freud: “El poeta y la fantasía”, idem
(6) J. Lacan: Escrits (diversos comentarios)
(7) R. Callois, Théorie des jeux, Gallimard, París, 1958
(8) M. Klein “La importancia en la formación de símbolos en el desarrollo del yo (1930)” O.C. T 1, Ed. Paidós, Bs. As., 1996
(9) P- Laurent Assoun, Littérature et psychanalyse, Ed. Ellipses, París, 1996
(10) J- F. Lyotard, Lecturas de infancia, Ed. Eudeba, Bs. As., 1997
(11) Charles Darwin, Ensayo sobre el instinto (incluye “Apuntes biográficos de un niño”) Ed. Tecnos, Madrid, 1983
(12) Ben S. Bradley, Concepciones de la infancia, Ed. Alianza, 1992
* Condensa goce y vociferación.

1 comentario:

Caroline Newton dijo...

En febrero, de paso por Buenos Aires, encuentro en Avenida de Mayo en una librería de usados, un libro que Germán García me había recomendado hace un tiempo. Se trata de una biografía sobre William Shakespeare, escrita por Anthony Burgess, el autor de la Naranja mecánica. Allí el escritor refiriéndose a la infancia en la época isabelina, describe algunas cuestiones que están en resonancia con este artículo de G.García. Leemos entonces: “Entre los educadores isabelinos se reconocía generalmente la necesidad de imbuir conocimientos a los niños, en ocasiones a palos. Aún faltaban dos siglos para que la opinión romántica sobre la infancia, creación de hombres como Wordsworth y Rousseau, pasara a ser algo corriente y se considerara a los niños depositarios de la sabiduría divina. Wordsworth contemplaba con respeto el aura del conocimiento prenatal que fulgía en torno a los bebés, a quienes llamaba “los mejores filósofos”. A continuación Burgess explica que los padres de esa época podían ser tiernos con sus hijos pero no sentimentales y querían que estos cuanto antes se hicieran adultos, incluso los vestían como tales.Es bastante reciente la idea de que los niños deben llevar ropas de niños. La necesidad urgente de que los niños se conviertan en adultos no dejaba tampoco tiempo para juegos. El párrafo sigue, pueden leerlo, pero me interesa subrayar que al “recurrir a la infancia” debiéramos informarnos respecto de qué quiere decir “ser niño” en cada contexto histórico.