Música para la desolación *.

El pensamiento no es un imperio en el imperio
de la lengua, sino el avance que el lenguaje
adquiere para sí mismo: lenguaje posible.
Pierre Alféri



I

Eduardo Silveyra encontró en el jazz una música para la desolación que atraviesa este libro, del que poco se puede entender sin llegar el final, después de atravesar sus diversas configuraciones marcadas por las exigencias de los personajes, los paisajes urbanos y las vibraciones del amor, el deseo y la violencia.
Para el narrador, que no se lleva por delante a los diversos personajes que forman la trama de su vida, se trata del relato de una iniciación con sus pérdidas y sus hallazgos: “Los lazos montevideanos se deshacían y con los restos creaba los que me atarían a ese Buenos Aires psico, a ese Buenos Aires trasatlántico, ahora soy de aquí, pero en aquel lugar, en esa otra ciudad que mira al río como si buscara una verdad, siempre alguien me espera”.
La novela que comienza con el doctor Segovia despliega una serie de personajes femeninos que, a partir del nombre propio, son llamados con variadas aliteraciones que trasmiten los estados en que se encuentra el narrador. Esos nombres varían algunas veces de manera despectiva, otras de forma erótica: “Si sé que esas presencias pendulares, crean un lenguaje cargado de signos, con los cuales se emprende una leyenda. Soy lo que me escribo. Eran piernas de mujer de tango...el amor...los besos de una puta...le hubiera gustado verla correr contra el viento...”
Soy lo que escribo; llamo la atención sobre el reflexivo porque al escribir a los otros el narrador se escribe una leyenda que incluye una generación, porque los signos de ese lenguaje están entretejidos con acontecimientos políticos, con expectativas que llevaron a callejones sin salidas, con maneras de amar donde la satisfacción de cualquier deseo parecía conducir a la desolación de los cuerpos: “Recuerdo para recordar. Con esa fórmula Segovia establecía sus leyes con la melancolía”.
El tono lírico que predomina en algunos momentos está atravesado por una intriga precisa, que conduce los hilos entre los encuentros azarosos y el erotismo; algunas veces festivo y otras veces sórdido.
En pocas palabras el narrador define el nudo que presenta: “La violencia es un estallido erótico, más allá de qué causas la provoquen. Soy de una generación erótica, que como era previsible, sucumbió ante Tánatos. Eso es lo que me posibilitó, en algún momento de mi vida, usar mi cuerpo como un arma y a veces como una tumba”.
El final de la frase muestra tanto la precisión como la economía que, en más de un momento, encuentra la novela: “Y los demasiados recuerdos de la noche... ese fragmento de historia en la memoria...fuimos a tirar unos cócteles... es sólo la imaginación que rescata del olvido...entre otros el buen hombre Molotov...íbamos en una moto...el conducía...yo iba atrás...en una mochila llevaba las botellas...la primer acción... y aún no tenía 17 años...la revolución no tiene edad... la muerte no tiene edad...”.
Este fraseo, que saluda de paso a Celine, contrasta con el fraseo sin puntuación que evoca a Molly Bloom, cuando el narrador llega tarde a una cita política y ve como la policía detiene a LaRubiecita – escrita así. Como en otro lugar leemos: Griselda-Grisucha-Grisina, después de una alusión como al descuido a La caza del Snark de L. Carrol. Con esto quiero llamar la atención sobre los diversos tonos que pone en juego una novela con fondo musical; que recurre al jazz como Julio Cortazar o Néstor Sánchez en Siberia Blues.
Estos tonos se alternan con frecuentes y variados diálogos que cumplen la función de improvisación entre los momentos más concentrados y densos de la narración: “7.65.45, 38 largo y corto. La numeración de los calibres tiene un algo atrayente. Entre esos números y la muerte se establece una poética que se podría explicar con una aritmética de la muerte. Una poesía matemática difícil de entender”. La frase siguiente dice que quizá no deba explicarse: “No me importaba la muerte porque el camino era de una erótica casi suprema, que por momentos adquiría la sustancia de una obra de arte. Una obra hecha con la misma vida”.
La estetización de la muerte ha querido ser identificada con una ideología política. Pero, como dice Boris Groys, cuando se usa la palabra “ideología” es porque se ha renunciado a entender. En esta novela la belleza tiene una función vinculante, en particular la belleza de las mujeres. Y más, ciertos detalles de esa belleza que el lector encontrará en diversas situaciones. Porque el cuerpo que puede ser arma y tumba, es también el refugio del placer y las paradojas del goce: “El clima oscila entre mariconadas Zeta, hippismo Malu la rubia y la lucha armada Clara Clarita. Y las palabras circulaban, arrobadas en la violencia de la rapidez. Todos hablan. Todos querían decir. Y al final, lo que uno puede comprobar y para no andar con tantas vueltas, es que el dinero le crea culpas a alguna gente”.
Y como no falta el homenaje explícito a Osvaldo Lamborghini la sexualidad y la política se encuentran en un sinónimo contundente:”...si hay que proletarizarse, empecemos por el sexo...nada mejor que esas vaginas de clase media que quieren ser conchas proletarias”.
El deseo de la belleza, incluso de la santidad, es un horizonte en esa tortuosa iniciación: “A veces sólo queremos vivir, para sobrevivir a la desolación que somos, a todos los fantasmas, a todos los desprecios, a todas las humillaciones. Y después si es posible, ser un puro”. Y en el revés de la trama: “Tampoco demos tantas vueltas y seamos sinceros. En el fondo somos todos bastantes farsantes”.

II

Poco ganaría esta novela con alguna enumeración de sus peripecias, puesto que se trata de subrayar los modos que emplea para encontrar la música de una desolación que resulta de la soledad que es el propio lenguaje, de la soledad de esos restos que se hacen presente como espectros que no intercambian una palabra con los viviente y que exigen que se hable de ellos (basta recordar Hamlet). Cuando se logra la música buscada el acoso de los espectros se esfuma: “Uno podía quedarse parado en el balcón, mirando las copas de los árboles movidas por el viento y pensar que ese movimiento correspondía a un fragmento, de una melodía que hay que descifrar. Era una noche fresca. De ese frescor de verano. El aire, a veces empujaba olor a tilo. Era agradable y perturbador estar parado en ese balcón, donde además de las copas de los árboles veía a mis semejantes desde arriba”.
En ese gusto por ver a los semejantes desde arriba Sartre creía descubrir su platonismo, su tendencia a encontrar el único mundo que habitamos como la sombra de algún esplendor que nunca conoceremos. Y de eso hay mucho en la soledad del lenguaje, en la desolación de la música del deseo: un esplendor pasado que ya no existe, un futuro luminoso que no llegaremos a conocer.
El narrador de la novela de Eduardo Silveyra podría decir, como Francisco de Quevedo: “soy un fue y un será y un es cansado”.
Nada más que cansancio puede leerse en esta observación: “Ese encanto de la opresión. Hay una estética en esas pensiones que también se haya en las comisarías y en las escuelas”. O también: “La precariedad duerme vestida”. Y un poco después: “Toda esa soledad que circundaba el rancho asumía un vínculo estrecho con la belleza. Desde un lugar en que lo bello duerme con lo precario. Un obrero, a veces es el constructor de ese hecho que transforma a lo precario en pobre. Es una acción que es ignorada por él mismo. Sucede porque tiene que suceder”. Aquí no queda nada del ímpetu juvenil: sucede porque tiene que suceder. Lo que se viene anunciado con la dispersión política: “Huidos. Erráticos. Estábamos todos un poco alterados (...) Cada uno buscaba algo distinto. O al menos eso era lo que parecía suceder”.
Y, en cuanto al refugio en el amor y la satisfacción de algún deseo, también se conoce el límite: “Al rato, medio nos dormimos en la situación de cada cual en su sueño”. Ya que en la novela se nombra al menos dos veces a Lacan, digamos que la frase citada es una variación de la enigmática afirmación: no hay relación sexual. Cada cual en su sueño, aunque sueñe con fundirse en el otro.
Pero el narrador sabe que “basta agregar la palabra ‘misterio’ a cualquier cosa que uno diga, para pensar que se ha dicho algo que es silencio y a la vez está desprovisto de silencio. La gente y uno mismo, termina conformándose con cualquier retazo de saldo”.
La desolación, el cansancio, los espectros y los sueños del pasado, son la materia de un deseo nuevo que se llama literatura: “Y más allá de mi deseo, yo no sé si existe una posibilidad cierta de poder apresar el alma de lo que se enuncia. Es terrible, pero no deja de ser una maravilla sospechosa”.
Y la leyenda que se narra descubre tanto sus límites como sus posibilidades cuando, al invocar a Eva Perón, el narrador puede reflexionar sobre su propia operación estética: “Pasar por el cuerpo es una enseñanza poética, que pertenece a lo ritual y lo litúrgico, por lo cual está en el orden de lo indescifrable. Su territorio es la poesía y la leyenda. Leyenda es hacer una vida legible. Pasar por el cuerpo es más difícil que atravesar el puente. Atravesar el puente pertenece al campo de lo político, es decir de lo establecido. Y si se quiere, lo opuesto a revolucionario. A pesar de que aquí deban confluir hacia la conformación de lo discursivo”. Ya que en la novela hay abogados y ex-jueces, se puede decir que a confesión de partes relevo de pruebas. Se trata de lo que confluye a la conformación de lo discursivo. Lo que vuelve extraño el “modelarse en el sacrificio” propuesto por Ruiz, el personaje que intenta fortalecerse a través del deporte para resistir, llegado el caso, la tortura. Este Ruiz que derrocha entusiasmo aunque el narrador sabe que, por lo general, “se encamina al desastre en la acción” pero le queda el gusto por “el camino sinuoso” que regala tantas cosas que “al final la andada es lo que importa”.
Para concluir citaré un párrafo que describe al narrador y una compañera política que entran en un Albergue Transitorio – para usar el eufemismo – y esperan para escapar de una pinza del ejército: “Estuvimos con la luz apagada, como si la ausencia de luz fuera también un cobijo. Un resguardo en ausencia de lo visible. En la oscuridad los objetos sólo existen desde lo imaginado. Ahí en ese cuarto. En ese ámbito creado con obscenidad y donde los espejos reflejan tinieblas difusas, sólo la penumbra de la puerta del baño entreabierta, cortaba la oscuridad al medio. Tendidos sobre una cama podíamos escuchar los latidos y los sonidos con que la respiración humana irrumpe en el aire. Éramos como dos muertos que aún estaban vivos. Su mano tibia aferrada a la mía, resolvía todos los contactos físicos que un hombre y una mujer pueden concebir. Después de un lapso impreciso, nos abrazamos. Abrazarse era un gesto de olvidar a la muerte, que se abatía como un presagio. Calamidades. Momentos fatales.”
Como las sombras de la Odisea, las experiencias que habitan este libro volverán a la vida con cada lector que les transfiera algo de su tiempo presente. Y eso podrá ocurrir en tiempos muy diversos. Es el milagro de la literatura.

Germán García
Buenos Aires, octubre de 2009


* Prologo a la novela “Esta puta memoria” de Eduardo Silveyra, Ed. Leviatán

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