La Bruma y la Tatachiná: Un comentario en torno al documental de Enrique Acuña



“La bruma - Tatachiná”.



Forzando las palabras de un ilustre antropólogo podría sugerirse que en nuestra precaria aldea occidental el cine es tan bueno para mirar como para pensar. Y más aun, para hacernos pensar en la mirada. Cuando un documental aborda el conflicto intercultural y elige como título “La Bruma” parece apuntar en esa dirección. Por lo menos a mí, el documental de Enrique Acuña, me hizo pensar en ese sentido.

La bruma puede ser un buen ejercicio para la mirada. Me refiero a observar ese manto con que la naturaleza muestra que por momentos puede ocultar el mundo. Sin embargo, en la tradición occidental esta experiencia no ha sido bien recibida. La bruma es confundida con la niebla y ésta, frecuentemente, con las tinieblas. El film “El muelle de las brumas” (1938), de Marcel Carné, comienza con un soldado desertor del ejército francés (Jean Gabín) que transita por un brumoso camino y aborda un camión ocasional:
- Camionero: ¡Qué niebla!
- Soldado: Estoy acostumbrado, he estado en Tonkín. ¿Comprendes?
- Camionero: ¿Bromeas? No hay niebla en Tonkín.- Soldado: ¿Que no hay? claro que sí. Aquí dentro. (Se toca la frente).

Entre otras buenas películas brumosas se encuentra “Noche y Niebla” (1955). El nombre de ese film en el que Alain Resnais mostró la maquinaria de muerte de los campos de concentración, evoca el eufemismo dado al decreto nazi que legalizó la forma de secuestro nocturno.

Habría que mencionar a los cuadros sobre los que cayeron las nubes románticas para dar con el comienzo decisivo de esa forma de contemplación ante la niebla, preocupada y de siniestra sospecha, mezcla de nostalgia y angustia. William Turner, y sobre todo Caspar Fiedrich (ese “Caminante sobre el mar de niebla”) es en extremo pedagógico, no se limita a pintar la niebla sino su misma contemplación. En sus pinturas se repiten las figuras que miran el paisaje hundido en la bruma. Esas figuras están de espaldas y no sabemos quienes son. No interesa quienes son, aunque sí su separación del paisaje. Se trata, en fin, de una curiosidad metafísica. Y la niebla es esa distancia entre el viajero y su entorno que, al ocultar, produce esa curiosidad.

Me corrijo. El nombre completo del documental de Enrique Acuña no es “La bruma” sino “La bruma –Tatachiná”. La bruma a la que se refiere no es la misma a la que hicimos mención y con la que estamos más familiarizados. Se trata de una bruma guaraní que cubre buena parte del noreste argentino y sureste de Bolivia, Paraguay y Brasil.

No tengo conocimientos profundos sobre la cultura guaraní, pero me animaré con un comentario. A partir de alguno de los testimonios del documental es posible inferir algo del carácter de la Tatachiná. El término denomina tanto a la bruma primordial del relato de origen como al humo sanador de la pipa chamánica. La Tatachiná, no es algo distante como la naturaleza en la pintura romántica, no es objeto de contemplación. Está allí, en la sociedad y, manipulada por la palabra de los hombres, puede curar (los hombres son los “dueños de la bruma” afirma un testimonio de el documental).

El contraste tal vez pueda verse también en la pintura tradicional de China y Japón donde las nubes no invaden la tierra sino que son parte del entorno y hasta como su propio sustento. No suspenden el mundo, lo confirman. La Tatachiná no fue hecha para ser contemplada sino para mostrar, para ser pensada. Mejor dicho, para que la sociedad se piense a sí misma.

En este sentido el cine (y ahora también el video) que se detiene en los pueblos indígenas tiene el problema del encuentro entre la mirada propia de aquella antigua y pesada Bruma con la in-visible y contemporánea Tatachina. Esta vive en la palabra sonora y en el acto ritual y en ellos se trasmite. El problema consiste en que el video (o el cine) es una forma de transmisión diferente y, podríamos decir, acostumbrada a transmitir la otra Bruma.

La escena que más me gusta del documental de Acuña es la que corresponde al testimonio de Isabel Benítez, cacique de la comunidad Tarumá Poty. Ella denuncia el despojo sufrido por la dominación de “los blancos” y afirma el derecho de los mbya a poseer sus tierras. El énfasis de sus palabras crece a medida que se desplaza frente a la cámara. Cuanto más contundente su testimonio, más enérgicos sus movimientos. Sus desplazamientos fuerzan la pericia del camarógrafo que debe seguirla con paneos de un extremo al otro. El cuerpo de la cacique llega a salirse del encuadre. La acción cinematográfica obedece, por un momento, a la tradición oral y no a la inversa. Precisamente de dominación está hablando Isabel Benítez.

El caso me hizo recordar el comentario de una maestra intercultural bilingüe wichí del Departamento de Ramón Lista (Formosa) que escuché hace unos años. Mientras me mostraba sus dibujos en un flamante manual en lengua wichí en los que había participado como maestra y miembro de su comunidad, Laureana Vega se detuvo en el dibujo de la aparición de Y’uiñchä que había incluido en ese libro. El ser mitológico aparecía desde adentro de la tierra cuando antiguamente los chamanes lo invocaban para curar a algún enfermo. Lo que antes fue un rito de curación ahora era un relato escolar para niños. Sin embargo, Laureana dibujó a Y’uiñchä de espalda porque “nadie se anima ver como aparece”.

Finalmente creo con “La Bruma –Tatachiná-” Enrique Acuña acertó en el nombre de su documental, pero no porque un término sea solo la traducción del otro (¿son traducibles?) sino porque en el video las dos brumas muestran el conflicto intercultural.



Carlos Masotta.

Carlos Masotta, Enrique Acuña y Guillermo Wilde -Casa de la Cultura, Pilar




Fuente: www.labrumatatachina.blogspot.com





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