Se puede vivir sin leer, por
supuesto que se puede.
En el caso de la literatura,
tres carillas antes de terminar un libro hay que tomar decisiones. Es como el
final de unas vacaciones. Hay que decidir qué hacer cuando llegamos. Si la pasamos
mal, hay que llegar cuanto antes y olvidar pronto esos días. Si las vacaciones
fueron placenteras, demoramos la llegada todo lo posible. sabemos que el final
es inexorable y que ese último tramo tarde o temprano se consumirá casi por sí
solo. Y nos preguntamos si vamos a recomendar ese lugar en donde fuimos felices
o si nos quedaremos con el secreto.
Ocurre a veces que hemos
recomendado un libro y quien recibió nuestro consejo no apreció ese texto tanto
como a nosotros nos hubiera resultado pertinente. Y entonces la decepción y la
grieta. El otro no entendió nada. Lo zamarreamos, pero cómo. ¿Qué hizo mal? ¿en
qué fallamos al recomendarlo? ¿fuimos demasiado entusiastas, contamos
demasiado? ¿era mejor guardar el secreto?
Es notable como la crítica
de libros, aunque sea favorable, tiende a quitar el entusiasmo sobre lo que
intenta elogiar. Lo mismo pasa con las presentaciones de libros. Si se habla
demasiado del texto en cuestión, no quedan ganas de leerlo. Si se habla poco,
tal vez el futuro lector prevé una historia que luego no se corresponde con la
del libro que acaso podría comprar. Y se acerca a la mesa de la librería y se
decide por un color, un título enigmático o un autor con muchas consonantes en
el apellido.
Con las películas es
diferente. La mayoría de los avances despiertan la curiosidad. Cualquier bodrio
tiene un adelanto interesante.
Acerca de Miserere: gobierno
de Frondizi, el secuestro del jerarca nazi Adolf Eichmann por la Mossad, el
asalto al Policlínico Bancario, el asesinato de Norma Mirta Penjerek y la Dolce
Vita. Un grupo de jóvenes y el narrador que se mueve con la intuición de que
nadie está a salvo. De que no habrá piedad para nadie.
Se puede vivir sin leer,
pero para los que leen, hasta leer Miserere, de Germán García, no se puede leer
otra cosa.
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