El buen dios habita en el detalle.
A. W.
Nuestro punto de partida, dos
nombres: Aby Warburg y Germán García.
El súbito y acaso inesperado
encuentro de estos nombres, además de prometer la felicidad de verdades
inexploradas, suscita en mí tres preguntas elementales. Quisiera iniciar esta
conversación, entonces, planteando esas tres preguntas. Lejos de pretender
responderlas, quisiera apenas explicitarlas y sugerir su pertinencia y
legitimidad para interrogar ese intervalo entre dos nombres, entre dos épocas, entre
dos culturas. Temática por cierto no ajena al corazón de intereses de Warburg,
para quien el pensamiento mismo es un intervalo, es la conquista de una distancia
y el habitar zonas intermedias o transicionales. La propia imagen, el propio
símbolo, es “Zwischenraum”, entrelugar que abre a la experiencia del pensar,
“Denkraum” que Warburg nunca cesó de buscar y propiciar en su diversidad de
formas, materialidades y sobrevivencias.
I.
Tres preguntas, entonces, que
serán a la vez tres intervalos, tres umbrales que habremos de sostener. Antes
que nada, ¿por qué Warburg?, ¿por qué y cómo Warburg hoy? Por supuesto que este
tipo de pregunta es siempre tramposa, pero a la vez nunca puede dejar de
plantearse. Engaña en cuanto promueve la jactancia del presente de arrojarse al
impulso autocomplaciente de buscar “lo vivo y lo muerto” de un autor del
pasado, en una linealidad evolutiva que repugnaría tanto a Warburg como al
psicoanálisis. Pero sin embargo ha de plantearse siempre otra vez, pues abre la
inquietud por el tipo de temporalidad involucrada en el acto de transmisión
cultural, por el modo de experiencia que nombramos con la palabra tradición. En
ese sentido, por qué Warburg hoy
implica preguntarnos no tanto por el modo en que el hoy piensa a Warburg, sino
más radical y warburguianamente, por el modo en que Warburg piensa el hoy.
Un nombre mágico conecta nuestro
interrogante con uno de los hitos más álgidos del itinerario intelectual de
Warburg: Mnemosyne, el título de su
último y más ambicioso proyecto, naturalmente inconcluso, a saber, el programa
de un muy amplio repertorio de imágenes –no sólo artísticas– que plasmara, en
la larga duración, el proceso histórico-natural de transmisión de las
configuraciones fundamentales del pathos
en occidente.[2] Mnemosyne, diosa de la memoria y madre
de las musas, tiene mucho para decirnos sobre la “actualidad” de Warburg, pues
ella es la clave de la noción warburguiana de “actualidad”: una experiencia pática y corporal de la estratificación
del tiempo, del despliegue diacrónico de sus sedimentaciones emotivas, y de las
polaridades psíquicas que descoyuntan toda pretendida coincidencia del ahora
consigo mismo. La “actualidad” de Warburg se cifra, pues, en su manera singular
de pensar, en tanto Mnemosyne, el
enlace entre temporalidad e imagen, entre memoria y fórmula gestual, entre la
vida turbulenta de las emociones y las formas que garantizan su encauce y transmisión
histórica.
Mnemosyne, entonces, nunca es sólo memoria, sino siempre memoria e imagen. Lo cual, por cierto,
complica las nociones convencionales tanto de la memoria cuanto de la imagen, al
contaminarlas entre sí. De allí la indisoluble solidaridad de los dos conceptos
estructurales del proyecto warburguiano: sobrevivencia
o vuelta a la vida (Nachleben) y fórmula del pathos (Pathosformel).
Mnemosyne es la odisea de la sobrevivencia de las fórmulas del pathos. Bajo la figura de
la sobrevivencia, la temporalidad se
sustrae a toda lógica lineal o acumulativa y se abre al ritmo sincopado de una
historicidad sin historicismo. Sabemos que la sobrevivencia fundamental para Warburg es el Nachleben der Antike, esto es, el renacimiento del paganismo en los
orígenes de la modernidad. Sin embargo, esto no reduce a Warburg a un objeto de
interés erudito para los estudiosos del Renacimiento, sino que lo constituye en
una piedra fundamental para toda arqueología
de la modernidad en cuanto tal. La temporalidad es retroactiva, y la cesura
que abre lo moderno, esto es, el Renacimiento, oficia de fenómeno originario de esa experiencia fundadora de lo humano, la
anacronía como Denkraum. Esto es
clave para entender la potencia de Warburg más allá de los estudios históricos especializados
sobre la modernidad temprana. El propio Warburg se permitió trazar, por
ejemplo, la sobrevivencia de una de
sus más recordadas fórmulas del pathos, la de la “ninfa”, desde sus
figuraciones clásicas, pasando por supuesto por su renacer en los albores de la
modernidad burguesa, pero llegando, sin prejuicios, hasta las imágenes
publicitarias del siglo XX. El problema de una mitología moderna nunca fue
ajeno al sabio de Hamburgo, y para él el Renacimiento no fue el lugar de un
tránsito logrado de magia a ciencia, sino el momento en que se instaura una polaridad entre ambas que va a atravesar
lo moderno hasta nuestros días.
Del mismo modo, bajo la figura de
las Pathosformeln, las fórmulas del
pathos, la imagen rompe su hechizo especular y se polariza en un campo de
tensiones que la convierte en un poderoso transmisor de emociones
fundamentales. En Warburg las imágenes son no tanto aspecto, forma y éidolon, sino más bien fuerza, polaridad y médium. Son
transmisores energéticos sobrecargados, como la famosa serpiente-rayo que
estudiara en su conferencia sobre los indios Pueblo.[3]
Son peligrosas y gozosas, son fiestas simbólicas en las que se abre la
posibilidad de lo humano. Nunca estáticas ni planas, sino siempre dinámicas y
dialécticas. La imagen no descansa, es partición originaria,
dionisíaco-apolínea, en pathos y forma, nunca es una, siempre al menos
dos, y, del mismo modo, la conservación y transmisión de las imágenes no conlleva
nunca su fijación en la forma, sino su mutación en la vida. Toda teoría de la
imagen será una teoría de la ambivalencia.
Como puede verse, ligar el nombre
de Warburg y su actualidad al magro rótulo del “giro icónico” en los “estudios
visuales” ofendería su memoria. La actualidad de Warburg se liga a la necesidad
hoy acuciante de resistir la compartimentalización definitiva de los saberes,
cuyo último espejismo se llamó, precisamente, interdisciplinariedad. Mnemosyne nos habla de una práctica
científica de una inactualidad cada vez más radical, en la que historia,
psicología, antropología, filosofía, estética, mitología son convocadas no para
que cada una aporte lo suyo en un parlamentarismo del saber, sino para suspenderse
a sí mismas y abrirse a esa “ciencia sin
nombre”[4]
que circula entre ellas. Warburg practicaba la ciencia al modo de un gran
señor, decía Walter Benjamin, quien ya en su tiempo evocaba las figuras
señoriales del saber con la nostalgia de lo caduco. “La actividad de estos
espíritus, que siempre ofrece algún aspecto «diletante», gusta de ejercitarse
en los territorios limítrofes de distintas ciencias, soliendo estar exenta de
toda obligación profesional.”[5]
Nuevamente el límite, el intervalo, como Denkraum,
el umbral como lugar del pensamiento. Aunque el modo “gran señor” nos sea acaso
ya definitivamente ajeno, no lo es la exigencia “diletante” de habitar los
límites. La vaguedad y corrección política de la denominada “interdisciplinariedad”
no suspende ni las divisiones ni las jerarquías del sistema universitario, sino
que oficia de pacto de convivencia entre disciplinas que necesitan “giros”
periódicos que renueven la oferta académica del momento y segmenten el mercado
de modo cada vez más diferenciado en departamentos de “studies” cada vez más específicos. Contra eso nos permite pensar
Warburg. Contra el olvido de la
imposibilidad de una ciencia del hombre. Sólo la tensión radical que en
Warburg significó sostener la exigencia de una ciencia sin nombre nos abre al espacio irreductible del pensar.[6]
II.
Mi segunda pregunta es la que
preside esta reunión, de manera que será abordada en el resto de mesa, pero no
podría dejar de apuntarla: ¿por qué y cómo Warburg y el psicoanálisis? Y
también: ¿qué entre Warburg y el
psicoanálisis?, ¿entre psicoanálisis
y “psicohistoria”? Por mi parte, me limito a introducir un nombre que para
muchos, o para mí al menos, ha significado no sólo la posibilidad de meditar
sobre esta relación, sino sobre todo inscribir la figura de Warburg y su
afinidad con el psicoanálisis en una constelación intelectual muy expandida y
en un proyecto intelectual muy potente y ambicioso. Me refiero, por supuesto, a
Georges Didi-Huberman. Su proyecto intelectual, aún en curso, tiene en la convergencia
entre Warburg y el psicoanálisis, y en
particular, entre Warburg y Freud, nada menos que su piedra angular. La
compatibilidad y complementariedad entre ambos es enfáticamente sostenida por
Didi-Huberman. Por mi parte, me limitaré a indicarla partiendo de los dos
conceptos centrales ya señalados. El Nachleben
como máquina de diferimiento y temporalidad anacrónica guarda afinidades
estructurales con la Nachträglichkeit
(“retroactividad” o “acción diferida”) de Freud y su singular modo de concebir
la causalidad anacrónica y diferida del aparato psíquico. Del mismo modo, el Pathosformel remite a la manifestación
del síntoma, formación de compromiso
que lleva la imagen escrita dentro suyo (“Kompromissbildung”). Como síntoma, la imagen es huella de conflictos
fundamentales, expresando siempre emociones polares,
tal como lo estudió Didi-Huberman, desde su primer libro, en relación a las
fotografías de las histéricas de la Salpêtrière[7]
(mostrando, de paso, el lugar de la imagen en los orígenes del psicoanálisis). Y
así como los conceptos de Nachleben y
Pathosformel mostraban una
indisoluble copertenencia, ustedes conocen mejor que yo la íntima relación
entre síntoma y retroactividad, entre compromiso y retorno. De este modo, Didi-Huberman
enlaza en su programa el estudio convergente del inconsciente del tiempo y del inconsciente
de la imagen en la dirección de una muy ambiciosa teoría de la cultura
entendida como el estudio de la transmisión y resignificación, en
poderosas configuraciones simbólicas, del pathos histórico-social que determina
la acción humana, algo que a mí me gusta enunciar como una teoría política de la imaginación colectiva
de pregnante actualidad.
Al hacer esto, Didi-Huberman
inscribe un doble deslizamiento: por un lado, sustrae a Warburg del reducto neokantiano
de la historia del arte iluminista y de la inconología humanista, dando lugar a
una nueva fase de lectura ampliada (preparada por ciertas intervenciones de Giorgio
Agamben) que excede al Warburg de Erwin Panofsky y de Ernst Gombrich situándolo
ya no en los estrechos marcos de “la historia del arte en cuanto disciplina
humanística”[8], sino
más allá de todo humanismo y más acá de toda disciplina. Pero por otro lado, obliga
al psicoanálisis a salirse de sus límites, y claramente de los límites de la clínica,
para abrirse con decisión a esa fértil zona que suele ser delimitada bajo el
lema de “el psicoanálisis y la cultura” (aquella zona en que, precisamente,
Germán García nos acostumbró a habitar). De este modo, como arqueólogos de lo
moderno y sus malestares, Warburg y Freud son inscriptos por Didi-Huberman en
una heteróclita saga que por fuera de toda capilla convoca a teóricos y
artistas que desde las vanguardias históricas hasta nuestros días pensaron el
curso anacrónico de la producción histórica de símbolos. Didi-Huberman está
inventando esta tradición invisible. Warburg hablaba de su ciencia sin nombre
como de una “historia de fantasmas para adultos”; Freud se refería al
psicoanálisis como un “cuento de hadas científico”; de modo análogo, un
heredero de ambos, Walter Benjamin, habló de su proyecto como de un “cuento de
hadas dialéctico”. Nombres imposibles para una tarea del pensar de una
actualidad irreductible.
III.
Mi tercera y última pregunta
dice: ¿por qué y cómo Warburg en Argentina? Figurarse en estas pampas esa
cadencia señorial en el trato con el saber, el refinamiento de la más alta
escuela de historiadores del arte del siglo XX, o incluso sólo pensar en los
repositorios de imágenes, en las efectivas condiciones materiales necesarias
para que un proyecto como el Atlas
Mnemosyne sea siquiera imaginable, todo ello parece inclinarnos a no
esperar demasiado de esta tercera pregunta. Y sin embargo…
Y sin embargo debe decirse que la
tradición warburguiana ha sido en Argentina consistente, tenaz y proliferante.
También aquí hay un nombre mágico que debe ser ahora convocado: el de José
Emilio Burucúa. Mucho antes de que Didi-Huberman y los cárteles editoriales nos
invitaran a volver nuestra mirada sobre Warburg, Burucúa y el Centro Editor de
América Latina publicaban, en 1992, una de las más tempranas compilaciones de
trabajos de Warburg y de su escuela en lengua no germana.[9]
Ya desde entonces, Burucúa supo combinar no sólo la exposición de la teoría de
la imagen de Warburg con la concreta puesta en juego de sus conceptualizaciones
(aquí resulta emblemática su lectura de la “silueta” como Pathosformel del desaparecido en nuestro país[10])
sino además también con la reconstrucción de los avatares de esta escuela en
nuestro país. De modo que en aquella precursora antología figuraba ya, junto a trabajos
de Warburg, Gombrich o de la venerable Frances Yates, un ensayo del argentino
Héctor Ciocchini. Ciocchini fue un platense que trabajó muchos años en el
Instituto Warburg de Londres, desde comienzos de los años 60, fue incluso amigo
personal de Dame Yates, y fue
asimismo fundador del Instituto de Humanidades de la Universidad Nacional del
Sur junto a Vicente Fatone. Burucúa destaca su figura y la del círculo de sus
maestros: el mismo Fatone, Arturo Marasso y Ezequiel Martínez Estrada, como la
primera constelación warburguiana en nuestro país.
Más allá de Ciocchini y sus
eruditos trabajos (que muchos de nosotros no conocimos sino gracias a Burucúa),
o de Fatone, cuyo interés por oriente y el ocultismo explicaba la posible
afinidad, confieso que la primera vez que leí esta asociación entre Warburg y
Martínez Estrada no pude evitar esbozar una sonrisa involuntaria y, por
supuesto, torpe. Pues, después de todo, ¿quién si no Martínez Estada había
estudiado las fórmulas del pathos
argentinas? ¿Quién más que él se había mantenido atento al curso anacronizante
de una historia que siempre va a destiempo, y a la vivencia dramática del Nachleben de lo arcaico? ¿Cómo olvidar
fórmulas del pathos argentino develadas en Radiografía
de la pampa, como aquella del cuchillo, tan polar en su sentido de amenaza
y salvación como la famosa serpiente estudiada por Warburg? ¿Quién supo mostrar
y estudiar como nuestro bahiense la mitología
moderna alojada en las configuraciones de nuestra vida nacional? Y sobre
todo, ¿quién si no Martínez Estrada pensó las constantes de nuestra historia no
como esencias identitarias arquetípicas, sino como polaridades históricas irreductibles?[11]
Pero a la vez decir Martínez Estrada es evocar el conjunto de la tradición
ensayística argentina, de la cual García es ejemplo eminente. Y este encuentro impensado
entre dos tradiciones venerables: la de la Psychohistorik
warburguiana y la del ensayismo nacional, puede mostrarnos tanto la pertinencia
de Warburg para nuestros debates cuanto ofrecer nuevos bríos y desafíos a esta
vieja tradición de “diletantes” fronterizos. Warburg, a través de Ciocchini,
nos invita a evitar la reducción usual de la tradición ensayística a una suerte
de maquillaje literario de la ignorancia sociológica y el pesimismo histórico,
y pensarla más bien como una modulación de su propia “historia de fantasmas
para adultos”. ¿No es eso el ensayo después de todo, una conjuración
escrituraria de fantasmas de la vida colectiva?
Claro que Martínez Estrada
también tuvo su maestro, gran conjurador de fantasmas, y no es un azar que Martínez
Estrada lo llamara “constructor de imágenes”. Por supuesto, sugerir que
Sarmiento fue nuestro primer warburguiano sería, además de un descabellado anacronismo,
una hipérbole intolerable. Pero ¿cuánto de la “sombra terrible” por él evocada
no era un fantasma warburguiano, una Nachleben
de nuestra propia antigüedad, lugar en el que nos reconocemos y desconocemos
aún hoy, como primera y rutilante fórmula
del pathos de estas pampas, esfinge de la nación?
Y si ustedes consideran que estos apuntes comienzan ya a declinar
por el cauce complaciente de lo antojadizo y temerario, evalúen entonces esta
última reflexión que les dejo, ya no de este ocasional comentador, sino de nuestro Warburg, esto es, de José Emilio
Burucúa.
Como ya se mencionó, una de las más famosas fórmulas del
pathos estudiadas por Warburg es sin dudas la de la Ninfa. Se la registra en
los comienzos de la cultura griega y permanece, con mayor o menor visibilidad,
a lo largo de toda la tradición occidental, como representación del poder de la
vida y del movimiento. En la Edad Media sin embargo se oculta pero vuelve a
estallar en el Renacimiento, convirtiéndose en la imagen más rescatada del
paganismo antiguo. La lectura warburguiana de Botticelli, su primer trabajo
publicado,[12] sitúa precisamente a la
ninfa como uno de los medios clave de transmisión de la antigüedad, de vuelta a
la vida del paganismo. Y bien, Burucúa sostiene que los argentinos tenemos nuestra propia Ninfa: “Con el cabello suelto
y el rostro entre sereno y exultante, es la imagen de Eva Perón ‘vuelta a la
vida’ [Nachleben] por los movimientos
juveniles en la década del setenta. Esa imagen de Eva no había tenido una gran
circulación durante los años del primer peronismo y luego del derrocamiento de
Perón, ni qué decir. Sin embargo, es una imagen deslumbrante que surge resignificada
décadas más tarde”.[13] Transmisión y resignificación, en poderosas
configuraciones simbólicas, del pathos histórico-social que determina la acción
humana: ese es el horizonte fundamental que inquieta a Warburg y sus
seguidores.
Así,
entre la sombra terrible de Facundo y
la ninfa montonera, pasando por las
radiografías del ensayismo nacional, la fortuna de Aby Warburg en estas pampas
seguramente guarda aún más de una sorpresa.
Para
mí, la noticia del interés de Germán García por el ilustre hamburgués fue la
última y más feliz de ellas.
Muchas
gracias.
[1] Intervención leída en la mesa “Aby Warburg y el
psicoanálisis”, que tuviera lugar el 16 de agosto de 2014 en el marco de las
actividades por la entrega del título de Doctor Honoris Causa de la Universidad
Nacional de Córdoba a Germán García. La mesa contó, además, con la
participación del propio Germán García, de César Mazza y de Aarón Saal.
[2] Warburg, Aby, Atlas
Mnemosyne, Madrid, Akal, 2010.
[3] Warburg, Aby, El
ritual de la serpiente, México, Sexto Piso, 2004.
[4] Véase Agamben, Giorgio, “Aby Warburg y la ciencia sin
nombre”, en id., La potencia del
pensamiento, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007.
[5] Benjamin, Walter, “Johann Jakob Bachofen”, en id., Obras II,1, Madrid, Abada, 2010, p. 228.
[6] Este sería el lugar indicado para desarrollar el
necesario deslinde de la singularidad de Warburg respecto a los “estudios sobre
memoria” contemporáneos y, más polémicamente, a la noción sociológica de
“memoria colectiva” de Maurice Halbwachs y la escuela durkheimiana,
contemporánea a Warburg, y que tanto éxito ha tenido en nuestro presente.
[7] Didi-Huberman, Georges, La invención de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de La
Salpêtrière, Madrid, Cátedra, 2007.
[8] Como reza el título de un famoso y programático ensayo
de Panofsky de 1940 (incluido en Panofsky, Erwin, El significado de las artes visuales, Madrid, Alianza, 1979).
[9] Burucúa, José Emilio (ed.), Historia de las imágenes e historia de las ideas. La escuela de Aby
Warburg, Buenos Aires, CEAL, 1992. Véase también Burucúa, J. E., Historia, arte y cultura. De Aby Warburg a
Carlo Ginzburg, Buenos Aires, FCE, 2003.
[10] Véase Burucúa, José Emilio y Kwiatkowsky, Nicolás,
“Elpénor, el peregrino de Emaús y el desaparecido”, en Boletín de estética, año VIII, junio de 2012, n° 20.
[11] Dice Ciocchini: “Lo importante de nuestro país, para
Martínez Estrada, era su mito. La realidad objetiva transcurre como el desgaste
de los objetos; pero lo que transita en el interior de los hombres es lo que
crea un hábitat, un estado que aspira a lo eterno. El error fue ver en Martínez
Estrada a un sociólogo y hasta a un profeta. Era un artista que en la deleznable
y trágica realidad interior de “nuestras” preferencias halló un denominador
mítico. […] Su biografía está más cerca de su mito. Mito y biografía no pueden
prescindir del fervor y el entusiasmo. La imaginación los descubr, no la
degradada realidad de los hechos. […] así [Martínez Estrada] interpretó a
Dante, a Giordano Bruno, a Campanella, a Heine. Criatura trágica que respiró la
sagrada polaridad y la polisemia de los mitos.” (cit. en Burucúa, J. E., Historia, arte y cultura, op. cit., p.
105).
[12] Me refiero a Warburg, Aby, “El Nacimiento de Venus y la Primavera
de Sandro Botticelli” (1893), incluido en id., El renacimiento del paganismo, Madrid, Alianza, 2005.
[13] En la entrevista concedida al suplemento Radar de Página/12 (“El señor de las imágenes”, 9 de noviembre de 2003), en
ocasión de la publicación de su ya citado Historia,
arte y cultura.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario